Cierta desazón y decepción recorre el panorama político actual. El término videopolítica, de rápida imposición, alude a la mediatización creciente de la política y a la banalización y espectacularización que parecen sus consecuencias inevitables. Resulta claro que los medios de comunicación de masas son un actor protagónico de las sociedades actuales, pero su actuación se da en un campo abierto por el devenir histórico del siglo XX y por el debate en la Filosofía y en las Ciencias Sociales, debate que opera siempre reflexivamente en relación a la sociedad que lo produce, hace circular y consume.

En este artículo se buscan explorar algunas de la interrelaciones entre comunicación y política que se establecen en la actualidad (entre las que se cuenta aquello que ha dado en llamarse videopolítica) en el marco del debate más amplio acerca de la crisis de la razón y de los esencialismos, y la apertura de nuevas posibilidades para lo político. Partimos de la crítica de la razón que realiza Max Horkheimer que, siendo representativa de un amplio debate del siglo XX, delimita el campo en el cual la crítica contemporánea de la ideología discute la constitución de lo político. De estos trabajos retomamos algunas nociones que, en el tramo final del artículo, resultan útiles para pensar el lugar de los medios y su vinculación, tanto con los proyectos de expansión democrática, como con los riesgos de su restricción.

1. Razón

Un buen punto de partida para analizar nuestra problemática es el texto de Max Horkheimer Crisis de la razón instrumental, de 1947. Ya se han cumplido 50 años de la publicación de este libro que, junto a la Dialéctica del Iluminismo, del mismo año, inauguró una profunda crítica de la razón occidental, aún dentro de los parámetros del pensamiento moderno.

Para Horkheimer el concepto de razón hace referencia a dos sentidos fuertemente opuestos: por un lado la concepción imperante en la actualidad, es decir la actividad racional como el uso del intelecto en la adecuación de medios y fines, en la selección de los medios más apropiados para la obtención del fin deseado. A esta concepción -representada paradigmáticamente por Max Weber- Horkheimer la llama razón subjetiva. En esta concepción los procesos o acciones no son racionales en sí, sino en relación a un fin que se establece de antemano: la racionalidad sólo se puede predicar a partir de los intereses subjetivos del actor (una misma acción puede ser racional en un contexto y no en otro). En cuanto a la delimitación del fin, ésta sólo puede realizarse racionalmente si se lo instrumentaliza en función de un fin ulterior. Veamos un simple ejemplo: la elección, entre los varios posibles, de un tipo específico de puente para unir las dos riberas de un río sólo puede ser racional si considero que el puente es medio para un fin. Así, si el puente será la salida de la producción de un sector industrial, será racional construirlo en forma firme y capaz de soportar grandes cargas, aunque no necesitará (no será racional) hacerlo elegante o agregarle una senda de bicicletas.

En contraposición a la razón subjetiva se encuentra la idea filosófica tradicional de razón: la presuposición de que existe un orden natural de las cosas que se corresponde con el ordenamiento del intelecto humano. En consecuencia, el ejercicio de la razón es el descubrimiento de lo que ya estaba allí: el orden de la naturaleza, ya sea en variantes teológicas o metafísicas. Sea la filosofía clásica griega: para Platón, Aristóteles y la casi totalidad de los filósofos de la Grecia clásica, el mundo está ordenado. Existe un orden natural que es coincidente con la estructura cognoscente del hombre y la tarea del filósofo es descubrir este orden que se encuentra más o menos oculto, desentrañarlo.

La misma idea está presente en la teología judeo-cristiana en donde, con formas diversas, Dios ha dispuesto el mundo de una forma tal que requiere la ubicación del hombre en su rol.

En estas concepciones, lo racional se asocia a lo coherente con este orden, natural, divino o ambas cosas a la vez. Aquí la razón es la capacidad del ser humano de desentrañar este orden natural, capacidad que debe ejercer mediante la crítica. La crítica es la actividad de hacer comparecer lo dado ante la razón, que debe dictaminar su racionalidad o su carencia de ella. Estas ideas son las que impulsó el Iluminismo y con estas banderas se derribaron las monarquías absolutistas en Europa. No otra cosa tenían en mente los confabulados de mayo de 1810: que el juicio de los hombres libres era superior (más racional) que la obediencia al monarca absoluto.

En esta concepción las cosas, los medios y los fines, son racionales en sí mismos, objetivamente, con independencia de los intereses y necesidades de los sujetos.

¿Cuál es la diferencia central entre estas dos concepciones de la razón? Sucede que mientras la segunda supone un fundamento y la posibilidad de su discernimiento, lo que implica la existencia de fines u objetivos más o menos racionales en sí, para la razón subjetiva esto no es posible:

En la concepción subjetivista, en la cual “razón” se utiliza más bien para designar una cosa o un pensamiento y no un acto, ella se refiere exclusivamente a la relación que tal objeto o concepto guarda con un fin, y no al propio objeto o concepto. Esto significa que la cosa o el pensamiento sirve para alguna otra cosa. No existe ninguna meta racional en sí, y no tiene sentido entonces discutir la superioridad de una meta frente a otras con referencia a la razón. Desde el punto de partida subjetivo, semejante discusión sólo es posible cuando ambas metas se ven puestas al servicio de otra tercera y superior, vale decir, cuando son medios y no fines (Horkheimer, 1969: pp. 18).

Las consecuencias de este deslizamiento, que Horkheimer rastrea como leit motiv del Iluminismo, como concepto lógicamente (y dialécticamente) contenido en la lucha que desde su nacimiento la civilización occidental sostiene contra el pensamiento mítico [1], son claramente políticas. Si ya no es posible, dado el imperio de la razón subjetiva, sostener algún fundamento como racional, esto también es válido para los principios que sustentan la democracia. Ideas como la libertad individual, la igualdad ante la ley o el respeto a la vida sólo pueden sostenerse como mejores medios para la obtención de un fin (la paz social, por ejemplo), pero quedan abiertas a discusión, a la posibilidad de que otros mecanismos demuestren mayor eficacia. Si hoy no es posible establecer la racionalidad de los fines en función de algún tipo de orden natural o divino, entonces no podemos dar cuenta de los motivos últimos de nuestra acción. No es posible establecer la verdad de un principio, salvo que este sea instrumento para otro fin. Justamente, salvo que se acuerde en el fin, los medios no son mejores o peores en sí mismos. Y en la reversa, los fines tampoco son mejores o peores, dado que carecemos de un parámetro para establecer esta valoración. Desde un lugar otro, siempre es posible cuestionar un fin que se presenta como una norma a seguir. El precepto bíblico “No matarás” no es racional en sí mismo, sino solamente si puede justificarse que es el mejor medio para alcanzar un fin superior (el orden social, por ejemplo). Pero si en algún momento puede demostrarse que existe una manera más eficiente de alcanzar idéntico fin, entonces ya no tendría sentido conservar la norma.[2]

Vale decir que las sociedades tardocapitalistas son fácil presa de los totalitarismos. Si las democracias occidentales aún perduran, afirmaba Horkheimer, esto se debe en realidad al prestigio alcanzado por algunas vetustas ideas, pero la lógica de esta época corre en otro sentido. De hecho:

Todas estas consecuencias se hallaban ya contenidas en germen en la idea burguesa de tolerancia, idea ambivalente. Por un lado, tolerancia significa libertad frente al dominio de la autoridad dogmática; por el otro fomenta una posición de neutralidad frente a cualquier contenido espiritual, y por consiguiente, fomenta el relativismo (Horkheimer, 1969: pp. 30).

