En líneas generales comparto los planteos de Adrián y Viviana, aunque con algunos matices que se asociarían con alguna subjetividad mía más propensa al optimismo. O tal vez a la creencia de que aún cuando después pueda parecer lo contrario, hubo sin embargo una gran revolución. Afirmación mía que merecería ciertas aclaraciones, ya que quisiera usar la palabra revolución no en el sentido que adquiriría después, a partir del siglo XIX, sino en el sentido astronómico que tenía en el Renacimiento, cuando la usaba todavía Thomas Hobbes.

Hobbes utiliza así el término en el Behemoth, su libro de madurez, en el que revisa las causas de la guerra civil inglesa. Analiza allí toda la historia inglesa del siglo XVII. Y dice más o menos lo siguiente: “el siglo XVII empezó con un rey que funcionaba, el rey dejó de funcionar, hubo una guerra civil y le cortamos la cabeza al rey, vino otro y lo echamos, vino otro más y el siglo termina con otro rey que funciona” (refiriéndose a la Restauración). Dice Hobbes: “todo no fue más que una gran revolución, es decir estamos en el mismo punto en el que habíamos empezado”.

Es muy interesante esa figura de Hobbes. Creo, sin embargo, que uno nunca está -después de una gran revolución- en el mismo punto en el que había empezado. Esto es lo que Marx le observa a Hobbes en el 18 Brumario, muy al pasar. En fin, antes que decir que aunque todo parece hacer cambiado, estamos en el mismo lugar, preferiría formular la frase de otro modo. Diría que a pesar de que parece que estamos en el mismo lugar, algunas cosas cambiaron. Y ese pequeño matiz -que sería lo único que me distancia del análisis de Viviana y Adrián- veré si puedo justificarlo un poquito más adelante.

Me gustaría poner el acento de mi exposición en cuáles son los desafíos que hoy enfrentan las ciencias sociales para pensar la Argentina post cacerolazos. Y para entender la naturaleza de ese desafío, querría comenzar recordando qué temas se estaban discutiendo en las ciencias sociales argentinas pre-cacerolazos, cuáles eran los temas que aparecían en los artículos académicos, en las intervenciones que polítólogos notorios como O’Donnel y otros hacían en los diarios; en fin, cuáles eran las cosas de que se hablaba en las ciencias sociales argentinas, pre diciembre del 2001.

Al respecto, hay una expresión que apareció muchísimas veces en las mesas de hoy, a lo largo de todo el día, y que es la expresión “crisis de la representación”. Efectivamente es un tópico que ciertamente, como se observó hoy a la tarde, no es exclusivamente argentino, pero tiene una especificidad argentina. Es un tópico que circulaba con frecuencia en los discursos académicos, periodísticos, académico- periodísticos, etc. Un tópico sobre el que vale la pena detenerse un poco.

Cuando se dice “crisis de la representación”, hay algo que está supuesto y es que la representación es un lazo que une y que en algún momento ese lazo que une entra en crisis. Pues bien, yo no estoy seguro de que la representación sea un lazo que una. Mejor dicho: habría que examinar en las historias constitucionales de los distintos países qué función tiene la representación como lazo, una cuestión bastante compleja. Quizás uno podría distinguir entre el modo en que se va construyendo la idea moderna de representación en un país como Inglaterra, y el modo en que se construye la idea de representación en el constitucionalismo norteamericano, del cual la tradición jurídico-política argentina es hija. En el constitucionalismo norteamericano, o en Alberdi (en las Bases o en la misma Constitución), la representación no es un lazo que une sino que es un hiato que separa. Pero esa es justamente su función, la función que expresamente concibieron Jefferson, Madison y Hamilton en El federalista. Roberto Gargarella, un teórico del derecho argentino de lo más interesante, discípulo de Carlos Nino, publicó un precioso librito que se llama Nos, los representantes, y que hace un muy lindo análisis de la idea de representación en las tradiciones jurídico-políticas norteamericana y argentina. Gargarella dice allí -y tiene toda la razón del mundo- que la representación está concebida en la tradición jurídico-política de la que somos herederos, como una distancia pensada para no ser franqueada, como un mecanismo de salvaguarda de los poderes instituidos respecto a los eventuales poderes constituyentes de un pueblo al que se teme. La frase que fue recordada por Adrián, y que efectivamente La Nación citaba con cierta fruición durante los momentos más álgidos de la crisis: “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”, define exactamente el sentido, la función, la idea de representación en la Constitución Argentina. La representación separa a los representantes de los representados de un modo tal, que cuando se dice “crisis de la representación” yo me pregunto ¿de qué se está hablando? Y no es solamente una cuestión terminológica, sino antes bien un problema teórico, a saber pensar la relación que existe entre la representación entendida como un lazo que separa, como un obstáculo serio a la participación, y un concepto que es antagónico y no complementario del de representación. Es decir, qué relación puede existir entre representación y democracia, al menos si entendemos democracia como la etimología nos invita a hacer, como el gobierno del pueblo.

