Apocalípticos e integrados como variantes de la perplejidad [1]

El título de este trabajo, antes que establecer claramente un tema a abordar, define más bien un campo de problemas, un espacio conceptual necesitado de clarificación, de delimitación y de mapeo. Moderemos las ambiciones, pues: en vez de intentar alcanzar acuerdos y precisiones, contentémonos con realizar un relevamiento topográfico de este terreno.

Medios de comunicación hubo siempre y son inherentes a la misma condición humana, empezando por el lenguaje, medio por excelencia para expresarnos y comunicar nuestras ideas y nuestros sentimientos. Los medios tradicionales fueron, también tradicionalmente, el ámbito propio de (a veces incluso restringido a) los intelectuales. Son intelectuales quienes hacen uso especial del habla, mediante la retórica, son intelectuales los que dominan la lectura y la escritura y los que producen composiciones musicales o plásticas.

Pero es cuando los medios de comunicación se vuelven masivos, es decir cuando se transforman en medios de comunicación de masas, cuando aparece el conflicto que hoy nos permite hablar de un campo problemático, cuando los intelectuales aparecen separados (desplazados) de un lugar de producción cultural nuevo. Como veremos, se puede cuestionar la novedad de este lugar de producción cultural, ya que sus raíces se afincan nítidamente en las tradiciones de la cultura popular. En todo caso, es a comienzos del siglo XX cuando la situación alcanza un grado de visibilidad tal que lo vuelve un problema.

Lo que han intentado hacer los intelectuales frente al desafío que suponen los medios de masas es variado y complejo. De cualquier manera, la taxonomía que Umberto Eco propuso con éxito en los sesenta sigue siendo clarificadora. Eco hablaba de dos grandes actitudes frente a la cultura de masas: apocalípticos e integrados.

Apocalípticos son aquellos intelectuales que -espantados frente al fenómeno de los medios de masas y de la cultura de masas subsiguiente- se inclinan por pensar en un retorno a la barbarie para la civilización occidental. La cultura de masas no puede sino constituir una amenaza a la tradición de la gran cultura (los museos, la música “clásica”, el teatro y las obras de arte), es decir el canon de la Cultura, con mayúsculas. Este patrimonio cultural es banalizado y pervertido por los medios que, para la consternación de todo buen apocalíptico, tienen asegurado su éxito en virtud de su poderío industrial y comercial.

Si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre, la mera idea de una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos, y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. (Eco, 1968: pp. 27-28)

En el otro extremo, los integrados, que opinan casi lo contrario. Lejos de destruir a la cultura, los medios la han democratizado y extendido: lo que era patrimonio de unos pocos, ahora es conocido y disfrutado por multitudes. Nunca hubo tanta gente que acudiera a los museos o a la ópera, tantos buenos libros vendidos, etc.

Dado que la televisión, los periódicos, la radio, el cine, las historietas, la novela popular y el Reader’s Digest ponen hoy en día los bienes culturales a disposición de todos, haciendo amable y liviana la absorción de nociones y la recepción de información, estamos viviendo una época de ampliación del campo cultural, en que se realiza finalmente a un nivel extenso, con el concurso de los mejores, la circulación de un arte y una cultura “popular”. (Eco, 1968: pp. 28)

Entre los apocalípticos, un clásico es Theodor Adorno, quien afirmaba:

La televisión comercial deforma la conciencia, pero no por empeoramiento del contenido de las trasmisiones en comparación con el cine y la radio [...]: la situación misma es la que idiotiza, aunque el contenido trasmitido por las imágenes no sea más tonto que el que generalmente se propina a estos consumidores compulsivos. (Adorno, 1983: pp. 59-60)

mientras que, desde el bando de los integrados, Daniel Bell le contestaba:

Los medios de comunicación de masas comienzan a elevar el gusto, y el nuevo público, sediento de cultura, halla una variada serie de agencias especializadas dispuestas a servirlo. [...] En Estados Unidos, la sed de cultura es asombrosa, y las estadísticas de consumo de cultura son en verdad imponentes (Bell, : 16-17)

La dicotomía apocalípticos/integrados ha tratado de zanjarse en numerosas oportunidades, empezando por el libro de Eco. Pero, cual hidra mitológica, reaparece permanentemente en los lugares más inesperados. Como veremos más adelante, el populismo celebratorio de cierta versión de los estudios culturales recupera la posición integrada. En tanto, los apocalípticos también mantienen su vigencia:

Pienso, en efecto, que la televisión, a través de los diferentes mecanismos que intento describir de forma sucinta, pone en muy serio peligro las diferentes esferas de la producción cultural: arte, literatura, ciencia, filosofía, derecho; creo, incluso, al contrario de lo que piensan y lo que dicen, sin duda con la mayor buena fe, los periodistas más concientes de sus responsabilidades, que pone en un peligro no menor la vida política y la democracia (Bordieu, 1997: pp. 7-8).