Para Horkheimer no había salida imaginable a esta situación y, como advertía en el prefacio a Crítica de la razón instrumental, “el autor no intenta en modo alguno proponer un programa de acción” (Horkheimer, 1969: pp. 12). El aire pesimista que cobra la teoría crítica a partir de entonces tiene sin duda un fundamento.

Por otra parte, las áreas bajo sujeción de la razón subjetiva crecen permanentemente. Vemos por ejemplo que incorporar términos como gerenciamiento educativo o gerenciamiento social (y la creación de maestrías con estos títulos) implica aceptar implícitamente que temas como la educación o las políticas sociales ya han dejado de ser parte del debate público, para pasar a ser patrimonio de saberes técnicos especializados, es decir ámbitos del imperio de la razón subjetiva.

Como reflexiona Jesús Martín Barbero:

Paradojas de este extraño tiempo en que vivimos: la secularización de la política desabsolutiza las ideologías y desactiva las intolerancias abriendo el camino a nuevas formas de convivencia y construcción de la vida social, pero al mismo tiempo reduce el espacio público de la deliberación privatizando unos temas, restringiéndolos al dominio exclusivo de los saberes técnicos y legitimando así un estrechamiento de la participación democrática en la toma de decisiones (Martín Barbero, 1991: pp. 330-331).

Los actores políticos tienen conciencia de esta situación, y así lo manifiestan cuando diferencian entre lo “técnico” y lo “político”, en enunciados del tipo “es un buen técnico, pero no un político”. En este marco, parecería que la política y la técnica poseerían lógicas de legitimación diferentes. Quien posee credenciales como técnico no necesariamente las posee como político, pero la recíproca también se da. En consecuencia, parecería que hay áreas de la acción gubernamental que son privativas de los políticos y áreas que no lo son. ¿Cuáles son estas últimas? Justamente aquellas en donde existe un imperio de la razón subjetiva: para poder determinar qué medio es mejor debe existir un saber, y una vez que éste se ha establecido, ya no queda margen para discutirlo desde otro parámetro que no sea el abierto por ese saber.

Redefinamos esta cuestión de un modo más sugerente: quisiera afirmar que lo que está (aún) más allá de la razón subjetiva, aquello en dónde ésta no puede aplicarse, es -justamente- el campo de lo político.

2. Identidad y Política

Afirmamos que para Horkheimer las ideas fundamentales que quedaban, los fines indiscutidos de la sociedad, eran residuos en extinción. De hecho, hacia el final de su vida afirmó : “Al final, si alguna catástrofe no destruye la vida por completo, habrá una sociedad totalmente administrada” (Horkheimer, 1986: pp. 65). Por varias razones, éste es justamente el punto débil de su argumentación.

En principio, es inconsistente con su propia tesis: si los fines no son reducibles a la razón subjetiva, entonces la sujeción de áreas del mundo de la vida al control administrativo no puede ser nunca total. Pero hay algo más. La existencia de estos focos de irreductibilidad -que recordemos que afirmamos que son el campo de lo político- son fundamentalmente irreductibles. Su irreductibilidad es de un carácter tal que no es posible nunca pensar en una sociedad de control total.

La cuestión de la constitución de las identidades, además de ser un aspecto central de la discusión política actual, nos puede brindar una manera apropiada de avanzar en nuestro razonamiento.

Aceptemos que toda identidad es diferencial. Esto implica a su vez que toda identidad es posicional y negativa. Como en un sistema saussureano, una identidad se define por no ser lo que no es, su valor es ser el negativo del conjunto de signos que no lo incluyen.

Es más, esta es la definición de cultura que da Fredric Jameson. Para él, no se posee una cultura, sino que cultura es aquello que el otro ve en mí como distinto.

La cultura -la versión más débil y secular de eso llamado religión- no es una sustancia o fenómeno propiamente dicho; se trata de un espejismo objetivo que surge de una relación entre -al menos- dos grupos. Es decir que ningún grupo “tiene” una cultura sólo por sí mismo: la cultura es el nimbo que percibe un grupo cuando entra en contacto con otro y lo observa (Jameson y Žižek, 1998: pp. 101).

Aún mejor sería darle un giro lacaniano y decir que en realidad cultura es aquello que un grupo percibe que el otro grupo está viendo cuando lo observa como distinto. De cualquier manera, la identidad no puede definirse, si no es en relación al otro, o a los otros.

Todo esto es especialmente válido para entender lo que implica hacer política en la actualidad. Una de las características de esta etapa es lo que Vattimo llama “la explosión de las diferencias”: el fin del colonialismo y la multiplicación de los medios de comunicación ha traído como correlato un grado de conciencia nunca alcanzado respecto a las diferencias entre las distintas culturas. Lo que es más importante, prima hoy una idea general respecto al derecho de cada cultura a definirse en sí misma, lo que implica abandonar la creencia en la validez universal de ciertos valores o pautas culturales caracterizados como etnocentrismo europeo.[3]

Esta relación es de por sí problemática. En términos de Ernesto Laclau el multiculturalismo es un ataque decidido al universalismo de Occidente, pero no puede prescindir él mismo de cierto tipo de universalismo o de apelación a valores que trasciendan los límites de la propia diferencia:

la referencia al otro está claramente presente como constitutiva de la propia identidad. No hay modo de que un grupo particular que habita en el seno de una comunidad que lo rebasa pueda vivir una existencia monádica: al contrario, parte de la definición de su propia identidad es la construcción de un sistema complejo y elaborado de relaciones con otros grupos. Y estas relaciones tendrán que ser reguladas por normas y principios que trascienden el particularismo de todo grupo (Laclau, 1996: pp. 89).

Ahora bien, un grupo determinado, que reclama para sí una identidad también determinada, de hecho coexiste con una serie de otros grupos/identidades (caso contrario el grupo no sería tal, sino el todo y el problema de la identidad perdería absolutamente pertinencia). En un primer nivel, nos preguntamos si es posible definir cada identidad a partir de la sola diferencia. En sistemas no sociales esto es posible: el valor de determinado elemento de un código puede definirse simplemente como la negación del conjunto de los demás elementos (y así la palabra “casa” es una ocurrencia que posee su valor en ocupar el lugar de todas las otras palabras: “libro”, “lápiz”, “cruz”, etc.), pero resulta absolutamente improbable en sistemas sociales. Si un grupo cualquiera, una minoría étnica, por ejemplo, tiene -y de hecho siempre lo tiene- una reivindicación de carácter identitaria, como por ejemplo la igualdad de oportunidades laborales, o la misma retribución por igual trabajo ; es porque se reconoce como distinto (el otro posee algo que a mí se me niega por la identidad diferenciada que poseo: mujer, negro, homosexual) pero en algunas cuestiones fundamentales también se reconoce como igual (porque en un aspecto fundamental somos iguales, tenemos los mismos derechos a la igualdad de oportunidades o de retribución). Es evidente que aquí contraponemos una lógica de las diferencias entre grupos con otra lógica, por ejemplo la de la igualdad entre todos los habitantes de una determinada nación.

Esto quiere decir que la definición plenamente diferencial es imposible, salvo en el caso de que no exista ninguna reivindicación identitaria, y el conjunto de los grupos acepten el status quo.