Ese lazo sí que es problemático, el lazo entre representación y democracia. Por eso las observaciones sobre la democracia directa son absolutamente pertinentes. La representación es un concepto fundamental, pero no proviene de la gran tradición democrática occidental (que nace en Rousseau, dentro de los modernos, si no queremos ir más atrás). La idea de representación es el concepto fundamental de la gran tradición liberal moderna, y no de la democrática moderna. En los años 80 José Nun solía remarcar con mucha fuerza esta idea en sus artículos. Señalaba con mucha pertinencia el hecho de que el discurso político oficial, pero también el discurso académico dominante (que a la sazón tendía a ser bastante oficialista) era un discurso que identificaba la idea de democracia con el modo en que la tradición liberal -y no la tradición democrática- había definido un sistema de gobierno deseable, vale decir poniendo el énfasis en la idea de representación, en la separación entre los representados y los representantes, en el establecimiento de lazos verticales y no de lazos horizontales de deliberación, de participación deliberativa, activa, resolutiva.

Por supuesto: las cosas no son tan tajantes y en la práctica uno podría decir que no hay una democracia cien por ciento democrática, en el sentido de que sea pura participación, que no haya nada de representación, que no haya ni un cachito de delegación, etc. Tampoco nunca las cosas son pura delegación, pura representación vertical, nada de representación. En general, como bien lo señalaba Nun en sus artículos de aquellos años, nos encontramos con situaciones mixtas que tienen un componente democrático y un componente liberal y uno podría decir que se tratan de un mix de liberalismo y democracia. A algunos les gustaría más acercarse a un polo y a otros, en cambio, arrimarse al otro, y ese el terreno en el que se producen los debates políticos. Yo diría, resumiendo esta cuestión, que cuando se habla de crisis de representación de lo que se habla es de una crisis de este mix. Pero la crisis de lo que tiene de más democrático y no de lo que tiene de más representativo, cuando se habla de una crisis de representación se habla de una potenciación del lado más liberal, del lado más legacionista frente a las potencialidades más democráticas que tienen estos sistemas democráticos liberal-democráticos que caracterizan a nuestros países.

Y eso nos lleva a la segunda idea que yo querría empezar a discutir con cierta intensidad, en relación a las ciencias sociales argentinas pre-cacerolazos: la idea de la muerte lenta de la democracia, idea que O’Donnel había puesto ya en circulación desde el año 2000, en una serie de artículos. La idea de que -en la democracia argentina- los ciudadanos iban delegado una cantidad creciente de su derecho a la autonomía, con la contrapartida de que la clase política -concepto sólo parcialmente pertinente, pero nos entendemos- se separaba de aquellos que representaba y funcionaba con una autonomía muy poco democrática. Eso llevaba a una situación de muerte lenta de la democracia y a una situación que O’Donnel llamaba en algunos de sus escritos ciudadanías de baja intensidad: una ciudadanía entendida ya no como el compromiso afectivo apasionado de los sujetos con la cosa pública, con la república, sino un compromiso cada vez más degradado y cada vez más limitado.

