Publicado en Pensando en los márgenes (de la risa, la ficción y otras cuestiones poco tratadas), Premio del Certamen “Fondo Editorial 2005″ de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Comodoro Rivadavia.

La risa es cosa seria. Descalabra el mundo o lo disuelve. Es nihilista. Hagamos esta experiencia difícilmente refutable: pronun­ciemos las palabras más graves o veneradas y riámonos de ellas. O riámonos de las creencias y convicciones más sagradas, en las que nosotros, claro, no creemos: será una manera de pulverizadas, de convertirlas en “objeto de risa”, de volverlas ridículas y reducirlas a nada. Tomemos, en cambio, las convicciones y creencias en las que nosotros sí creemos más firmemente, las que nos guían en aquellas decisiones en que “se nos va la vida”. Ya no nos será fácil reírnos de ellas. Y seguramente no admitiremos que otros lo hagan…

Al derrumbar el mundo, la risa nos devuelve al caos (del que podemos dudar que alguna vez hayamos salido). El menospreciar la seriedad de las grandes configuraciones del mundo, donde las cosas adquieren algún sentido, clasificación y jerarquía, el ridiculizar las creencias más sacrosantas o valoradas, es fuente de desorden. Una fuente peligrosa. Una actitud revoltosa y transgresora. Kundera, en El libro de la risa y el olvido, llama la atención sobre esto… y nos reconforta:

Las cosas, repentinamente, privadas del sentido que se les supone, del lugar que tienen asignado en el pretendido orden del mundo, provocan nuestra risa. La risa pertenece, pues originalmente al diablo. Hay en ello algo de malicia… pero también algo de alivio bienhechor (las cosas son más ligeras de lo que parecen, nos permiten vivir más libremente, dejan de oprimir­nos con su austera severidad).

Lo cómico es lo diabólico, aventuró Baudelaire. Ver lo que cau­sa risa bajo esta metáfora inquietante es entendible. La risa quiebra el ordenamiento dado y establecido por la divinidad. Además, los filósofos lo saben (o al menos debieran): el dios de la metafísica de Occidente es grave, ceñudo, serio, severo. Impone orden. Un or­den que suele volverse rígido, inflexible, donde todo ya tendría de una vez para siempre su lugar y su sentido. Un orden que acaba siendo asfixiante, opresor, invivible. La vuelta al desorden trasgresor entonces nos quita pesares y nos libera.

Esa vuelta, ese revolver todo, es su malicia nihilista. Y su gesto benefactor. Nos alivia del gravamen-de la severidad y nos aligera de las pesadumbres y congojas insoportables de la vida.

La seriedad del dios metafísico es intimidante. Él no ríe, ni jue­ga. Piensa y ordena y lo hace “en serio”. Por eso, no es fácil hablar de la risa entre nosotros. Para colmo: el Antiguo Testamento con­dena la risa como cosa de necios o de locos; y no ha quedado consignado en los Evangelios que Jesús se haya reído (sí, por ejem­plo, que se enojó y que lloró). Además, se perdió la parte de la Poética aristotélica dedicada a la comedia y a la risa que quizás hubie­ra podido darnos una visión más ajustada y sabia de ellas. Encima, el hombre moderno, que todavía vive en nosotros, ha sido un hom­bre estricto, serio, severo. Lo importante, lo esencial para él, no puede ser cómico, ni mover al espasmo ridículo y deformante de la risa. El tono serio del moderno es “de rigor”.

No sólo fue tono grave (a veces pomposo y afectado hasta la auto-caricatura) el de gobernantes, jefes militares, autoridades eclesiásticas, empresarios, hombres de negocios, mafiosos, edu­cadores, terapeutas, críticos de arte. También lo fue el de pen­sadores, hombres de ciencia, intelectuales, académicos “de nú­mero”…

El sabio – sostiene Baudelaire en Lo cómico y la caricatura- se lo piensa mucho antes de permitirse reír… y, en segundo lugar, lo cómico desaparece desde el punto de vista de la ciencia y de la potencia absolutas. Ahora bien, invirtiendo las dos proposicio­nes, tendríamos que la risa es por lo general privativa de los tontos [“Exactamente la fórmula del Eclesiastés VIII, 6-7″, dice en nota a pie de página], y que siempre implica en mayor o menor medida ignorancia y debilidad.

Voy discurrir, pues, en este escrito sobre la risa, su oposición a la seriedad, su carácter diabólico, su lado salvífico, y su sabiduría car­navalesca.

¿Risa sabia?¿Risa loca?

En su libro La risa -un texto clásico publicado en París en el 1900-, Bergson provocadoramente dice que la risa se desliza y escapa a la investigación filosófica. O peor, se yergue y la desafía alta-neramente. Pocas cosas duelen al pundonor del intelectual, normalmente pagado de sí mismo y de sus convicciones y cono­cimientos, como le duelen que se rían de sus ideas o las menos­precien. Suele defenderse calificando de necios o ignorantes a quienes así se ríen.