Pero lo que esto también plantea es la necesidad de definir los límites de un sistema, para poder definir a su vez las identidades diferenciales en su interior. Esto aparece como un requisito, toda vez que si no se define un contexto (límite) no es posible dar valor a cada identidad. Ahora bien, el límite no puede ser fundamental, porque caeríamos de nuevo en la lógica de la razón objetiva, con límites pre-dados, pero siendo al mismo tiempo necesario, se presentará como la negación de todas las identidades, como una amenaza al conjunto de las identidades: “el contexto como tal se constituye a través del acto de exclusión de algo ajeno, de una exterioridad radical” (Laclau, 1996: pp. 96).

Laclau extrae de este requerimiento varias conclusiones importantes: la primera es el carácter constitutivo para toda identidad del antagonismo y la exclusión. Pero esta exclusión termina subvirtiendo a la propia identidad porque hace que se entrecruce una lógica de la diferencia interidentitaria con una lógica de la equivalencia (en relación al más allá amenazante). Sin sistema no es posible constituir identidades, pero como el sistema sólo es posible vía la exclusión (y la intromisión consiguiente de la lógica de la equivalencia que subvierte las identidades) nos encontramos con una radical inestabilidad.

El sistema (como el objet petit a de Lacan) es algo que la misma lógica del contexto requiere, pero que es, sin embargo, imposible. Está presente, si se quiere, a través de su ausencia. Pero esto significa dos cosas. La primera, que toda identidad diferencial estará constitutivamente dividida [...]. La segunda, que aunque la plenitud y la universalidad de la sociedad son inalcanzables, no desaparecen: se muestran siempre a través de la presencia de su ausencia (Laclau, 1996: pp. 97-98).

Laclau analiza el caso del peronismo en las décadas del ’50 y ’60. Luego del derrocamiento de Perón, los sucesivos regímenes -militares o civiles- se enfrentaron a una serie de demandas específicas (gremiales, estudiantiles, etc.). Estas demandas poseían cierta identidad propia, en la medida en que obedecía a conflictos locales específicos. La incapacidad del régimen de dar respuesta a las mismas fue constituyéndolas como un sistema, que encontró su límite en aquello que las unificaba, en aquel elemento que poseían en común: la oposición al régimen.

Ahora bien, el régimen amenazaba por igual a todas las identidades, es decir que las volvía equivalentes en lo que hace a su oposición. Esta equivalencia -lo que se enfrenta a la amenaza del exterior del sistema- es lo que llamamos universal, ya que representa al conjunto de identidades particulares, o sea que muestra los límites del sistema. En principio este límite no posee un contenido preciso; si lo poseyera estaríamos ante un fundamento, ya que el límite sería inmanentemente universal y por lo tanto las identidades no serían puramente diferenciales, sino que obedecerían a una lógica de unificación. Pero -aunque no posea un contenido específico- debe mostrarse. En términos de Laclau: mostrarse a través de su ausencia.

Volviendo al ejemplo del peronismo, una de las demandas específicas -la de participación política del peronismo- adquirió en este contexto el rol de equivalencia general, vale decir que mostró el sistema o se constituyó en universal.

Vale decir que -en cada contingencia- el rol del universal será ocupado por un particular, lo que implica que la representación será siempre insuficiente, ya que el universal estará insuficientemente representado. Este particular que sirve como equivalencia del conjunto de particulares realiza -en los términos de Lacan que utiliza Slavoj Žižek- el “almohadillado” del campo. Es lo que pasa con el concepto de judío en el discurso antisemita:

en cuanto un edificio ideológico gana consistencia si su “materia prima” heterogénea se organiza en un relato coherente, la entidad denominada “judío” es un dispositivo que nos permite unificar en un único relato prolongado las experiencias de la crisis económica, la decadencia moral y la pérdida de valores, la frustración política y la humillación nacional, etcétera, etcétera (Žižek, 1998: pp. 33).

Pero la aparición de un elemento que almohadilla es un momento que presupone otros momentos constitutivamente previos, y que Žižek analiza en los términos de la fórmula lacaniana del significante: “lo que representa al sujeto para otro significante” y realizando una analogía con el relato marxista de la dialéctica de la forma mercancía. Veamos este análisis con un poco de detenimiento.

La naturaleza diferencial del significante no implica simplemente que -en una díada significante- la presencia de un elemento se opone a la presencia del otro, sino a su propia ausencia.

La “diferencialidad” designa una relación más precisa; en ella el opuesto de un término, de su “presencia”, no es inmediatamente el otro término, sino la ausencia del primero, el vacío en el lugar de su inscripción (el vacío que coincide con su lugar de inscripción) y la presencia del otro término, el opuesto, llena este vacío de la ausencia del primero: es así como hay que leer la conocida tesis estructuralista según la cual, en una oposición paradigmática, la presencia de un término significa (equivale a) la ausencia de su opuesto (Žižek, 1998: pp. 37-38).

O sea que, en un primer momento, un significante representa -para otro significante- su propia ausencia. Pero de inmediato pasamos a un segundo momento, ya que esto que vale para una díada específica de significantes, vale para cualquier díada que se forme: cualquier significante le representa al significante origen su ausencia. No hay aquí totalidad, sino dispersión, una confusión de la que se sale al adscribir a uno de los significantes el papel de representar al sujeto, lo que implica representar a la ausencia de cada uno de los demás significantes, produciendo lo que Lacan llamó el “significante amo”.

Así que tenemos una serie de momentos, análogos a los momentos del desarrollo de la dialéctica de la mercancía analizados por Marx:

  1. La forma simple: “un significante representa al sujeto para otro significante”. Una mercancía A encuentra su valor en otra mercancía B.
  2. La forma ampliada: “para un significante, cualquiera de los otros significantes puede representar al sujeto”. La mercancía A puede encontrar su valor siendo intercambiada por cualquier otra mercancía B, C o D.
  3. La forma general: “un significante representa al sujeto para todos los otros significantes”. Aquí se produce la inversión y el valor de todas las otras mercancías se encuentran a partir de una de ellas (el oro, el cacao, los cigarrillos en la cárcel, etc.). Esta conserva aún un valor de uso, pero pasa a predominar su valor de cambio.
  4. La forma dinero: “un significante para el que todos los otros significantes representan al sujeto”. La mercancía que se utiliza para el intercambio ya no posee valor de uso alguno y todas las otras mercancías le representan su propio valor: el de ser el patrón de intercambio.

Estos momentos son atravesados en todo proceso de totalización. Volvamos al ejemplo histórico argentino analizado por Laclau. En un primer momento (la forma simple) cada conflicto o lucha revestía un carácter local. La presencia de uno de ellos representaba su individualidad, es decir la ausencia de los demás. En un segundo momento (forma ampliada) se encuentran puntos de contacto, el régimen como un enemigo común para pasar, en un tercer momento (forma general) a que cada lucha local represente la gran lucha contra el régimen, generando la solidaridad entre los distintos conflictos, que tenían orígenes y lógicas particulares. En esta instancia un conflicto determinado (por caso una huelga en determinada fábrica automotriz) recaba la solidaridad de los demás frentes de conflicto, pero aún conserva su propia especificidad local. Finalmente (forma dinero) una identidad local específica se vacía de contenido y pasa a representar al conjunto de todas las luchas, o a la lucha en sí. En los casos históricos no se llega a un significante absolutamente vaciado, como es el dinero (mercancía carente de valor de uso), pero puede quedar apenas un reducto: el regreso de Perón ocupó este lugar en la Argentina de los años ’60 y primeros ’70. Perón “almohadilla” el campo de la oposición al régimen: le da una unidad de la que carecía.