Esto nos lleva a la tercer idea que yo querría plantear y que también aparecía como una especie de muletilla en los discursos académicos del momento que estamos describiendo: la crisis o muerte de la política, frase que se reiteraba junto a la crisis de los grandes relatos, y que implicaba que una de las cosas que había entrado en crisis era la política misma. Efectivamente, hay una serie de hechos, en los que descansaba este diagnóstico de la muerte o la crisis de la política, sobre los que hay que llamar la atención. Cuando uno compara el tipo de relación que se establecía entre los discursos políticos y económicos, y entre los políticos y los economistas, en los años 80 y en los años 90, es interesante advertir el modo en que se había invertido la relación de legitimidad superlativa de esos discursos. En los años 80 el discurso político de los políticos tenía una legitimidad muy fuerte, ocupaba el centro de la escena, cosa debida en no poca medida a la no escasa fuerza retórica que tenía el mayor político de esa década: el presidente, cuya oratoria era efectivamente muy notable. Contribuía así a hacer de la palabra política una palabra que organizaba la escena de las discusiones; la palabra de los economistas -en general aburrida, con retóricas de tipo técnico- aparecía como subordinada a la palabra de los políticos, que eran los que definían los temas de discusión. Yo recuerdo muy bien -y ustedes también, estimo- la escena en la que Alfonsín y Sourrille, aparecen en televisión para presentar el Plan Austral. Alfonsín lo presenta con un discurso político (por supuesto, habría que recordar que estábamos todos enojados, pero era así y todo, era un buen discurso político) que colocaba la necesidad de ciertas reformas técnicas en un contexto político que él, como encarnación de la voluntad general puesta en la Presidencia de la República, definía. Después venía el técnico a explicar los detalles, y ahí todos apagábamos el televisor, porque el político ya había hablado. Comparen eso con el discurso en que De la Rúa se limita a darle la palabra a Lopez Murphy, de un modo absolutamente patético; lo que había cambiado era la importancia relativa y la legitimidad relativa de la política y de la economía como campos del discurso en la República Argentina. Y para seguir esta trayectoria deberíamos pasar por la interesante relación Menem – Cavallo, que tiene sus idas y vueltas. Menem es un personaje singular que tiene un notable carisma, pero ya ahí se anuncia una fuerte centralidad del discurso técnico y una colonización del discurso de la política. Es interesante rastrear este derrotero, una colega está haciendo este trabajo en la Universidad de General Sarmiento: rastrear las evidencias -en los propios discursos de los políticos- de la colonización del discurso político por los instrumentos conceptuales de la economía. Ahora, lo interesante es advertir que -del mismo modo que en el campo de los discursos y de las prácticas la economía, durante los 90, coloniza a la política y se pone, digamos así, en el centro de la escena- en las ciencias sociales empieza a primar en los años 90 -y yo creo que esto es algo en lo que las ciencias sociales argentinas deben pensar muy críticamente respecto de lo que ellas mismas hicieron- en las ciencias sociales, decía, empieza a primar un discurso culpablemente economicista, que acompaña sin ninguna reflexión crítica esta tendencia economicista del propio discurso político. Digamos al pasar que es interesante advertir el fuerte acompañamiento que -a lo largo de las décadas- realizan las ciencias sociales argentinas respecto, no solamente de los temas sino incluso de los tonos de la discusión de los discursos políticos. En los años 80, los años de la transición democrática, de la centralidad de la palabra política del alfonsinismo, etc., las ciencias sociales se hacen muy politicistas, y cualquier cosa que sonara a recordar que en la Argentina había clases sociales, o a recordar que había una cosa llamada cuestión social, era inmediatamente descalificada como producto de un anacronismo, como proveniente de alguien que se había quedado en una década anterior y que no entendía que el problema eran las reglas de juego democráticas. En los 90 las mismas personas que muchas veces habían caído en esos mismos vicios politicistas francamente culpables (porque además eran personas inteligentes que sabían que no creían en lo que estaban diciendo), esas mismas personas nos empezaron a explicar que la economía en el planeta comenzaba a avanzar inexorablemente en una única dirección y que había que colgarse al tren del neoliberalismo y que lo lamentaban mucho, pero era la única posibilidad. Hay aquí una cosa interesante para pensar, que nos lleva a una reflexión de nivel más general, a pensar en el tipo de relación deseable entre discurso político y discurso teórico. En cierto sentido una no podría reprocharle a las ciencias sociales que adopten, en los distintos momentos, los temas e incluso los tonos de los temas que la política marca. Después de todo eso también es lo que suele llamarse compromiso o al menos, en fin, no estar en una nube de alguna cosa inadecuada. Sin embargo, me parece que una cosa es tener un compromiso con los problemas, el tono y las preocupaciones políticas de la época y otra cosa bastante distinta es producir el pegoteo de los temas de la agenda política y los temas de los paradigmas teóricos, de modo que los temas y paradigmas teóricos se vuelvan una mera repetición y duplicación de los discursos posibilistas de la política. Me parece que -en este sentido- las ciencias sociales argentinas tiene que revisar muy críticamente su fuertísima complicidad de los últimos años, lo nada que dijeron del modo en que se destruyó este país en los años 90. Cuando un historiador futuro revise el papel de las ciencias sociales, y sobre todo de la sociología argentina, la funcionalidad de las ciencias sociales argentinas en relación a la destrucción de este país operada por el menemismo, creo que su juicio va a ser definitiva y merecidamente lapidario.