La cita anterior es la manera en la que Pierre Bordieu -figura intelectual por definición de la Francia actual (con todo lo que implica en Fracia la figura intelectual)- comienza su reciente -y polémico- Sobre la televisión. Bordieu no aceptaría la clasificación de apocalíptico (concedamos que probablemente sería injusta con su posición), pero al menos denota cierto aire de familia.

En fin, si uno puede caracterizar la actitud de los intelectuales frente a los medios, debería decir que ésta ha sido de perplejidad. ¿Qué hacer frente a esta nueva realidad (a esta realidad que siempre es nueva o renovada)? ¿Cómo explicarla? ¿Qué decir de ella o qué hacerle decir?

Cultura popular: el nombre del Otro

Esta perplejidad, esta permanente inquietud o incomodidad que describíamos en el apartado anterior, es similar (en realidad simétrica o idéntica, o mejor la misma) a la que genera en los intelectuales su gran Otro: la cultura popular. Dar un rodeo conceptual por la cultura popular puede parecer a priori injustificado, pero confío en que su necesidad sea aclarada en el desarrollo de esta argumentación.

La cultura popular, o la cultura del pueblo o de los sectores populares, presenta siempre un desafío al intelectual o al investigador social. Por definición, el saber científico es parte integrante de la cultura culta, legitimado por la academia, institución de vigilancia de las competencias de esa cultura culta o alta. Así que la cultura popular es la cultura del Otro, del que no es como el investigador, del que no participa del saber legítimo.

Primera reflexión: la cuestión problemática “intelectuales y medios” no refiere al conjunto de la producción mediática. Sería desajustado introducir aquí como problema la relación de los intelectuales con los suplementos culturales de los grandes diarios, las revistas especializadas o los programas de televisión “culturales”. En todo caso, la referencia a esta porción de los medios se realiza bajo el interrogante ¿por qué estos espacios son minoritarios, o su modelo no es adoptado por la generalidad del medio? (asunto que siempre resurge al hablar, p.e., del rol que debe cumplir una emisora televisiva del Estado). El problema, decíamos, no surge aquí, sino en relación a la producción masiva de los medios (los programas de mayor audiencia, los diarios amarrillos, las revistas de chismes). Sincerémonos: a los intelectuales no nos genera problemas “El refugio de la cultura”, sino “Videomatch”.

Frente a esta producción cultural masiva, el intelectual se planta en similar actitud que el antropólogo frente a la cultura nativa que es su objeto de estudio. Los “medios”, así delimitados, son el Otro, son diferentes, no hablan el mismo lenguaje y no persiguen los mismos fines. Y esto no es un escapismo elitista: el juego de lenguaje de la cultura popular y masiva es un juego diferente del propio del saber académico e intelectual.

La cuestión del pueblo, de la cultura popular, es casi siempre un discurso pronunciado sobre el pueblo, para el pueblo, hacia él, por personas instruidas. Pero es también un discurso que no se pronunciaría si no estuviera puesto ante un sujeto, lo cual pon a quien lo enuncia en una curiosa situación: él habla para tender un puente hacia este sujeto que su misma palabra ha separado (Bollème, 1990: pp. 66).

Como cultura del Otro, la primera reacción del intelectual (de nosotros mismos como intelectuales, eso lo veremos con algún detenimiento más adelante) es el etnocentrismo. Así como lo primero que hace el colonizador frente a los rasgos culturales del aborigen es horrorizarse (el remanido origen del vocablo “bárbaro” -aquél que no habla el griego- es un cabal ejemplo, lo mismo que el establecimiento de etapas evolutivas en donde se juzga el atraso o adelanto de una cultura en orden a su similitud con la propia), así el espanto es la primera reacción del investigador frente a la cultura popular. Cultura del pobre que se visualiza como cultura pobre, carente, atrasada, en la cual señalar los déficits (menos sofisticada, elegante, compleja), incluso hasta el pseudoelogio (“más cercana a la naturaleza”). Etnocentrismo que reafirma la propia pauta colocándola por encima o más adelante de la pauta diferente, y que -a diferencia del que caracterizó a la visión imperialista del siglo XIX, que se ponía en relación a otros pueblos, a otras sociedades- es ahora aplicado a una fracción de la propia sociedad; etnocentrismo de clase, por tanto.