A esto se refiere Laclau cuando habla del “significante vacío”: a un particular que encarna el momento de la universalidad. Lo paradójico es que, al ser necesariamente un particular, estará constitutivamente destinado al fracaso en su función de representar al universal, y su posición será de permanente inestabilidad.

Aún nos queda un punto por analizar, que es la forma en que un particular puede encaramarse como la representación del universal. Si ya hemos descartado, como lo hemos hecho, cualquier principio fundamental que ordene el mundo, sólo queda plantear que la definición del particular que represente contingentemente lo universal es fruto de una articulación hegemónica. O, en los términos de Žižek: “toda noción ideológica universal siempre está hegemonizada por algún contenido particular que tiñe esa universalidad y explica su eficacia” (Jameson y Žižek, 1998, pp. 137).

Ningún particular tiene una preeminencia sobre los demás para ocupar el lugar de lo universal, sino que es el resultado -siempre provisorio y cuestionado- de las luchas por la hegemonía en una sociedad concreta. En el reverso, el lugar de lo universal es un lugar vacío que necesita ser mostrado pero que carece de contenido fijo y -al decir de Laclau- son precisamente esas estrategias de colmar lo que constituyen la política.

la completud ausente de la estructura (de la comunidad en este caso) debe ser representada/tergiversada por uno de sus contenidos particulares (una fuerza política, una clase o un grupo). Esta relación por la que un elemento particular asume la tarea imposible de representación universal, es lo que llamo relación hegemónica. Es debido a esta escisión constitutiva entre singularidad y universalidad -esta tendencia de un significante a evadir su unión estricta con un significado, al mismo tiempo que a mantener una relación fantasmal con él- que la política es de algún modo posible (Laclau, 1998: pp. 122).

Los particulares que representen contingentemente el universal nunca podrán hacerlo “totalmente”, porque se encuentran en niveles lógicos diferentes. Nunca habrá suficiente del particular para llenar el universal. En este sentido es que Laclau realiza su conocida afirmación acerca de que “la sociedad es imposible”. Siempre habrá un resto por colmar que desestabilizará de raíz el sistema.

La imposibilidad del peronismo para contener -una vez vuelto al poder- la diversidad de reclamos e identidades que habían encontrado en él su significante amo es un ejemplo de este proceso. Más cerca nuestro, podemos ver que significantes como la “economía de mercado” han unificado campos discursivos que iban desde la modernización hasta la facilitación del consumo, pasando incluso -en los países de Europa del Este- por la democratización política.[4] Pero la economía de mercado es necesariamente un particular, más allá de su lugar actual de “colmado” de lo universal, y por ello debe necesariamente dejar aspectos sin llenar, demandas sin satisfacer. Fatalmente, el particular universalizado defrauda las expectativas.

Las variantes discursivas del liberalismo que pretenden justificar la exclusión social a partir de variables como la deficiente capacitación de los sectores excluidos y proponen planes de reconversión al respecto, sólo denuncian la mala conciencia del capitalismo. Los excluidos son, en estas sociedades del nuevo milenio, el síntoma que denuncia la no completud del sistema, la imposibilidad del colmado total por parte de la economía de mercado.

Cuando uno se encuentra con un principio estructurador universal, automáticamente siempre supone -en principio, precisamente- que es posible aplicarlo a todos sus elementos potenciales, y que la no realización empírica de dicho principio es una mera cuestión de circunstancias contingentes. Un síntoma, sin embargo, es un elemento que -aunque la no realización del principio universal en él parezca depender de circunstancias contingentes- tiene que mantenerse como una excepción, es decir, como el punto de suspensión del principio universal: si el principio universal se aplicara también a ese punto, el sistema universal en sí mismo se desintegraría (Jameson y Žižek, 1998: pp. 176-177).

O, como ya decía Paulo Freire en la década del ’60: “los oprimidos no son “marginales”, no son gente que viva “fuera” de la sociedad. En realidad, siempre han estado adentro: dentro de una estructura que los ha hecho “ser para otros”".

En conclusión: el campo de la política es el campo de la definición de los fines de una sociedad, su rol es la creación de campos de decidibilidad en un espacio básicamente indecidible (desde la lógica de la razón). Ya no es posible apelar como justificación o fundamento de una determinada opción a una supuesta racionalidad universal.

[Lo que el] principio de la indecidibilidad de la estructura implica es que si dos grupos diferentes han optado por decisiones distintas, como no hay fundamento racional último para decidir entre ambas, la relación entre ambos grupos será una relación de antagonismo y poder (Laclau, 1993: pp. 48).

Hacer política en la actualidad es por consiguiente asumir esta tensión siempre presente: los valores y demandas por los que un grupo se moviliza están necesariamente “contaminados” por la hegemonía existente. Además -y esto no es algo menor- esos valores y demandas son permanentemente cuestionados en su legitimidad por este mismo proceso.

3. Videopolítica

El término videopolítica aparece cada vez más como un lugar común al analizar las modalidades concretas de interrelación entre conglomerados mediáticos, campos profesionales periodísticos, sistema político y opinión pública. En los últimos años hemos asistido sin duda a la aparición de nuevas formas de hacer política que en general provocan cierta desazón, consecuencia de poner en evidencia la fragilidad de los supuestos de extrema racionalidad de los sujetos sobre los que se basa el modelo de la democracia liberal.

La institución parlamentaria, pongamos por caso, obedece al convencimiento en que los mecanismos de decisión deben subordinarse o ser consecuencia de la discusión racional. Los representantes, elegidos democráticamente por el pueblo, habían de alcanzar los acuerdos que se acercaran lo más posible a una verdad objetiva. Caso contrario, al menos era en sus discursos en donde podían argumentar defendiendo su propia posición de clase o sector, era mediante la argumentación que se podía ya sea persuadir, ya sea confrontar.

Es obvio que esta posición es insostenible a la luz de las consideraciones realizadas sobre el colapso de la razón logocéntrica. Pero en este punto nos interesa analizar la simultaneidad de este colapso con la expansión de los medios de comunicación de masas y con la hegemonización por su parte de la discusión pública.

Como decíamos más arriba, un teórico de la posmodernidad como Gianni Vattimo hace explícita esta relación, al afirmar que el surgimiento de la posmodernidad (la crisis de la idea de progreso y de la unidad de la historia, el fin de la modernidad) obedece no sólo ni primeramente a transformaciones teóricas, sino a factores extrateóricos. Y entre éstos, junto al fin del imperialismo y del colonialismo, Vattimo coloca al advenimiento de la sociedad de la comunicación.

Lo que intento sostener es: a) en el advenimiento de una sociedad posmoderna los mass media desempeñan un papel determinante; b) que éstos caracterizan la sociedad no como una sociedad más “transparente”, más conciente de sí misma, más “iluminada”, sino como una sociedad más compleja, caótica incluso; y finalmente c) que precisamente en este “caos” relativo residen nuestras esperanzas de emancipación (Vattimo, 1990: pp. 78)

Al poner a disposición una profusión de imágenes de otras culturas, de otras identidades, los medios de comunicación de masas vuelven cada vez más problemática la noción de una realidad única.