Es en este contexto, cuando las ciencias sociales hablaban de estas cosas (crisis de la política, muerte de la política, ciudadanías de baja intensidad, “no pasa más nada”, discurso único y neoliberalismo para todo el mundo), cuando ocurre el 19 y 20 de diciembre de 2001. El 19 y 20 de diciembre sorprendieron a las ciencias sociales argentinas, que no se los esperaban. La sensación que uno tiene leyendo los primeros análisis, pobres todos (y cuando digo esto por supuesto que lo digo críticamente: yo no escribí ni una solo línea interesante sobre todas estas cosas), es evidenciar las limitaciones de nuestros propios elementos conceptuales para dar cuenta de algo que efectivamente no nos esperábamos. Por eso la frase del búho hegeliano de Minerva que levanta el vuelo después del atardecer, a la que refirió Luis, no sólo vale para explicar que en esta mesa, en la que se supone que pensamos la cosas que pasaron, trataremos de explicarlas después de que pasaron, sino que vale para explicar porqué las ciencias sociales siempre llegan tarde. A lo mejor es una fatalidad. A lo mejor no puede ser de otro modo, a lo mejor no es función de las ciencias sociales anticiparse a los hechos, pero es cierto que -respecto al 19 y 20 de diciembre- las ciencias sociales llegaron tarde, y la primera reacción fue de sorpresa. Los primeros artículos que uno puede leer, que los sociólogos y politólogos argentinos escribieron sobre el 19 y 20, son artículos en donde la sorpresa es lo primero que se evidencia. Lo que pasó, pasó de repente (y qué quiere decir de repente. En El 18 Brumario Marx se ríe del modo en que para Víctor Hugo el golpe de estado de Napoleón le Petit se había producido “de repente”. Marx se pregunta: ¿cómo de repente? Hugo había dicho “Como un rayo que había rasgado sobre un cielo sereno que no se lo esperaba…” Y Marx piensa que si un rayo rasga un cielo sereno y alguien no se lo espera es porque ese alguien no estaba viendo el cielo o bien, como era en el caso de Víctor Hugo, porque estaba viendo el cielo con los lentes equivocados: no con los lentes de historiador, que eran los lentes con que miraba Marx, sino con lentes de literato, que no servían). Pues bien: si el 19 y 20 de diciembre nos tomó, a los sociólogos y politólogos, de sorpresa, es porque no estábamos viendo bien, porque las ciencias sociales argentinas no ven bien la política y por eso cuando la política produce algún estremecimiento las ciencias sociales llegan mal, llegan tarde, llegan asustadas y haciendo muy malos análisis.

Brevemente, y para empezar a tratar de redondear, quisiera decir cuáles son los tipos de abordaje que las ciencias sociales argentinas hicieron del 19 y 20 de diciembre.

La ciencia política dijo poco y lo que dijo, en general, lo dijo asustada, con miedo. La ciencia política, en general, piensa con miedo, piensa con miedo a que las cosas se desestabilicen, piensa con miedo a que el sistema de reglas de juego tambaleen. La ciencia política, como piensa desde el punto de vista del poder, ve cualquier movilización como una amenaza al sistema de reglas de juego. No hay que cometer el error que se cometió esta tarde, en una mesa anterior a ésta, de sugerir que una movilización es homologable a un golpe de estado, lo cual es un disparate.

La sociología no piensa con miedo, pero en la Argentina la sociología tienen una tendencia -y sobre todo para pensar el 19 y 20 de diciembre- a producir un sistema de traducciones muy inmediatas entre las pertenencias sociales y las manifestaciones políticas de esas tendencias sociales. Se hicieron unos análisis interesantes sobre qué es lo que expresaba políticamente el 19 y 20 de diciembre, analizando los grupos piqueteros y sus expresiones políticas, los grupos de la clase media enojada por el corralito y sus manifestaciones, y sus cacerolas etc. Pero creo que ahí la sociología se pierde algo, se pierde la especificidad política del 19 y 20 de diciembre. Puede ser que uno haya ido a la plaza esos días movido por el enojo causado por el toqueteo de los ahorros, o por el enojo de que a uno no le hayan dado el plan Jefes y Jefas, o lo que fuera. Pero si algo es la política es eso que nos hace trasformar nuestra propia identidad en el momento de jugar el juego de la política; en la plaza el 19 y 20 de diciembre nadie gritaba “que se vayan todos” como intereses inmediatos de clase. La plaza trasforma la política y nos hace ser algo distinto de eso que socialmente somos, hasta se podría decir que esa es la definición misma de política: hay política cuando eso que pedimos no es la expresión inmediata de nuestros intereses sociales. Y eso la sociología, en su vocación por trazar traducciones muy inmediatas entre pertenencias sociales y reivindicaciones políticas, se lo pierde