El segundo momento, la segunda reacción, que viene a sobreponerse al etnocentrismo, es el relativismo. Gran aporte de la antropología, el relativismo pregona el derecho a la autonomía de cualquier cultura, la imposibilidad de juzgar con los criterios de una cultura a otra. Ya basta de organizar escalas entre barbarie y civilización, o de mirar al otro como carente. De lo que se trata ahora es de valorizar la riqueza de cada sistema cultural, organizado autónomamente. En su aplicación a la cultura popular, dará entrada y legitimará todo un campo de estudio antes defenestrado: las culturas y consumos populares, los géneros literarios menores, los productos de la cultura de masas [2].

Ahora bien, cuando el relativismo se lleva al extremo, se cae en el vicio del populismo. Este surge cuando, en la consideración de la cultura popular, se provoca una lisa inversión hasta caer en un “etnocentrismo al revés”: la cultura popular no es ya vista como igualmente auténtica o valiosa, sino como más auténtica, más valiosa, mejor. La aplicación exacerbada del relativismo cultural lleva a considerar la culturas populares como si existieran en soledad, sin ninguna relación con otras clases sociales, con otros simbolismos y otras culturas:

el relativismo cultural que hace justicia a los contrasentidos sobre el sentido de culturas colonizadas o lejanas inspirados al colonizador o “civilizador” por su ignorancia de la realidad de las sociedades extranjeras, cometería en este caso una injusticia interpretativa respecto de las clases populares si optara por ignorar en la descripción de su cultura algo que no puede ser nunca relativizado o relativizable: la existencia siempre próxima, íntima, de la relación social de dominación, que, incluso cuando no opera de continuo sobre todos los actos de simbolización efectuados en posición dominada, los marca culturalmente, aunque más no sea mediante el estatuto que una sociedad estratificada reserva para las producciones de un simbolismo dominado (Grignol y Passeron, 1991: pp. 20).

De esto último existen evidencias: aún cuando se conceda a las culturas populares cierta innegable autonomía simbólica, no por ello deja de estar presente el estigma con que la cultura alta marca a sus producciones. Al respecto, como veremos, epítetos como “géneros menores” aplicados a los productos de la cultura popular son los más leves indicadores de esta suerte de marginación.

Para romper con los peligros que entraña el populismo no queda otro camino que introducir en el análisis la posición legitimista, es decir considerar las consecuencias que trae a la propia cultura popular su funcionamiento como cultura dominada, subalterna respecto a otra.

La posición legitimisma, a su vez es susceptible de caer en un error de análisis de similar gravedad: la asimilación de la relación de dominación social con la de dominación simbólica. En este sentido son clásicas las simplificaciones del marxismo vulgar, para quien debe tomarse de manera literal la famosa frase de Marx en La ideología alemana: “las ideas de la clase dominante son también las ideas dominantes de cada época”.

Notable simplificación en el análisis: ni siquiera es necesario analizar lo que pasa con las culturas populares, puede argüirse a priori que su característica fundamental será la alienación, ya que “una vez que se conocen las relaciones entre los grupos que son los soportes de las culturas, uno se ve dispensado de describir las relaciones entre las culturas” (Grignol y Passeron, 1991: pp. 22).

Esta última postura, conocida como miserabilismo, imperó durante la década del ’70 en gran parte de los estudiosos europeos y latinoamericanos, en conjunto con el estructuralismo semiótico, por el cual se deducían del análisis de los mensajes los efectos sociales que “seguramente” producirían [3].

Relativismos y desconciertos

Pero los ’80 nos traen otra problemática, bajo el rótulo del “posmodernismo”. La asimilación de la crisis de la razón occidental, de los grandes relatos (al decir de Lyotard) trae aparejada, cuando no el disfrute llano de los productos de la cultura popular, al menos el exilio de toda posición crítica frente a ellos.

No nos es posible ahondar aquí en esta cuestión. Contentémonos con decir que el trabajo deconstructivo del saber occidental de los últimos treinta años nos lleva a que se vuelva imposible respaldar algún tipo de parámetro que tenga pretensiones absolutas de universal. Consideremos solamente los postulados de la sociología de la cultura. ¿Qué es lo que hace que un objeto cualquiera se convierta en una obra de arte? ¿Por qué un mingitorio en un baño no es un objeto artístico y sí lo es cuando Duchamp lo coloca sobre un pedestal, en una galería?