Cierto es que esta crisis viene desarrollándose a nivel filosófico y científico. La pérdida de la credibilidad del relato científico que constataba Lyotard y su deriva hacia “una pluralidad de sistemas formales y axiomáticos capaces de argumentar enunciados denotativos” (Lyotard, 1989: pp. 82) sería una evidencia de ello. Pero no menos cierto es que esta crisis es experiencia cotidiana de los individuos en este período entre siglos. Y en esta experiencia, el lugar de los medios no puede de ninguna manera despreciarse: al mostrar la variedad de culturas, la misma existencia del Otro, patentizan la relatividad de la propia identidad.

Si profeso mi sistema de valores -religiosos, éticos, políticos, étnicos- en este mundo de culturas plurales, tendré también una aguda conciencia de la historicidad, contingencia y limitación de todos estos sistemas, empezando por el mío (Vattimo, 1990: pp. 85).

Vemos así que la difusión de los medios de comunicación de masas guarda una relación estrecha con la forma de constitución de las identidades sociales y políticas actuales, al introducir los límites de la propia identidad y la referencia al Otro.

Estas nuevas identidades, más parciales y fragmentarias, más autoconcientes respecto a sus límites y menos pretenciosas de totalizaciones, denominadas a veces “nuevos movimientos sociales” ponen en crisis a la política tradicional. Al decir de Alicia Entel:

El campo de acción de los nuevos movimientos es un espacio de política no institucional, cuya existencia no está prevista en la doctrina ni en la práctica de la democracia liberal y del estado de bienestar (Entel, 1996: pp. 47).

Entre los contenidos reivindicativos de estos nuevos movimientos destacan el interés por el territorio, la vecindad, el cuerpo y las identidades de género, las identidades culturales, étnicas y lingüísticas.

En similar registro, Anthony Giddens consigna la aparición de lo que denomina “política de la vida”, definiéndola expresamente en relación a los procesos de globalización propios de la modernidad tardía:

La política de la vida se refiere a cuestiones políticas que derivan de procesos de realización del yo en circunstancias postradicionales, donde las influencias universalizadoras se introducen profundamente en el proyecto reflejo del yo y, a su vez, estos procesos de realización del yo influyen en estrategias globales (Giddens, 1995: pp. 271).

Las cuestiones relacionadas con el cuerpo, las identidades de género, la sexualidad y la reproducción, los estilos de vida, así como las cuestiones ecológicas y la mundialización, son algunas de las áreas tematizadas por la política de la vida.

La modernidad tardía nos enfrenta por lo tanto a un proceso de creciente complejización de lo social y lo político, donde las estructuras políticas tradicionales pierden su capacidad de articulación de las demandas y expectativas de los distintos actores de la sociedad.

Este nuevo escenario suele describirse a partir de la noción de crisis de la representatividad.[5] Un sistema que se basa en la representatividad supone la preexistencia de demandas sociales respecto a la acción política: en el origen están las identidades sociales constituidas, que tienen intereses propios y demandas particulares y que se expresan por medio de algunos de sus miembros; luego aparece el Estado como forma establecida de confrontación entre estas identidades y de solución de conflictos. Es sobre estas premisas como se construyeron las democracias modernas: un Parlamento representativo es aquél en donde los diputados obreros representan al sector obrero, los miembros de la burguesía a su clase, las mujeres a las mujeres, etc.[6]

Pues bien, asistimos en estos tiempos a un proceso de creciente crisis de la representatividad de los dirigentes políticos, crisis que sería oportuno desligar desde el comienzo de problemáticas con las que se la suele asociar, como la cuestión de la corrupción o la falta de honestidad, cuestiones que -más allá de su gravedad institucional- no resultan centrales para nuestra argumentación. De hecho, podríamos superar los problemas de corrupción y no por eso alcanzar una mayor representatividad política, ya que, siendo deseable y conseguible un sistema político honesto y transparente (o al menos carente de impunidad), sin embargo es prácticamente imposible que volvamos a tener un sistema político representativo.

Esta afirmación merece una explicación. El origen de la crisis de representatividad no es el robo generalizado, sino otra cosa bien distinta que es la fragmentación social. Con este término nos referimos al hecho de que los grandes colectivos que antaño constituían macroidentidades sociales se han fragmentado en una multiplicidad de identidades particulares autónomas. Antaño, los políticos eran considerados -y así se veían a sí mismos- como los representantes de los intereses de colectivos como la clase o la nación. De hecho, estos eran los dos colectivos centrales a ser representados: los dirigentes políticos eran expresión de una clase o representantes de los intereses de la Nación; y cuando podían conjugarse ambas cuestiones, la fuerza simbólica de la representación era multiplicada. Hoy, el abandono de los locales partidarios operado después del regreso de la democracia muestra a las claras la incapacidad de los partidos para vehiculizar demandas cada vez mas diversificadas. La sociedad es cada vez más heterogénea, con intereses más particularizados. En términos de Lawrence Boudon:

Como producto del proceso de modernización, las sociedades son cada vez más complejas, y han aparecido nuevas fuerzas sociales que reclaman su derecho a participar en el sistema político. Y estas fuerzas sociales a veces no encuentran entre los partidos existentes un canal adecuado para representarlos. Además, las sociedades son cada vez más atomizadas, en el sentido de que sus intereses son locales, más no nacionales, creando lo que Rial llama “analfabetismo político” (Boudon, 1998: pp. 10).

Este proceso de fragmentación de las demandas sociales, aunado al debilitamiento del Estado, ha sido verificado por muchos analistas. Juan Rial afirma que

En tiempos de globalización de la economía, la comunicación y el consumo, al menos su deseo, hay una creciente “feudalización” en la ejecución de la política. No estamos frente a Estados fuertes, especialmente en los países en desarrollo. Tampoco frente a sociedades estructuradas en corporaciones poderosas, como los sindicatos o los grupos intermedios. Pueden quedar las corporaciones, pero carecen de la capacidad de articulación de antaño, a los sumo la conservan puntualmente, cuando se trata de un caso específico que permite despertar el interés común. Es el tiempo de los grupos de interés diversos, integrados muchas veces en organizaciones no gubernamentales competitivas, que a veces sustituyen al propio Estado (Rial, 1998: pp. 34).

En este contexto, la representatividad se vuelve un imposible. Los políticos se convierten en un estrato intermedio profesionalizado. Su rol ya no es el de representante de un sector, sino el de mediador entre la multiplicidad de intereses en conflicto. Y un mediador no puede tomar partido de antemano. La desideologización del rol político es una consecuencia obvia de este proceso. Los candidatos ya no pueden competir desde representatividades diferenciadas y lo hacen entonces desde estrategias de imagen. El recurso a lo personal resulta ineludible. Para autores como Alain Touraine, la comunicación política es consecuencia del vacío de la política.

Los políticos se preocupan cada vez más por su imagen y por la comunicación de sus mensajes, en la medida misma en que ya no se definen como los representantes del pueblo, o de una parte de éste, o de un conjunto de categorías sociales (Touraine, 1992: pp. 47).

En este nuevo orden, el político adquiere el rol de mediador, se profesionaliza. Ya no es representante de un interés particular, sino que aparece desligado de cualquier interés y se dedica a la labor de intermediación entre los interese contrapuestos de los grupos, poniéndolos en consonancia con las exigencias del Estado. Ante el rol de gestionador de conflictos, los mensajes políticos necesariamente se debilitan. En contrapartida, los movimientos sociales que expresan intereses particulares, aún en su fragmentación (o precisamente por ella), son cada vez más independientes del sistema político, hasta configurar la denominada pospolítica. La relación entre estos movimientos sociales y los partidos políticos es sin duda conflictiva, y constituye un desafío, especialmente para aquellas fuerzas que buscan convertirse en representativas de los intereses de los sectores no hegemónicos.