Tenemos finalmente un tercer tipo de intervención teórica para tratar de explicar el 19 y 20 de diciembre que es la de cierto ensayismo filosófico que se fascinó con el 19 y 20 de diciembre. Le encantó el 19 y 20 de diciembre. Fuertemente influido por algunas líneas del tipo de Rancière, Badiou, algunas corrientes de la filosofía política contemporánea que se fascinan con los acontecimientos inesperados de poderes constituyentes que aparecen de la nada o casi nada, de la multitud como actor político portador de una especie de potencialidad tanto más grande cuanto menos organizada está y cuando más espontánea es (eso nunca lo entenderé) que veían en el caso argentino (que empezó a designarse de ese modo en las propias bibliografías: tengo amigos que recorrieron Europa explicando el caso argentino como una verificación de que el poder instituyente y patatín y patatán) un caso en el que se probaban ciertas elegantes teorías. A mí me gusta mucho Toni Negri, me parece un autor relevante, de hecho El poder constituyente me parece un gran libro, pero yo he leído muchas cosas irresponsables de Toni Negri. No se puede, colgado en un bar de Roma o acodado en su casa, no se puede escribir desde Roma sobre Buenos Aires con la información de dos diarios, y probar ahí no sé que cosa del acontecimiento y de la multitud. Yo creo que hay una gran variedad de esas teorías, fascinadas por el 19 y 20 de diciembre, que romantizaron lo sucedido, lo vieron como la puerta de entrada a un futuro de democracia radical que los hechos en realidad no anunciaban. Donde algunos autores más o menos anarquistas observaban que en el 19 y 20 de diciembre se verificaba una voluntad popular que buscaba sacarse de encima a la opresión del estado, yo no veía nada de eso. Las pedradas del 19 y 20 de diciembre no fueron a la casa de gobierno, fueron a la banca privatizada y a McDonals, no al Estado argentino. No se estaba demandando menos Estado, se estaba demandando mejor Estado. Claro, si yo fuera un fervoroso creyente de que el Estado es un horror, bueno, posiblemente no estaría en condiciones de ver esto.

Creo que hay muchos errores de interpretación en esos abordajes, y que esas teorías, mientras avanzaban en estas líneas tan entusiastas, no estaban pudiendo dar cuenta de lo que efectivamente estaba pasando en la Argentina. ¿Qué estaba pasando mientras estas teorías se desarrollaban y mientras Paolo Virno nos explicaba la Argentina? Lo que estaba pasando es que se estaba produciendo una decidida reinstitucionalización de las cosas en la Argentina, bajo el eficaz gobierno de Duhalde, que efectivamente logró poner en caja el conflicto, que logró institucionalizar las cosas, que hizo política con los grupos que protestaban, que repartió planes Jefes y Jefas y negoció. El problemas de De la Rúa era su ineptitud y Duhalde no: él volvió a reinstitucionalizar el conflicto y algunos no entendieron que eso es la política también. Obtener planes jefes y jefas es una forma de ejercicio de la política. Yo he escuchado que la gente que se sentaba negociar planes Jefes y Jefas eran traidores al espíritu del 19 y 20 ¿A que espíritu, me pregunto? ¿al que inventó Paolo Virno? ¿Cuál es el problema de que la gente obtenga planes Jefes y Jefas? ¿Traición a qué? A un espíritu inventado entonces.

En fin, quería decir algunas cosas más, pero el tiempo me lo impide. Ya que hoy lo recordó Luis Sandoval al querido Oscar Landi, recientemente fallecido, quisiera recordar un artículo muy agudo de Oscar durante la gestión de Duhalde. Oscar escribió en una de las páginas de un diario que el problema no es el corralito de los ahorros; el problema es el corralito de la política. La política está otra vez en el corralito y corremos el riesgo de caer en esa revolución de la que nos hablaba Hobbes, esa revolución que nos ha dejado en el mismo lugar en el que partimos. Sin embargo, pasaron cosas: la conciencia colectiva es otra, como señalaba Adrián con toda razón, incluso en el modo en que el espíritu progresista del 19 y 20 de diciembre opera sobre el actual gobierno de Kirchner y le ayuda o le exige dar algunos pasos. No voy a cometer el despropósito de viajar a la Patagonia para pasar por oficialista y por eso no voy a hacer más consideraciones sobre esto, aunque creo que soy más oficialista que ustedes. Para terminar, digo solamente que el gobierno de Kirchner, más allá de que le salga bien o que le salga mal, está colocando en la agenda de las discusiones de la política y de las ciencias sociales argentinas un tema que hacía mucho tiempo que no se colocaba: el tema de la dependencia.

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