Por más vueltas que se le dé a esta cuestión (y se le han dado muchas vueltas), la única explicación atendible es una explicación sociológica: un objeto se convierte en una obra de arte cuando está señalada socialmente como tal. Estas señales abarcan el lugar en que se encuentra, su contexto físico, su creador, etc. Cuando estos elementos nos indican que estamos frente a una obra de arte la tratamos como tal, y cuando son inexistentes, o nos indican lo contrario, le brindamos otro tratamiento, el de objetos comunes.

Efectivamente, la primera forma profunda de organización social del arte es, en este sentido, la percepción social del arte mismo. Esta percepción es siempre práctica, sea o no seguida por un razonamiento teórico. Un área amplia, y por lo general desconocida, de la historia de las artes es el desarrollo de sistemas de señales sociales que indican que lo que ahora se va a hacer accesible debe ser considerado como arte. Estos sistemas son muy diversos, pero entre ellos constituyen la organización social práctica de la primera forma cultural profunda en la cual determinadas artes son agrupadas, destacadas y diferenciadas (Williams, 1982: pp. 121).

De esta manera, como ha demostrado acabadamente el arte contemporáneo, no existe alguna cualidad inmanente o esencial que haga que un objeto particular sea una obra de arte, o una pauta cultural elevada. El disfrute de la ópera, el arte de vanguardia o la literatura de experimentación requieren saberes y competencias específicos y de ardua adquisición; pero no son -bajo ningún criterio sociológicamente válido- mejores que la cumbia o la telenovela. A lo más -y no es precisamente poco- se trata de objetos, saberes y competencias legitimados por una sociedad históricamente situada.

Así que lo que ha hecho la sociología de la cultura es desarmar a quienes pretendían establecer criterios de validez y juzgar la virtud o la falta de ella de los productos culturales en general, también de los medios de comunicación de masas.

Perplejidad, primero; ahora desconcierto.

Desde la preocupación de que los canones valorativos del arte sean reemplazados sin más por el imperio del mercado, Beatriz Sarlo constataba esta situación:

El debate estético ha perdido su fundamento probablemente para siempre. No hay dios ni fuera ni dentro dele espacio artístico que nos entregue el libro donde están escritos los valores del arte. El proceso de desacralización ha concluido. Uno de sus resultados es la institución del relativismo estético. También una de sus consecuencias más perturbadoras. (Sarlo, 1994: pp. 28-29) [4]

El momento de consolidación plena del relativismo es coincidente -en la mirada intelectual progresista sobre los medios de comunicación y la cultura popular- con el predominio de los estudios culturales. Especialmente en su variante norteamericana, los estudios culturales, que nacieron con una intencionalidad política progresista explícita, viraron hacia un franco populismo [5]. El razonamiento es simple: ya que no es posible establecer un criterio de validez apriorístico, el valor estará dado por la apreciación de quienes son sujetos y objetos de las preferencias políticas del intelectual. Como dice con ironía Todd Gitlin “si las personas están en el lado correcto, entonces lo que les gusta es bueno” (Gitlin, 1997: pp.84-85).

Es cierto que resultaba imprescindible superar las perspectivas simplistas que negaban a las audiencias populares cualquier tipo de rol activo. El pasaje del concepto de recepción al de lectura implicó ubicar claramente en la audiencia el eslabón crítico al analizar la construcción del sentido en un texto mediático.

No se trata de negar la productividad del modelo de codificación/decodificación (especialmente en los trabajos de Morley) ni tampoco la riqueza de aportes de la investigación que sigue la matriz de la etnografía de audiencias. Pero resulta claro que la combinación de un relativismo estético acentuado, con una toma de partido por los consumos culturales realmente existentes, lleva a una peligrosa pasividad política.

En su crítica al populismo cultural, Jim McGuigan ha denunciado las consecuencias de esta pasividad.

El populismo cultural tiene una estrecha afinidad con el ideal del consumidor soberano de la economía neoclásica, la filosofía del libre mercado, la ideología actualmente dominante en casi todo el mundo (McGuigan, 1997: pp. 240)

y más adelante:

Hay que leer lo que hay atrás de la retórica izquierdista, a la que Fiske es especialmente proclive, para percibir su convergencia teórica de un populismo cultural exclusivamente consumista con la economía política de la derecha (McGuigan, 1997: pp. 245).