Hubo, sin embargo, filósofos que hicieron de la risa una mues­tra de sabiduría. Demócrito, bautizado en el Renacimiento como “el risueño” o “el que ríe” ha sido quizá el caso más famoso. A raíz de este rasgo típico de él y bajo la forma de cartas que se atribuye­ron a Hipócrates, el famoso médico, se tejió entre los siglos III y I antes de Cristo, la siguiente anécdota.

Los compatriotas de Demócrito, naturales de Abdera, le pidie­ron a Hipócrates que viajara a esa ciudad para curarlo.

Creían que estaba loco de remate. Presentaba básicamente cua­tro síntomas: 1. ideas extrañas; 2. insomnio; 3. vida solitaria; 4. risa per­manente.

Los Abderitas lo acusaban de que se reía de todo, no importan­do si era vil o venerable, que la vida para él no valía un comino, que su facha era muy dejada, deplorable, y que hacía cosas raras: diseca-ha animales (¿y cadáveres humanos?), escuchaba el canto de los pájaros, cantaba por las noches en voz baja para sí mismo.

Leyendo la carta, Hipócrates barruntó que Demócrito, no obs­tante fas apariencias, estaba en su sano juicio. A lo sumo podía padecer la conocida melancolía de los intelectuales, artistas, poetas y políticos (señalada por el Problema XXX, de Problemata, una obra adjudicada a Aristóteles, erróneamente para algunos). Además, con­forme a la busca de la sabiduría de su época, las mentes fuera de lo común tenían por irrisorios los asuntos humanos, de modo que necesitaban aislarse en soledad. Deseaban estar libres de perturba­ciones y vivir en quieta paz. El filósofo mostraba fortaleza anímica ignorando la familia o menospreciando bienes materiales. Estaba, pues, convencido Hipócrates de que los Abderitas no iniciados en la filosofía juzgaban a Demócrito equivocadamente.

Llegado a Abdera se confirmaron sus sospechas. Demócrito no estaba loco en absoluto. Todo lo contrario. Más aún: disecaba animales porque ¡estudiaba la locura! Quería aprender sobre la bilis, considerada su causa. ¡Cuánto le hubiera gustado a Hipócrates haber tenido tiempo para una investigación semejante, de suma importancia médica! “Que te lo impide?”, le preguntó Demócrito. ¿Los hijos?, ¿el matrimonio?, ¿los bienes?, ¿el dinero?, ¿la enfer­medad?, ¿la muerte? La ironía es patente. No había caso: burlán­dose de Hipócrates, Demócrito hacía burla de las preocupacio­nes humanas. Las reputaba nimias, irrisorias, fuentes de proble­mas y desgracias. Hipócrates no obstante le manifestó su des­acuerdo. La falla para él no era de los hombres sino de la natura­leza que los ha hecho seres necesitados y frágiles, objetó. Enton­ces con una típica diatriba cínica, Demócrito le habló de la inuti­lidad del hombre.

Hipócrates dejó Abdera convencido de que la risa del filósofo era la de un sabio y un signo de la mejor salud. Así le cuenta en carta a un tal Damágeto: “Mi conjetura, Damágeto, resultó ser cierta. Demócrito no está loco; es más bien el hombre más sabio que he visto. Con su conversación me hizo más sabio, y por mí a todos los demás hombres”. Nada menos…

Platón, en su diálogo Teetetos (174c-175b) trae, por su parte, un cuadro donde los hombres comunes y corrientes de la ciudad se ríen y desdeñan al filósofo. Lo toman por un inservible que vive en las nubes (no ve lo que tiene delante de sus narices, cayéndose en un pozo como Tales por andar mirando embobado los cielos); un ser incapaz de desempeñarse bien en los asuntos humanos como la mayoría; un ser alejado de las verdaderas delicias de la vida. El filósofo, a su vez, se ríe de quienes elogian a los gobernantes, o se enorgullecen de tener unos metros de tierra o se vanaglorian de sus ancestros o de cualquiera de las pequeñeces humanas o cuyos goces se reducen los placeres más groseros de la vida.

La risa que Platón describe es la de un intelectual. Como Demócrito, está convencido de que los afanes y preocupaciones del común de los mortales son irrisorios para aquel que está ocupa­do en la contemplación de la naturaleza en su conjunto hasta en sus más mínimos detalles; para aquel que, siempre perplejo en aporías o falta de certeza, indaga “los abismos de la tierra” (Píndaro), las estrellas, el firmamento y “más allá de los cielos”. Pero ya no es una carcajada despreocupada. Hay en esa risa cierto desdén encubierto, solapado. No es espontánea, como la de los niños; ni estruendosa y desfachatada como la del carnaval.