Si la comunicación política va creciendo en importancia es porque la política no impone ya principio alguno de integración o de unificación al conjunto de las experiencias sociales, y porque la vida pública invade por todas partes a la acción política (Touraine, 1992: pp. 56).

3.1. Esfera pública, medios y democracia deliberativa

De acuerdo a la definición canónica desarrollada por Habermas en La transformación estructural de la esfera pública,[7] la distinción entre público y privado surge en la Grecia clásica, primer momento en la historia de Occidente en que aparece un espacio definido como público, como ámbito de debate de aquellas problemáticas que interesan al conjunto de la comunidad. Es el ágora ateniense, en donde política y esfera pública coinciden totalmente. Las temáticas de discusión pública, debe notarse, no incluyen a la economía, que es remitida al ámbito privado o doméstico, como un aspecto de la administración de bienes y recursos que es competencia del jefe del hogar.

Con la decadencia de la democracia ateniense y la posterior subyugación, primero por Alejandro, luego por el Imperio Romano, esta experiencia pierde continuidad. La Edad Media se caracteriza por la ausencia de un espacio para lo público, es más, por la inexistencia de lo público como concepto. La política y los asuntos del conjunto de la comunidad se definen como extensiones de la vida privada de reyes y nobles.

Recién con el desarrollo del capitalismo mercantil en el siglo XVI, y con la consolidación de la burguesía como clase social, es que surge nuevamente un ámbito de discusión que pueda denominarse una esfera o espacio público:

Entre el dominio de la autoridad pública o el Estado, de un lado, y el dominio privado de la sociedad civil y de la familia, del otro, surgió una nueva esfera de “lo público”: una esfera pública burguesa integrada por individuos privados que se reunían para debatir entre sí sobre la regulación de la administración civil y la administración del Estado (Thompson, 1996: pp. 84).

La esfera pública burguesa se asienta en una red de cafés y salones en donde la clase social emergente se reunía a discutir, tanto acerca de política y economía, como ciencia y filosofía.[8] Y es que en este espacio público burgués la discusión racional de los asuntos públicos será la marca distintiva, discusión apuntalada y alimentada por los periódicos ideológicos que incluían comentarios políticos y sátiras. Para Habermas, la forma en que se fue dando la discusión en esta esfera fue condicionando paulatinamente la misma constitución de los Estados burgueses, que se consolidarían a partir de la Revolución Francesa.

Sin embargo, esta esfera pública -en sus características específicas- no perduró más allá del siglo XVIII. La creciente intervención del Estado -que buscará llegar con su poder a cada átomo del tejido social, al mismo tiempo que regular la vida social en su conjunto [9]- y la mercantilización de los periódicos -que ya no buscarán ser instrumentos para el debate de ideas, sino que se convertirán en empresas y, en consecuencia, tratarán de ampliar su mercado de consumidores desideologizando su contenido- se combinarán para dar por concluida la experiencia del espacio público burgués.

Sólo quedará, en la concepción de Habermas, la publicidad [10] como principio crítico, como lugar en el que las opiniones personales de individuos privados puede desarrollarse en un espacio público “a través de un proceso de debate racional-crítico abierto a todos y libre de dominación” (Thompson, 1996: pp. 86).

Algunos autores han sugerido, a diferencia de Habermas, la existencia de un espacio público de otro tipo que no puede subsumirse en una esfera burguesa vaciada de contenido, sino que posee una identidad propia, característica de la segunda mitad del siglo XX. Para Jean-Marc Ferry, por ejemplo,

El “espacio público”, que con mucho desborda el campo de interacción definido por la comunicación política, es -en sentido lato- el marco “mediático” gracias al cual el dispositivo institucional y tecnológico propio de las sociedades postindustriales es capaz de presentar a un “público” los múltiples aspectos de la vida social (Ferry, 1992: pp. 19).

El nuevo espacio público sería así una esfera definida por la mediatización, lo que trae algunas consecuencias. Para empezar, la audiencia de un medio es -cada vez más- difícil de limitar a priori. Esto quiere decir que, una vez que determinado tema cobra cariz público a partir de su colocación en la prensa, radio, televisión o medios cibernéticos, el espacio público que se define en relación a él está constituido por la totalidad de los receptores o audiencia. Los límites geográficos o nacionales sirven cada vez menos para definir la constitución de los espacios públicos. Sin embargo, en forma simétrica a lo anterior, no toda la comunicación política pasa a formar parte del espacio público, ya que una parte importante de la misma no trasciende ni es mediatizada. Existiría, a juicio de Ferry, una comunicación política “de masas” y una “de minorías”.

Es evidente que la concepción de espacio público habermasiana, centrada en el diálogo racional de los actores, en igualdad de condiciones de reciprocidad, no se ajusta a este nuevo espacio público mediático. Como afirma Thompson:

Con el desarrollo de los medios de comunicación, el fenómeno de la publicidad se ha desvinculado del hecho de la participación en un espacio común. Se ha des-espacializado y ha devenido no-dialógica, a la vez que se ha vinculado crecientemente a la clase específica de visibilidad producida por los medios de comunicación (especialmente la televisión) y factible a través de ellos (Thompson, 1996: 95).

La imposibilidad de reedición de la experiencia de esfera pública tan cara a Habermas [11] en los tiempos que corren no debería -de por sí- arroparse de connotaciones nostálgicas y pesimistas. Un camino alternativo posible es el que postula la construcción de sistemas de democracia deliberativa, en donde lo central es el flujo de información y de puntos de vista, y la institucionalización de mecanismos que permitan la incorporación de estos flujos en el proceso colectivo de toma de decisiones.

Una democracia deliberativa no supone la exclusividad de bases dialógicas, aunque claro está que no las descarta. No requiere la co-presencia de los participantes para la formación del juicio, aunque exige imaginación para la creación de mecanismos eficientes de recopilación de las distintas posiciones. Los medios de comunicación de masas tienen un rol fundamental en este tipo de sistema, ya que son de hecho el lugar en donde se hacen públicos los distintos puntos de vista y confrontan, además de ser los reservorios de las opiniones.

En las actuales condiciones de las sociedades modernas, una democracia deliberativa sería, por tanto, en una medida significativa, una democracia mediática, en el sentido de que los procesos de deliberación dependerían de instituciones mediáticas tanto como medio de información como de expresión (Thompson, 1998: pp. 330).

3.2. Encuestas de opinión, fragmentación y televisión

Si bien las líneas abiertas en el apartado anterior nos permiten pensar de una manera productiva la relación de medios de comunicación de masas y democracia, esta manera de vinculación no es la única posible y de hecho no es la imperante.

Antes que por la profundización del debate y la deliberación, este tiempo se caracteriza más bien por el constreñimiento de la discusión, y por su trivialización. Sólo así puede entenderse la preponderancia casi absoluta que han adquirido las encuestas de opinión pública, especialmente para los dirigentes políticos. Decidir una estrategia política a partir de “lo que la gente quiere” es un indicador claro de la falta de propuestas políticas previas y fundantes. Por principio, los resultados de una encuesta serán similares, independientemente de quién sea el cliente que la haya contratado.