Resulta claro: el problema más evidente del populismo es que deja libre al mercado para que sea quien establezca el criterio de valor, con lo cual se escabulle cualquier posibilidad, aún en clave hipotética, de un sistema de medios mejor [6].

El espacio de la decisión

Así y todo, creo posible proclamar la necesidad, por parte de los intelectuales, del ejercicio de la crítica frente a la cultura de masas. ¿Cómo puede darse la crítica, cuando ya no hay criterios seguros para el juzgamiento?

De lo que se trata, creo, es de la necesidad de tener conciencia de nuestros límites y de nuestra falta de certezas finales. Se trata de tomar decisiones. La decisión, en la maravillosa definición de Derrida, interrumpe la deliberación. Nunca encontraremos una razón última que justifique nuestras opciones éticas y estéticas, pero se trata de no inmovilizarse por ello, sino de reconocer el trabajo del deseo.

Cuando aún existían cánones y criterios valorativos, o cuando hoy enjuiciamos como si los hubiera, haciendo de cuenta que el huracán postmetafísico y antiesencialista no ha arrasado nuestros territorios (como efectivamente lo hizo) [7], era posible deslindar sin problemas lo bueno de lo malo, la calidad de la vulgaridad, lo bello y lo feo. Eran tiempos seguros. Pero también eran tiempos en los que la decisión no tenía lugar.

Aclaremos esto brevemente: cuando existe una regla aplicable a la cuestión en deliberación, no puedo decir propiamente que decido. No decido que los objetos son atraídos a la tierra por la fuerza de gravedad (lo que hago es calcular su velocidad) ni tampoco el juez decide que un homicida debe ir a la cárcel. La decisión se toma cuando no existe una regla que me permita ahorrármela.

Ya que la estructura es indecidible, ya que no hay posibilidad de cierre algorítmico, la decisión no puede estar en última instancia basada en nada externo a ella misma (Laclau, 1998: 108-109).

Laclau realiza esta discusión en el contexto de la definición de lo político. Nosotros podemos partir de allí para dar cuenta del porqué de nuestras propias decisiones en el plano estético y en el plano del valor cultural. Decisiones que -por supuesto- son también propiamente políticas.

Creo que debemos bregar por una televisión menos chabacana y grosera, por tratamientos periodísticos que busquen la simplicidad sin caer en el simplismo, por la recuperación de las voces minoritarias y el pluralismo. Creo que debemos trabajar para construir sistemas de recogida de la opinión ciudadana que no sean la aplicación de matrices prefabricadas como el televoto, que nos permitan avanzar en el proyecto de la democracia deliberativa. Estoy convencido de que hay buenos y malos programas infantiles y quiero potenciar los que estimulan la creatividad y no los que preparan futuros hiperconsumidores.

En fin, creo que hay un modelo mejor de medios posible. Pero sé también que hay otros -que tienen la misma legitimidad que la mía- que postulan y apoyan otros modelos mediáticos, y sé que no puedo escudarme en alguna razón trascendental, en la tradición nacional o en el patrimonio cultural de Occidente. Carezco, tanto como ellos, de un argumento último mejor, superior o definitivo. Lo que me queda es el trabajo permanente de articulación y construcción social, cívico y político para defender lo que considero bueno, limitar lo que creo perjudicial y generar aquello que aún no es, pero estimo necesario.

Y de eso se trata, justamente, el trabajo del intelectual. Pero no estamos hablando meramente del intelectual académico. Como proponía hace años Martín-Barbero, con su habitual lucidez

se hace más nítida la demanda social de un comunicador capaz de enfrentar la envergadura de lo que su trabajo pone en juego y las contradicciones que atraviesan su práctica. Y eso es lo que constituye la tarea básica del intelectual: la de luchar contra el acoso del inmediatismo y el fetiche de la actualidad poniendo contexto histórico, “profundidad” y una distancia crítica que le permita comprender y hacer comprender a los demás el sentido y el valor de las transformaciones que estamos viviendo. Frente a la crisis de la conciencia pública y la pérdida de relieve social de ciertas figuras tradicionales del intelectual es necesario que los comunicadores hagan relevo y conciencia de que en la comunicación se juega de manera decisiva la suerte de lo público, la supervivencia de la sociedad civil y de la democracia (Martín-Barbero, 1990).

De esto se trataba finalmente el juego. Cuando hablábamos de los intelectuales no estábamos hablando de otros, sino de nosotros.