La risa de Nietzsche

Si algún filósofo ha insistido en el poder disolvente y nihilista de la risa, ése ha sido Nietzsche. Aseveró en su Zaratustra:

No sólo con la cólera, sino con la risa se mata. ¡Adelante! ¡Mate­mos el espíritu de la pesadez! ( “Leer y escribir”)

Y yo les he ordenado que derriben sus antiguas cátedras [.…] les he mandado que se rían de sus grandes maestros de virtud, de sus santos, de sus poetas, de sus salvadores del mundo.
Les he mandado que se rían de sus sabios austeros [..]
También gritaba y reía en mí mi sabio anhelo – una sabiduría verdaderamente salvaje – mi gran deseo alado nacido en las monta­ñas. (“De las antiguas y las nuevas tablas”)

Quien más a fondo quiere matar, ríe (“La fiesta del asno”)

¿Cuál es ese “espíritu de la pesadez” que hemos de matar? El pensar ‘que se quiere serio, grave, solemne, profundo, amonesta. Carece de alas y no vuela ligero como la risa.

En la mayoría de los hombres el intelecto es una máquina pesa­da, sombría, rechinante, que cuesta poner en movimiento: cuando quieren trabajar y pensar bien con esta máquina, lo llaman “tomar en serio el asunto” – ¡oh, cuán fastidioso tiene que serles el pensar-bien! Tal como parece, la amada bestia hombre pierde el buen humor cada vez que piensa bien: ¡se pone “serio”! Y “en donde hay risa y jovia­lidad, nada vale allí el pensar” – así suena el prejuicio de esta bestia seria y contra de toda “ciencia jovial”. – ¡Pues bien! ¡Mostremos que es un prejuicio! (La gaya ciencia, # 327)

El discurso serio se opone con fiereza al que se toma las cosas “a la risa”: es justamente “poco serio”. A veces lo ataca con severi­dad extremista. Pero, por lo general, lo supone frívolo, superficial, pasatista, inadmisible. Mera diversión que aparta a los hombres de los problemas graves que vulneran y desgarran sus carnes, y destru­yen sus trabajos, sus plantíos y sus días.

El discurso risueño, pese a todo, carga contra el severo discurso del pensar serio y denuncia sus lagunas o contradicciones, sus hipo­cresías o mentiras, su ridiculez, o su miseria. Y hasta llega mofarse, en algún caso, de su peligrosidad para las frágiles y sufridas carnes de los hombres, para el huerto bullicioso y colorido de las delicias de la vida.

El pensador serio cree que la risa se suelta obscenamente cuan­do ya no se tienen argumentos. La risa estallaría como ultima ratio. Un recurso de lo último en los debates, al faltarle a uno razones con qué refutar al oponente. Nietzsche enarboló su bandera: “¡Mos­tremos que esto es un prejuicio!”, fue su proclama.

Tajemos este asunto: no era una refutación la risa de Demócrito. Era un efecto. Consecuencia lógica ante la escena patética de la vanidad y ridiculez de todo lo humano. De la misma manera, la risa para Nietzsche no intenta – a la moderna – superar los argumentos de otros oponiéndoles argumentos supuestamente más certeros y verdaderos. No: para él se trata de poner de manifiesto, de paro­diar y desacralizar, mediante la risa, el carácter insignificante, míse­ro, irrisorio, demasiado humano de los valores ascéticos, de las grandes ideas, fundamentos e ideales que sustentan las cosmovisiones.

Si con el Dios de la metafísica es difícil reír – si no imposible -, con su muerte, con la muerte de la moral vigente y aun de la gra­mática, podemos hacerlo. Pero, en el Zaratustra, la risa del hombre de la plaza y del mercado es la de aquel que no puede soportar un acontecimiento demasiado desgarrador: la caída angustiosa en el abis­mo vertiginoso de la nada. Se ríe porque no tiene más remedio, porque no tiene en qué sostenerse. Y esa risa ocultaría lo terrible y pavoro­so de su situación. Es la risa de un enloquecido…

Por tanto, sostiene Mónica Cragnolini, la risa disolvente no nos cura del morbo oscuro de la decadencia. Otro tipo de risa nos permite enfrentar de nuevo el vacío del abismo con alegría, con ligereza, con voluntad de superficie: es la risa creadora: la risa del filósofo artista, la que forma parte de su obra de arte. La risa del filósofo artista aligera los conceptos, sacándolos de su habitual “egipticismo” para adaptarlos a la posibilidad de perspectivas, al cambio del punto de vista y a la multiplicidad de las miradas y los ojos. Porque una vez desaparecido el ojo único – la arkhé del siste­ma – los ojos se multiplican.

La risa construye una visión compuesta de múltiples puntos de vista. La visión que se cree única es risible. Pese a todo, la de Nietzsche fue la risa fría de un intelectual. Tomó demasiado en serio su oficio de filosofar a martillazos. Leáse Ecce Homo. Un filósofo es para él una tormenta que camina grávida de rayos (como los de Zeus); un hombre fatal, rodeado siempre de truenos y aullidos y gruñidos y acontecimientos inquietantes. Lo dice textualmente en el 292 de Más allá del Bien y del Mal.