Pongamos un ejemplo para despejar esta cuestión y evidenciar el compromiso con la lógica mercantil que encierra. Tratándose de una encuesta de marketing comercial, en donde tratamos de obtener indicadores que nos permitan el lanzamiento o sostenimiento de un producto exitoso, el objetivo es claro: vender más productos que la competencia. Qué hemos de hacer con los resultados de la encuesta también es claro: adaptar el producto en la mejor forma posible a las demandas y expectativas de los potenciales consumidores. Esto explicaría el porqué los discursos publicitarios de tipos de productos similares son también similares, ya que se disputan el mismo público, conocido en sus características por similares encuestas de opinión. Así y todo, algunos productos renuncian a captar la generalidad del público y se dirigen a porciones caracterizadas de él.

Volvamos a las encuestas políticas. Si nuestro dirigente basa su propuesta en los resultados de la misma se implica que el único objetivo es la victoria electoral y que, por lo tanto, la propuesta, programa o ideario político han de acomodarse a las expectativas y gustos del electorado, mejor descripto como mercado electoral.

No se trata simplemente del maquiavelismo subyacente. Lo que está en juego además es la renuncia a cualquier objetivo transformador de la política. Las encuestas no pueden reflejar lo que aún no está, siempre muestran lo ya dado, lo que el público conoce ya. Una política que se basa en las encuestas se vuelve incapaz de realizar propuestas verdaderamente transformadoras de lo real, se vuelve irremediablemente conservadora [12].

Diría Castoriadis que renuncia al uso del imaginario radical, de la capacidad de los hombres de imaginarnos (y crear con nuestra imaginación) nuevos mundos posibles, renuncia que el político no debería jamás realizar. Juan Rial recuerda al respecto que

Un proceso de conformación de la opinión es tarea del político. Por consiguiente debería tener en cuenta que su papel es no abdicar y dejarse llevar. No debe ser un mero seguidor de instrumentos que muchas veces no entiende y que sólo trata de utilizar o denostar, según le vaya bien o mal en la feria de los resultados de los estudios (Rial, 1998: pp. 44).

Recordemos, finalmente, que el uso de los medios también opera como un significante que debe ser llenado, como objeto de las luchas sociales; su operación es la resultante de articulaciones hegemónicas. Pero debemos considerar que los medios no son nunca meramente medios, no se limitan a ser instrumentos transparentes. Una virtud fundamental de las investigaciones realizadas sobre las rutinas de producción de los medios es justamente dejar al descubierto la utilización (necesaria, lógica, inerradicable) de criterios de noticiabilidad que nada tienen que ver con la importancia inmanente (si es que existe alguna) de la noticia. En el caso de la televisión, por ejemplo, los criterios materiales pasan -¿cómo podría ser de otra manera?- por la posesión de imágenes significativas. En buen romance: una noticia televisiva es una noticia que tiene buenas imágenes. Caso contrario, no es noticia televisiva.

Que el medio preponderante de esta época es la televisión no caben dudas. El mismo término que teje estas reflexiones (videopolítica) lo demuestra. Pero, como vemos, su utilización tiene consecuencias determinadas. Hay hechos televisivos y hechos que no lo son, según que sean capaces de proveer material visual atractivo o no. Pero nada indica que los hechos trascendentes políticamente conjuguen en forma feliz con atractivo televisivo. En consecuencia, es fácilmente demostrable que la hegemonía de la televisión apuntala basar la política sobre cuestiones intrascendentes, sobre las imágenes personales de los candidatos, sobre deslices emotivos y aspectos anecdóticos. [13]

Regis Debray hizo notar que los legislativos son muy poco televisivos. Esos amplios recintos llenos de butacas ocupadas por los legisladores, tan impersonales, tan contrarias a la posibilidad de exhibición en un primer plano, en el plano en que la televisión exhibe la realidad. Qué decir entonces de la Justicia, de esas pilas de expedientes, de oficios innumerables, de escritorios grises. Se entiende que estos sean los días en que los Ejecutivos ocupan todo lo ancho del espacio político, ahora mediatizado.

Al respecto reflexiona Giovanni Sartori:

Lo peor de todo es que el principio establecido de que la televisión siempre tiene que “mostrar” convierte en un imperativo el hecho de tener siempre imágenes de todo lo que se habla, lo cual se traduce en una inflación de imágenes vulgares, es decir, de acontecimientos tan insignificantes como ridículamente exagerados (Sartori, 1998: pp. 82).

No pareciera que la discusión política tenga (al menos por ahora) un marco propicio en la televisión. Ni siquiera en los programas de debate, en donde la constricción del tiempo y la necesaria espectacularización de la discusión, la subvierten de hecho.

La videopolítica, el empobrecimiento de la discusión política y el centramiento de la misma en imágenes y anécdotas, es coherente sin embargo con la constricción real del campo de lo político y el abandono de grandes parcelas a nuevos conocimientos técnicos. Puede ser, entonces, que en la televisión se discuta la totalidad de lo que aún puede discutirse, sólo que esto es muy poco, y más allá de la televisión se encuentre el imperio de los dictámenes técnicos, de los economistas y los especialistas en políticas públicas; todas esas cuestiones que sólo muy rara vez se entrometen en el mundo de la imagen.

4. Conclusión

La crisis de la razón, verdadero leit motiv de la filosofía en el siglo XX -y que nosotros hemos rastreado a partir del imperio de la razón subjetiva que señalaba Horkheimer- no resulta meramente un tema de especulación, sino que posee consecuencias directas en las sociedades tardocapitalistas. Una línea de consecuencias de este proceso tiene como ámbito el campo de lo político, en donde repercute con un doble movimiento: por un lado reduciendo los temas de discusión pública, al consolidar campos de saber propios de la lógica de la razón subjetiva (no susceptibles, por lo tanto, de constituirse en objeto de decisiones políticas); por el otro debilitando los fundamentos de las identidades, permitiendo la aparición de una multiplicidad de particularismos.

Los medios de comunicación de masas atraviesan estos procesos de diferentes maneras, todas interrelacionadas: contribuyen a la visibilidad de las identidades y por lo tanto al socavamiento de los fundamentos y abren las posibilidades de constitución de nuevos fenómenos de participación, como es el caso de la democracia deliberativa. Sin embargo, también encierran peligros para la democracia: se convierten en hogar de una política desideologizada, centrada en la imagen de los candidatos y que -de manera conservadora- abandona el cuestionamiento a los límites que le dicta una hegemonía social consolidada. Además, sus propias dinámicas tienden a favorecer lo fragmentario y anecdótico, propendiendo a la espectacularización y empobreciendo la discusión.