Notas:

[1] Este artículo tiene su origen en una conferencia dada en el marco del I° Encuentro de Periodistas Mujeres de la Patagonia (Trelew, marzo de 2001). Posteriormente fue revisado para su publicación en Razón y palabra [volver]

[2] Los textos fundadores de los estudios culturales británicos darán la impronta a esta entrada de lo popular como objeto de análisis. Especialmente Hoggart (1990) con su trabajo sobre la cultura popular, desde su propia experiencia de clase. Desde otra perspectiva, el ya mencionado clásico de Eco (1968) recibió en el momento de su aparición, y desde las huestes del conservadurismo cultural, no pocas críticas por su utilización del aparato conceptual erudito al estudio de historietas y canciones de moda, tal como recoge la introducción de 1977. Entre nosotros, y al amparo ideológico del peronismo, las producciones y consumos culturales ya fueron objeto de una línea importante de análisis durante la década del ’70. Hay que mencionar las investigaciones pioneras de Aníbal Ford, Jorge Rivera y Eduardo Romano (1985), recogidos posteriormente en una compilación, así como los trabajos sobre industria cultural (también de Rivera) publicados en Capítulo, la historia de la literatura argentina que editara el Centro Editor de América Latina. [volver]

[3] Una crítica seria a los análisis semióticos es la que formula en 1978 Morley en su debate con la teoría de Screen (recogido en Morley, 1996). Si bien en el caso de Screen el marco de análisis tenía una impronta fuertemente psicoanalítica, creo que los argumentos de Morley son extensivos a cualquier tipo de análisis que sólo se limite a trabajar con el texto mediático. [volver]

[4] El abandono del establecimiento de valores culturales a un relativismo que apenas esconde a la “mano invisible” del mercado es una premisa actualmente en retroceso. Un reciente trabajo sobre cultura y capital social se atreve a superar el relativismo analizando a la cultura como factor de desarrollo en América Latina (una perspectiva que había quedado subsumida en el desarrollismo de los ’60 y que necesitaba urgentemente una recuperación). Uno de los autores afirma que “La cultura puede ser un marco de integración atractivo y concreto para los vastos contingentes de jóvenes latinoamericanos que se hallan actualmente fuera del mercado de trabajo y que, asimismo, no están en el sistema educativo” (Kliksberg, 2000: pp. 51). Resulta claro que, desde esta perspectiva que consideramos imprescindible, el relativismo a ultranza no resulta útil ni conceptualmente productivo. [volver]

[5] Este viraje populista ha sido denunciado en reiteradas oportunidades. Véase -entre otros y además del citado McGuigan (1997)- a Ang (1994), Morley (1997), Jameson (1998), la introducción al libro de Barker y Beezer (1994) y la polémica entre Garnham (1997) y Grossberg (1997). [volver]

[6] Sin embargo, abandonar el populismo no es una tarea fácil. En su rehabilitación del concepto de calidad cultural, Schrøder parte de una premisa a primera vista inobjetable, si no se quiere dejar de lado in totu el aporte de los estudios sobre recepción: “todo veredicto sobre la calidad debe tener en cuenta la experiencia efectiva de los diferentes segmentos de un público heterogéneo” (Schrøder, 1997: pp. 111). Sin embargo, al establecer en consecuencia tres dimensiones para la evaluación de la calidad cultural (ética, estética y extática) termina justificando como programas de calidad a Dallas y Dinastía, es decir a los productos más obvios de la industria norteamericana. [volver]

[7] Resulta pertinente aclarar que el influyente trabajo de Jürgen Habermas se orienta al establecimiento de criterios válidos para el juicio, aún en un contexto postmetafísico. Habermas (1987) inicia la Teoría de la acción comunicativa con la contundente afirmación: “Todos los intentos de fundamentación última en que perviven las intenciones de la Filosofía Primera han fracasado”, pero aún así puede salvar la validez de la crítica estética, ya que “en la crítica estética las razones sirven para llevar a la percepción de una obra y hacer tan evidente su autenticidad, que esa experiencia pueda convertirse en un motivo racional para la aceptación de los correspondientes estándares de valor” (Habermas, 1987: pp. 41). La posición de Ernesto Laclau (véase especialmente Laclau, 1993 y 1996) -que retomamos con excesiva superficialidad en el último apartado de este artículo- es claramente contraria al proyecto habermasiano, pero no es este el lugar para profundizar en los matices de ambos modelos teóricos. [volver]

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