Con ceño fruncido habló de la risa, de su función disolvente o creadora y expuso de qué reírse. No supo reírse de sí mismo, y menos aún de sus ideas, ni de sus vislumbres ni de sus conjeturas verosímiles. Su dionisismo fue de texto académico: pura imaginación idealizada. En su vida real, no supo festejar, ni danzar, ni vivir sin bibliotecas (como le confesó a su hermana cuando lo invitó a venir al Para­guay)… Y encima, quién diría, ¡detestó el vino!

Pese a estas contradicciones, que a él también lo vuelven risible (y no tengamos pudor entonces de, burlarnos de sus exageradas proclamas filosóficas), vislumbró sin embargo una risa distinta, la verdadera risa de la cultura (que como buen intelectual europeo la hace caer erróneamente del lado de la filosofía, también ella ridiculizable). Así lo expuso en la obra que acabo de citar (# 294):

A despecho de ese filósofo que, como genuino inglés, intentó crear entre todas las cabezas que piensan una mala fama al reír – “el reír es un grave defecto de la naturaleza humana, que toda cabeza que piensa se esforzará en superar” (Hobbes) -, yo me permitiría incluso establecer una jerarquía de los filósofos según el rango de la risa – hasta terminar por arriba con aquellos que son capaces de la carcajada áurea. Y suponiendo que también los dioses filosofen, cosa a la que más de una conclusión me ha empujado ya -, yo no pongo en duda que, cuando lo hacen, saben reír también de una manera sobrehumana (übermenschliche) y nueva – ¡y a costa de to­das las cosas serias! A los dioses les gustan las burlas: parece que no pueden dejar de reír ni siquiera en las acciones sagradas.

Digamos pues algunas cosas de esta risa sobrehumana y vieja, no tan nueva, como él cree, que suspende el filosofar por unos días y le da asueto a su penoso y cotidiano esfuerzo. Luego nos aban­donaremos a ella y nos pondremos a festejar.

La risa ritual

En muchas culturas – y la griega no fue ajena a esto [1]- la risa es el privilegio de la divinidad (quien se ríe del diablo y puede reírse con él). Los hombres participan de este privilegio y, en cierto tipo de ritua­les, comulgan con la risa sagrada de los dioses [2]. Bajo esta dimen­sión, la risa, en especial la risa enmascarada es también fuente de enseñanzas. Un hecho algo difícil de comprender por el pensa­miento filosófico y científico occidental, porque el “dios” de su metafísica, sea ésta incluso atea o agnóstica, no quiere enmascararse sino desenmascarar y, como ya dije, no se ríe. Frunce el ceño. La creencia en la divina “seriedad” de la fe o de la teoría – un antropomorfismo también – vuelve incomprensible a la risa para el conocimiento de las cosas y dificulta la captación de su sentido.

Bajtín ha expuesto con su conocida lucidez y perspicacia el ca­rácter de la risa en el Medioevo y el Renacimiento (rasgo que cam­bió a partir del siglo XVII): implica un sentido universal del mundo y de la vida. Esta risa “ritual”, especialmente en el rito del carnaval, se ríe de los mismos que se ríen. Nada ni nadie queda inmune o a salvo de sus burlas y risoteo desenfrenados. Su mofa risueña quita seriedad al mundo. Lo vuelve “nada”: es nihilista. Por eso fue cho­cante para el severo y estricto hombre moderno. Se le hizo difícil (aún hoy) entender la farsa burlona y la carcajada sin prejuicios de los carnavaleros que no se cuidan de los discursos “políticamente correctos”.

Risa extraña, ambivalente porque no perdona a nadie y sin em­bargo está destinada a la absolución de todos y a ser fuente de vida [3]. Una risa a veces desaforada hasta ver ridículo su propio grotesco y se ríe entonces de sus propios desafueros. He aquí unas de las peculiaridades del carnaval: no está siquiera atado a su propia bufonada, ni a sus bromas ni a sus chanzas. Por eso se burla de sí (o puede hacerlo… si se le da la gana). Absuelto de todo, se absuelve a sí mismo. Bajo esta perspectiva, es el perdón universal, ¡aun de aquellos que ridiculiza y condena! Una vez que ha sancionado, se sanciona a sí con la muerte -el Rey Momo ha de ser sacrificado y enterrado- liberando de esta forma a sus condenados y devolvién­doles la vida.

Por este reírse de todo y de todos, por este estar libre de sí mismo y de reírse de su propia payasada, cualquier cosa que se diga de su risa según códigos ajenos al festejo, según pautas y maneras de hablar propias del tiempo ordinario, no festivo, puede ser even­tualmente objeto de ludibrio y volverse ridículo. Esta ambigüedad absoluta de la risa y de la máscara carnavalesca la vuelve de difícil tratamiento para la teoría. [4]

La risa del carnaval, al quitar temporalmente seriedad al mundo entero no sólo es universal sino también crítica. Enjuicia, si lo cree oportuno, las iniquidades, injusticias y estupideces del diario vivir. Sabe que es capaz de conocer y experimentar lo que los bien-pen­santes desconocen, niegan, ocultan o rechazan. Puede ridiculizar a quienes se oponen y combaten al carnaval con discursos y moralinas que no corresponden al sentido autónomo que posee la fiesta para sus participantes. Y es avezada en mofarse de quienes creen enten­derlo todo acerca de sus acciones festivas con sesudas interpreta­ciones intelectuales. Pero como he dicho: esa crítica universal es al mismo tiempo benevolente: perdona a los mismos que condena o pone en ridículo. Y su enjuiciamiento tiene una vigencia ocasional, corta y pasajera: sólo durante la época del festejo y dentro de sus códigos y cautelas rituales.