En una crítica a Laclau, Richard Rorty dice que “A pesar de que he aprendido mucho de los escritos de Laclau, pienso que [...] contribuye [...] a una sobrefilosofización del debate político izquierdista” (Mouffe, 1998: pp. 137). Sigue diciendo Rorty: “Las abstracciones locales útiles deben emerger de deliberaciones políticas locales y banales. No deben ser provistas ya hechas por filósofos que tienden a tomar demasiado en serio la jerga de su disciplina” (Mouffe, 1998: pp. 142). Tal vez -a lo largo de este artículo- hemos caído en los vicios que critica Rorty, sobreteorizando la cuestión y distanciándola así de los problemas “locales” de la práctica política. Valga indicar algunas líneas de reflexión futura como intento de redención:

  1. una vinculada a los medios y a las condiciones en que es posible y operativo que los mismos contribuyan a una democracia deliberativa, a la ampliación de los espacios de discusión, a la visibilidad de las distintas opiniones y perspectivas y a la consolidación de flujos de opinión. Recuperar en esta reflexión el espíritu original de los estudios culturales puede ser de ayuda. Al decir de Stuart Hall:

Uno de los compromisos definitorios de los estudios culturales es mantener las] cuestiones teóricas y políticas en una tensión siempre irresoluble pero permanente, [de manera que] unas de continuo irriten y perturben a las otras (Morley, 1996: pp. 17)

  1. otra línea más propiamente política. Si los límites del sistema que son mostrados como universales resultan del proceso de constitución de la hegemonía (lo que implica que, por definición, sirven a los intereses de los sectores con poder en una sociedad), el proyecto de una democracia radical no sólo tiene por tarea la multiplicación de las identidades y su articulación, sino también la crítica profunda a esos límites y la creación de nuevos universales, que surjan de una visión contrahegemónica. Una política radical democrática, por lo tanto, debe cuestionar y deconstruir los marcos ya dados, naturalizados, de acción (la división entre técnico y político sería un buen ejemplo), a partir de reconocer el carácter histórico y contingente de cada uno de esos marcos.

Notas

[1] Este tema está desarrollado en Dialéctica del Iluminismo, escrito en colaboración con Teodhor Adorno en la misma época que el texto que aquí comentamos. [volver]

[2] Dicho sea de paso, el actual debate en Argentina acerca de la asimetría entre crecimiento económico medido con indicadores de la macroeconomía (PBI, ahorro interno, etc.) e integración de la totalidad de la población en un modelo productivo muestra las consecuencias de este pensamiento: en orden a la obtención de la meta de la maximización de la productividad y la eficiencia económica, no hay principios de solidaridad social que demuestren credenciales de mayor racionalidad. La consolidación de un amplio sector de la población como los excluidos del modelo neoliberal y la proliferación de respuestas de tipo más o menos asistencialistas como únicas alternativas es la consecuencia más evidente de este proceso. [volver]

[3] Es claro que la crítica a la razón instrumental desarrollada por Horkheimer y la Escuela de Frankfurt debe continuarse tanto en las epistemologías de ruptura (Kuhn, Bachelard, Feyerabend, “las perspectivas inspiradas por la noción de “ruptura epistemológica”" al decir de Verón) como en la profunda crítica de todo esencialismo llevada adelante por los postestructuralistas, con especial atención a Derrida. El campo de reflexión así abierto es el que recorren los posmodernos como Vattimo, pero también los movimientos políticos afines al proyecto de la democracia radical. [volver]

[4] Un papel similar adquiere en la Argentina de los ’90 la “convertibilidad monetaria”. [volver]

[5] Representatividad no es idéntico a representación. De hecho se puede ser un representante sin por ello ser representativo. Cuando los constituyente instauran un régimen “republicano, representativo y federal” no están pensando únicamente en que los dirigentes sean electos por el voto, sino más bien en que sean representativos. Vale decir, en que la totalidad de los sectores en que se divide la sociedad nacional, o al menos los más importantes, participen con miembros propios en el poder del Estado. Alguien representativo es alguien que representa los intereses de un sector, pero que además es parte de los integrantes de ese sector. Por eso decimos que una muestra estadística es representativa; no meramente porque lleve la voz de su universo de referencia, sino porque está compuesta por los mismos elementos de ese universo. [volver]

[6] De eso hablamos cuando decimos, por ejemplo, que las mujeres están insuficientemente representadas en la Cámara de Diputados. Notemos que ésta no es la única manera de representación posible. En otras tradiciones sindicales -la de Estados Unidos paradigmáticamente- los dirigentes no son elegidos entre los trabajadores de la actividad, sino que son dirigentes profesionales contratados para la defensa de los intereses del gremio. Ser mejor o peor dirigente no depende de la mayor o menor representatividad, sino de la defensa más o menos eficiente de los intereses del sector. [volver]

[7] Traducido al español en forma poco feliz como Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gilli, Barcelona. [volver]

[8] Umberto Eco retrata en su novela La isla del día de antes uno de estos salones, en este caso parisino y a mediados del seiscientos: “Roberto se encontraba a su espacio en esa compañía [...] No se le pedía que se uniformara a la voluntad de un poderoso, sino que ostentara su diversidad. No que simulara, sino que se midiera -aún siguiendo algunas reglas de buen gusto- con personajes mejores que él. No se le pedía que demostrar cortesanería, sino audacia, que exhibiera sus habilidades en la buena y educada conversación, y que supiera decir con levedad pensamientos profundos… No se sentía un siervo, sino un duelista, al que se le reclamaba un denuedo cabalmente mental” (Eco, 1995, pp. 133). [volver]

[9] Para Foucault este momento de quiebre se da con el surgimiento de nuevos dispositivos de poder que pueden agruparse en dos categorías diferentes: la anatomo-política y la bio-política. “De un lado existe esta tecnología que llamaría disciplina. Disciplina es, en el fondo, el mecanismo del poder por el cual alcanzamos a controlar en el cuerpo social hasta los elementos más tenues por los cuales llegamos a tocar los propios átomos sociales, esto es, los individuos. Técnicas de individualización del poder.” (Foucault, 1991). La bio-política es el otro grupo de tecnologías que alumbra este período (la otra familia, diría Foucault) y que se asienta en el lugar opuesto al de la disciplina. No busca la individualización, sino que hace de su blanco al conjunto, es decir a la población. El poder descubre que su mandato se ejerce no simplemente sobre un grupo humano más o menos numeroso, sino sobre seres vivos regidos o atravesados por leyes biológicas y que éste también es un ámbito de ejercicio del poder. Estas tecnologías se concentrarán en la regulación de los aglomerados humanos en forma despersonalizada: el urbanismo, la higiene pública, las políticas encaminadas a modificar las tasas de natalidad o mortalidad, van en esta vía. Podríamos agregar -como ejemplo actual de bio-política- los intentos de reducir las tasas de desempleo y subempleo. [volver]

[10] El término alemán Öffentlichkeit es traducido a veces como publicidad, pero no posee una traducción precisa ni al castellano ni al inglés. La palabra alemana aún hoy incluye la connotación de puesta a consideración pública, a diferencia de nuestra lengua en donde se ciñe en la práctica al anuncio comercial, ya sea de un producto o de una idea. [volver]

[11] Aunque esta visión no ha considerado suficientemente el carácter específicamente burgués y masculino de la esfera pública, vale decir excluyente para un importante número de individuos de la época (esta crítica ha sido realizada varias veces, especialmente por la teoría feminista, y ha sido reconocida por el mismo Habermas). [volver]

[12] Para algunas críticas muy sugerentes en este sentido, véase Debray, 1995. [volver]

[13] Las inundaciones del Litoral, por ejemplo, son, para la televisión, la imagen de una vivienda inundada (en la última etapa del menemismo, la Home Page de la Secretaría de Desarrollo Social exhibía una foto del Secretario Ramón Ortega “con el agua hasta las rodillas” en el Litoral. Una buena política de imagen recomienda dejar de lado las poses más protocolares a que estábamos acostumbrados). La respuesta del gobierno central es la visita del funcionario de turno. No hay formas sencillas de traducir en imágenes las políticas de desarrollo implementadas o ausentes, la incidencia de las inundaciones en el conjunto de la economía de la región, los créditos BID, sus requisitos y la incapacidad de las economías regionales de utilizarlos por falta de recursos financieros para su devolución o de recursos técnicos para la elaboración de los proyectos, etc., etc. [volver]

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