En nuestra cultura dominada por un discurso, por un logos, muy pagado de sí mismo, muy creído de sus sospechas, muy seguro de lo certero y agudo de sus interpretaciones, con un convencimiento tenaz difícil de debilitar, ha querido ver en la risa liberadora una negación ilusa del horror de la existencia para hacerla llevadera, un conjuro imaginario del espanto, una forma de encubrir la desnuda realidad amenazada por el terror y el caos, un sortilegio contra el miedo a la muerte o el creerse circundado por la nada.

Más allá de la justeza de estas suspicacias, son parciales y dejan que desear. Pueden ellas ser una forma muy pobre y miope de entender la risa de las carnavaladas. Ella es pariente (o heredera) de la risa sacrílega del bufón ceremonial.

El bufón o clown ceremonial es quizás la figura más conocida y estudiada de la risa sagrada. Personaje enmascarado, hace su apari­ción en muchas fiestas y rituales de Africa, Norteamérica, Asia, Europa (especialmente en el Medioevo) y Latinoamérica. Con fre­cuencia encarna el célebre burlador tramposo (Trickster) de tantos mitos de la literatura religiosa universal.

En las reuniones tribales más solemnes y sacrosantas, el bufón trae a la escena ritual y expone delante de todos, sin pudores ni censuras, lo rechazado y excluido: violencias, escarnios, locuras, in­sultos, malas palabras y gestos, explícitamente sexuales, irreverentes y sin decoro. Transgrede y quiebra sacrílegamente las normas y las convenciones de la vida ordinaria. O sea, conculca los cuidados establecidos en todo grupo humano para evitar males irreparables, generadores de conflictos y enfrentamientos peligrosos. Juega con el fuego. Se ríe de las creencias, leyes y costumbres más veneradas y temidas; y provoca afecto, risa, burla, odio y angustia por sus trans­gresiones sacrílegas. No respeta nada ni a nadie, su licencia es total y golpea con tanta más saña cuanto más digno de veneración y res­peto es el objeto blanco de sus escandalosas agresiones. Goza por­que puede exponer la verdad cuando lastima o levanta los velos de la hipocresía.

Cinco son principalmente los ámbitos de sus provocaciones: lo sagrado, la cultura, el sexo, la fortuna y el poder. Ámbitos de fuer­zas, significaciones y valores que ordenan la condición humana de los hombres,y también la desordenan, he ahí lo sutil y decisivo: 1) Lo sagrado – que delimita lo inviolable y hace posible la vida – puede constituirse en una sobrecarga destructora. 2) La cultura – que apor­ta el sentido con los símbolos, las jerarquías y las leyes, organiza la vida y da los medios de sustento y sus terapias – puede negar aspi­raciones o necesidades legítimas de los individuos. 3) El sexo – que satisface con gozo sus pulsiones y perpetúa al grupo – se convierte en el terreno de lo reprimido, de las violaciones y de las torturas mutiladoras en actos de venganza o en ritos específicos. 4) La fortu­na – la suerte que concede oportunidades desiguales y cambiantes – presenta su lado maléfico: la desgracia o el infortunio, esto es la mala suerte. 5) El poder – que ordena, protege, unifica y sanciona la justicia – cede a las tentaciones de la opresión, la violencia, la menti­ra, la arrogancia y las arbitrariedades.

Justamente, es la ambivalencia de los aspectos más serios de la vida de los hombres, la que da pie a la actuación enmascarada del bufón ceremonial. Él rebaja la comunicación con los dioses; se burla de las actitudes rituales; atenta contra los decoros, que impo­ne la cultura, con comportamientos bestiales o salvajes, con su len­guaje soez, con vestimentas indecorosas y ridículas; escandaliza con sus simulacros de vulvas y penes exagerados y expuestos, o con sus imitaciones de cópulas aún en los altares, o incitando a la licencia sexual irrestricta e incestuosa; se mofa de las desgracias y de los defectos físicos ajenos con caricaturas exageradas hasta lo grotesco y lacerantes. Además, puede burlarse de quien posee el mando del grupo y hacerlo con total impunidad. También él es sagrado e in­violable cuando pone de manifiesto, dentro de las normas rituales, la severidad, las arbitrariedades, las injusticias, las incongruencias, los delitos, las debilidades, las aberraciones, la crueldad, en definiti­va el lado oscuro e inconfesable del poder político.

Es, pues, un creador de desorden por medio de la dramatiza­ción sagrada del ritual. Un actor necesario, un antihéroe, un trasgresor de todos los límites prohibidos, cuya máscara revela, por un lado, el carácter convencional y contingente de los ordenamientos huma­nos, incluidos los más sacrosantos y constrictores. Por otro lado, en clave más psicológica pero no la más decisiva, hace públicos los deseos, fantasías y transgresiones de la comunidad que el orden de la vida “ordinaria” ha de censurar y reprimir necesariamente para evitar conflictos y desórdenes que la amenazarían. Ninguna cultura podría soportar en el ordenamiento de la vida diaria de su gente sus transgresiones sacrílegas o irreverentes. Sólo son aceptables, con los debidos recaudos rituales, en el recinto sagrado de la celebra­ción; jamás fuera de él. Uno de esos recaudos, dado que se ha de volver al tiempo normal, es con frecuencia la sanción que recibe por sus procacidades, desmesuras y profanaciones sagradas.

Y, además, con su risa sagrada, hiriente e irrespetuosa, escarne­ce y ultraja a la autoridad política a la que enrostra sus abusos, iniquidades o felonías. Pero, por sobre todas las cosas, subraya el carácter extraordinario del ritual, su poder de purificación y su se­paración tajante con el orden cotidiano de la vida normal sujeta a reglas y prohibiciones.

Lecciones sapienciales de la risa

A pesar de su carácter satírico, risueño, payasesco y liberador, este personaje, querido y esperado por los celebrantes del rito o del festejo, también despierta odios, angustias y miedos. Su papel en el rito es ambivalente como lo es el desorden que encarna. Sin em­bargo, deja algunas lecciones sapienciales para la vida de la comuni­dad.

Una, su risa y su burla (que suscita la risa y la burla de la audien­cia) quita seriedad y peso a lo que los hombres tienen por lo más grave y venerado porque encarna la risa de los dioses que se ríen de la vida y de los asuntos que los mortales consideran serios. La risa – afirma Octavio Paz, en Signos en rotación – “devuelve el universo a su indiferencia y extrañeza originales: si algún sentido tiene, es divina y no humana. Por la risa el mundo vuelve a ser un lugar de juego, un recinto sagrado, y no de trabajo. [...] El trabajo es serio; la muerte y la risa le arrebatan su máscara de gravedad”.

En realidad, la risa, en cuanto privilegio de la divinidad, va mu­cho más allá: puede restarle seriedad a lo “sagrado” de la vida diaria. Son incontables los testimonios de esto en la literatura antropológica. La risa ritual “sacrílega” aligera el peso demasiado humano con que se carga lo sagrado en el vivir habitual y del que los mismos dioses se ríen. Todo lo humano es en cierto sentido ridículo ante sus ojos, incluso la forma que los hombres tenemos de entender y actuar la relación para con ellos. Reírse, pues, junto con los dioses de lo más solemne y grave, lo sagrado – en ninguna cultura, hasta la edad moderna de los europeos, el trabajo ha sido lo más grave y serio -, es un modo sublime y místico de participar de lo divino [5].

Otra enseñanza: la desacralización ritual de lo que en el orden cotidiano es lo más sacrosanto, hecha por la risa sagrada del bufón, tiene un efecto saludable. Deja abierta una instancia superior a la que remitirse cuando los poderes ordinarios (políticos o religiosos) se extralimitan y se constituyen en la instancia de juicio y condenación última, absoluta, inapelable e impune, o cuando conculcan sus obli­gaciones y compromisos para con los miembros de la etnia asfixian­do sus vidas o procediendo con iniquidad o con perfidias. La risa los obliga a refrenar su orgullo y a mantenerlos más cerca de la comunidad. [6] En la alegría liberadora de esta clase de fiesta, que detiene el brazo del castigo humano y la pena de muerte, nuestros cuerpos se saben resguardados y pueden vivir confiadamente unos con otros.

Y una tercera es la distinción entre la realidad que revela, en el interior del rito, la máscara grotesca del bufón ceremonial y la rea­lidad que han de enfrentar los hombres en su vivir cotidiano. Su carácter de ficción ritual impide confundirlas y la audiencia com­prende perfectamente los códigos de esa diferencia.

Entre el orden desordenado de la risa ritual y el orden con su desorden concomitante de la vida ordinaria no hay simetría estric­ta. Dentro de las pautas de la celebración casi todo es posible, incluso la irreverencia más “desaforada” porque ella es también sacra y extraordinaria. En cambio,’ la misma trasgresión no es ad­misible en el ordenamiento de todos los días. Y sería castigada con la pena más severa. El desorden ritualizado del humor sacro -algo que para nosotros ya suele carecer de sentido y resultarnos incomprensible- está en función de una sabiduría para la vida diaria pero no para su replicación literal en ella. Por eso el bufón al final es castigado o muere ritualmente. Esa es su enseñanza: saber reírnos de nosotros mismos sin por ello dejar de guardar ciertos respetos necesa­rios que hacen posible la vida cotidiana. La risa ritual y la risa ordi­naria pertenecen a mundos distintos. Hay que mantenerlas separadas, como separados son sus mundos.

Esta separación no es total porque además de que se cuelan subrepticiamente maneras indebidas en uno y otro sentido (dada la porosidad de las fronteras), también se establece en muchos casos qué es lícito pasar de uno a otro mundo y la forma de hacerlo debidamente y que no. En las culturas de la tradición estas “formas debidas” están determinadas desde el rito. En los tiempos moder­nos los mismos festejantes que son a su vez “ciudadanos” comu­nes, o miembros de la sociedad a la que pertenecen, suelen mayoritariamente juzgar, sin planteárselo conscientemente en cada caso, que es debido o indebido.

Pero contra lo que se suele decir, los criterios de “corrección” de las normas sociales no siempre están impuestos por las ideolo­gías hegemónicas en la vida cotidiana. En ocasiones, la experiencia de lo vivido en el rito impregna los criterios para evaluar la acción sensata o pertinente en situaciones concreta de la vida diaria. A veces contra los criterios de valoración predominantes.

Volviendo al carnaval…

Su risa tiene, mutatis mutandis, los rasgos descriptos de la risa sacrílega. Y también en él se mantienen separados, cuanto se pueda, dos mundos distintos. Uno, el de todos los días, con sus normas, sus jerarquías, sus estructuras, sus diferencias, sus bondades y males, sus justicias e injusticias. Otro, fuera de lo común y cotidiano, el mundo carnavalesco donde, con su borrado o tachadura del coti­diano, se gozan otras experiencias de la vida humana.

Pero el orden fundamental que se instaura con el carnaval es ese mundo dividido en dos. No se trata de la división entre un mundo oficial y otro no oficial basado en expresiones populares. En esto hay que corregir a Bajtín. Se trata de la división entre uno ordinario (oficial y no oficial) y otro extraordinario que se aparta de aquel y suspende tanto cuanto puede su vigencia durante la celebración, con códigos totalmente otros. Con la fiesta se consagran ambos mundos que han de coexistir para la salvaguarda de dimensiones humanas que sólo puede vivirse en uno y otro mundo. Los que festejan lo saben y no los confunden: los mantienen separados y paralelos, irreductibles entre sí, basta donde creen necesario y pueden, evi­tando que se excluyan mutuamente o que uno invada y quiera do­minar al otro. El carnaval sería, entonces, una modo étnico de afir­mar que los hombres necesitan un mundo dual a fin de experimen­tar ciertas dimensiones de la vida y estar, al mismo tiempo, a res­guardo de todo aquello que desgarra el ideal de una comunidad humana universal, inalcanzable en un tiempo único ordinario, cual­quiera sea la forma de concebirlo y organizarlo, cualquiera sea la bondad del orden que se establezca.

En el carnaval, con frecuencia, se enrostran los pecados, las fe­lonías, las hipocresías, las iniquidades, las injusticias y las estupideces y se hace burla incluso de lo más sagrado del diario vivir. Pero al reírse la gente de su propio enjuiciamiento quedando todo perdo­nado y sin castigo, enteramente absuelto, ni él ni su risa pueden ser modelos de la totalidad. En la vida diaria no se puede perdonar todo, so pena de que la vida en comunidad se transforme en un infierno. Sólo carnavalescamente es posible la vivencia de un perdón universal, sin que se ponga en peligro la convivencia ordinaria.

Debido a esto, como los festejantes lo saben muy bien, el rey Momo ha de morir. Y no se remiten a esperanzas utópicas. No esperan la desaparición definitiva de los males en un tiempo por venir. Celebran apenas el gozo temporal de conceder el perdón del dios a todos los que festejan. El carnaval les posibilita vivir la ino­cencia original, bajo ciertas condiciones: deponiendo las armas, los odios o las violencias homicidas, recibiendo de buen grado las bur­las o aceptando que se saquen los trapitos al sol de todos, especial­mente los de los gobernantes, de los encumbrados, de los podero­sos, de los que ven con menosprecio o espanto las licencias y locu­ras carnavaleras del común de la gente.

Cuando se hayan acallado los clamores de las disputas por la totalidad, y los debates actuales hayan muerto, probablemente los carnavaleros seguirán festejando, y tendrán quizás nuevos embates que resistir, nuevos mundos que suspender, nuevas formas y ma­neras de disfrutar las delicias de la vida, nuevas cosas de las que reírse. En una palabra, seguirá la historia del carnaval igual a como ha venido siendo desde hace milenios.


Notas

[1] Los dioses homéricos eran alegres. La sonrisa era distintiva de Afrodita. Ver en Ilíada, I, 599, las conocidas palabras de Hornero sobre la inextinguible sonrisa de los dioses. Un poco antes ha hablado de la sonrisa de Hera. Cf. también Odisea, VIII, 327. [volver]

[2] Según esto, podríamos interpretar el famoso “diablo que anda suelto” en el carnaval como un daimon, un ser “demónico”, con que los dioses se regocijan en enviarlo para dislocar los poderes humanos, las estructuras sociales, las normas y las iniquidades y permitir de esa manera a los hombres aligerarse con la risa sacrílega que comparten con ellos. A fin de evitar malos entendi­dos: este diablo es la máscara misma con su risa (que todo confunde y trastrueca) que da testimonio de los poderes a cuya merced están los hom­bres irremediablemente. Con las máscaras los humanos participan de este juego peligroso librándose a su soberanía, confiando alegremente en las bue­nas consecuencias de tal entrega sacrílega. Las diabluras del carnaval consis­ten en soltar el desorden (nunca dominable en definitiva por ningún poder humano), ese “desorden divino”, tapado o negado por el orden establecido para la vida normal. Orden este que, más allá de su necesidad, más allá de sus innegables beneficios, más allá de sus intenciones y proclamas, es siempre estrecho, rígido, encorsetante, punitivo, arbitrario, cruel, y, si se absolutiza, mortal. [volver]

[3] En el folklore europeo, como lo ha señalado Propp, la risa tenía que garantizar la fertilidad de la tierra y la fecundidad de toda la naturaleza. Ello explicaría para él el que en ciertos mitos y cuentos la diosa asiste al parto sonriendo, que el héroe se reconozca vivo en el reino de los muertos si se echa a reír, que la risa de la princesa haga florecer las flores (como todo revivió de nuevo cuando Perséfona volvió a reírse), etc.. Esto explicaría también la risa durante los funerales: reír sobre las tumbas significa que lo que está muerto puede volver a renacer. La risa carnavalesca que acompaña la muerte del muñeco de carnaval tendría ese mismo significado mágico antiguo la risa no influía sobre la natura­leza de forma inmediata sino que a través de las personificaciones antropomórficas de la fiesta, que asesinadas resurgían bajo forma de hierbas o cereales, provocaban la cosecha. [volver]

[4] El carnaval es un fenómeno resbaladizo que se escabulle continuamente a ser apresarlo por la mirada del teórico. Está dominado por las creaciones dramáti­cas, que a veces son acontecimientos únicos e instantáneos, por la multiplica­ción confusa e inclasificable de las máscaras y de los papeles, por las conductas astutas y sutiles, por los gestos y los guiños de ojos imperceptibles a los extra­ños, por los sobreentendidos que implican una historia carnavalesca inmemo­rial, etc.. En esto se asemeja al medio ambiente urbano descripto por M. Delgado quien se pregunta: “Si es así, ¿cuál es la posibilidad, en tales condicio­nes, de desarrollar una etnografía canónica, como la practicada en contextos exóticos, o al menos respetuosa con ciertos requisitos que suelen considerarse innegociables?” (1999: 44). [volver]

[5] Parafraseando a M. KUNDERA quizás sea ajustarlo decir que el arte inspirado por la risa de Dios (y el carnaval se encontraría dentro de ese arte) es, en una de sus dimensiones más decisivas, un contradictor de las certezas ideológicas. A seme­janza de Penélope, desteje por la noche lo que teólogos, filósofos y científicos sociales han tejido durante el día. Kundera pretende fomentar una actitud tolerante y solidaria mediante el humor y la asunción de nuestra contingencia, algo que le carnaval cultiva y logra con relativa facilidad (aunque no en todos los casos, claro). [volver]

[6] Muchos estudiosos han llamado la atención sobre el rol político del bufón ceremonial o de corte. M. GLUCKMAN en Política, derecho  ritual en la sociedad tribal sostiene que el bufón de la corte (era en muchos países africanos un enano o alguien de aspecto extraño, no habitual) actuaba como árbitro privilegiado de las cuestiones morales, al poder burlarse del rey, de los cortesanos o del señor de lit casa.. Ellos tenían el poder de enrostrarle a los monarcas los sentimientos de la moralidad ultrajada. V. TURNER en su conocido libro E! Proceso ritual hace un comentario sobre la risa, el poder político y el enjuiciamiento moral de este último (su egoísmo, maldad, latrocinio, cólera, brujería y codicia) que vale la pena rescatar: “Todos estos vicios representan el deseo de poseer para uno solo lo que debería compartirse con otros para lograr el bien de la comunidad. (…) El jefe no debe ‘aprovecharse de la jefatura para sí’; ‘debe reír con su pueblo’, y la risa es para los ndembu un atributo ‘blanco’, y forma parte de la definición de ‘blancura’ o ‘cosas blancas’. (…) Así, por ejemplo, la risa ‘blanca’, que resulta patente en el destello de los dientes, representa la camaradería y el compañeris­mo; se opone al orgullo, y a las envidias, apetitos y rencores ocultos que se plasman en conductas de brujería, latrocinio, adulterio, maldad, y homicidio. Incluso una vez elegido, el jefe debe seguir formando parte de la comunidad constituida por los miembros de la tribu, y demostrarlo ‘riendo con ellos’, respetando sus derechos, ‘acogiendo de buen grado a todos’ y compartiendo con ellos la comida”. [volver]

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