I. Introducción

La producción de Arlt se inscribe y se escribe en una sociedad cuya urbanización proviene, fundamentalmente, de la masa inmigratoria que no pudo absorberse completamente en el mundo de la producción agrícola que la oligarquía del ochenta planificó en la Argentina. Desde 1880, Buenos Aires comenzó a vivir, como otras ciudades latinoamericanas, una serie de mutaciones: aumentó y se diversificó su población, se multiplicó el tipo de actividades y trabajos, se cambió la estructura social y la edilicia, y se modificaron las costumbres y modos de pensar de los diferentes grupos sociales (Romero: 247) de un país que, en la década nacida bajo la presidencia de Yrigoyen, empieza a perfilar, con una progresiva gravedad, conflictos socio-económicos y políticos que desembocan en el golpe de Estado del 30 con el que se inicia la conocida “década infame”.

Los años veinte, en cuyos dos últimos años se publicaron las aguafuertes arltianas que abordaremos, están enmarcados por la Revolución Rusa y el final de la Primera Guerra Mundial por un lado, y el crac del 29 y el golpe militar en la Argentina por otro. El país no vivió directamente los dos primeros hechos, pero sus ecos llegaron con fuerza, de modo que los cambios artísticos y filosóficos convulsionaron el generalizado optimismo de la década anterior. La crisis del 29 mostró la vulnerabilidad y la superficialidad sobre las cuales se sostenía el frágil equilibrio socio-económico del país, vulnerable a las fluctuaciones económicas del exterior por la fuerte dependencia del capital extranjero y de sus inversiones. El cuadro de situación que se configura a fines del 20 presenta, entre otros problemas, la caída vertiginosa de las exportaciones, la baja del precio de los cereales, la evasión de capitales, la depreciación del peso, la desocupación y la disminución de salarios. El golpe del 30, por su parte, puede interpretarse, siguiendo a Crisafio, como “la representación final de la incapacidad de la burguesía de paliar los efectos de la coyuntura” (39). En este contexto de cambio y crisis debe situarse la escritura de Arlt, quien se incorpora al cuerpo de redactores de El Mundo antes del primer número, que sale el 28 de mayo de 1928. Allí escribirá diariamente una nota periodística, cuyo espacio comenzará a llamarse, a partir del 5 de agosto de ese año, “Aguafuertes Porteñas”, título que variará sucesivamente durante su aparición, la que se extiende hasta la muerte del escritor ocurrida el 26 de julio de 1942. [1]

En este trabajo nos interesa centrar nuestra atención en doce aguafuertes porteñas que fueron escritas durante los años 1928 y 1929 y que proponen como uno de sus tópicos más significativos la espacialidad urbana, al tiempo que priorizan el tratamiento de los lugares públicos. En la selección del corpus de análisis, entonces, convergieron dos criterios, el histórico y el temático; los textos que relevaremos se enmarcan y responden a un contexto particular, el de la década del 20, y traman un conjunto de figuras e imágenes espaciales de la ciudad de Buenos Aires. Estos textos son: “Pasaje Güemes” (07 de setiembre de 1928), “Las cuatro recovas” (17 de enero de 1929), “El desierto en la ciudad” (26 de enero de 1929), “La calle Florida” (3 de febrero de 1929), “Elogio de la vagancia” (18 de marzo de 1929), “Corrientes, por la noche” (26 de marzo de 1929), “Criollaje en Mataderos” (27 de marzo de 1929), “Pueblos de los alrededores” (31 de marzo de 1929), “En las calles de la noche” (16 de junio de 1929), “Molinos de viento en Flores” (10 de setiembre de 1928), “El placer de vagabundear” (20 de setiembre de 1928), “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche” (25 de julio de 1928) y “El conventillo de nuestra literatura” (21 de diciembre de 1928). Las primeras nueve fueron tomadas de la compilación titulada Aguafuertes Porteñas. Buenos Aires, vida cotidiana (Buenos Aires, Alianza, 1993), la décima y undécima de Aguafuertes porteñas (Buenos Aires, Losada, 2004) y la última fue tomada de Aguafuertes porteñas: cultura y política (Buenos Aires, Losada, 2003). [2]

Nuestro objetivo es rastrear la cartografía urbana que, en los años veinte, las aguafuertes porteñas de Roberto Arlt crean y recrean, así como analizar las estrategias discursivas más significativas con que dicho mapa urbano se construye e identificar sus vínculos con el contexto sociopolítico nacional, con la finalidad de reflexionar sobre la representación arltiana de Buenos Aires. Nuestra hipótesis principal es que, tal como sostiene Rama en La ciudad letrada, las ciudades americanas tienen, además de su vida material, una existencia simbólica ligada al orden de los signos en general y a la escritura en particular, que asume, entre otras operaciones, la labor de describir y explicar las permanencias y cambios de la ciudad física, así como la de establecer valores, cartografías y una historia -un pasado, un presente y un futuro- con los que se crea, a la vez, una representación del espacio y unas raíces identificadoras de los ciudadanos. [3]

Esta hipótesis principal puede desglosarse en otras tres, más particulares, que retoman ese doble carácter de la vida urbana en Latinoamérica y pretenden analizar los vínculos entre la ciudad “real” y la ciudad “imaginada” que se proponen en la producción de Arlt. La primera de estas hipótesis es que las aguafuertes porteñas problematizan, desde los dos primeros años de su aparición (1928 y 1929), la espacialidad pública de la metrópolis, al ligarla a una serie de conflictos socio-históricos, políticos y económicos cuyas referencias los textos visibilizan reiteradas veces. En el período de nuestro análisis Buenos Aires se presenta, al igual que otras capitales latinoamericanas, como una sociedad masificada y escindida que deja grandes márgenes para la exclusión, márgenes en los que Arlt se detiene y en los que se ubican principalmente las clases populares y los inmigrantes, los dos grupos cuya presencia sobresale en los textos que nos ocupan.

Los diversos problemas de la época que abordan las aguafuertes porteñas son enfocados desde una perspectiva que es, al igual que la vida de la ciudad, doble: por un lado se apega a los referentes extratextuales del mundo de la vida, a la ciudad “real” y, en este sentido, es una mirada documentalista testimonial; por otro lado, no se limita a la mimesis de una realidad previa e independiente de las palabras y genera, en cambio, múltiples sentidos y significaciones a partir del trabajo sobre la polisemia y las posibilidades figurativas del lenguaje -y su performatividad- que le permiten instalar, discursivamente, la ciudad “representada”. Resumiendo, nuestra hipótesis referida a la problematización de la ciudad arltiana involucra tanto el plano del contenido como el de la forma de las aguafuertes.

La segunda hipótesis que sostenemos es que, en las aguafuertes porteñas que Arlt escribe en los ‘20, hay un modo de mirar la ciudad que es dinámico desde dos puntos de vista: desde el observador y desde lo observado. El narrador arltiano es, principalmente, un caminante cuyo desplazamiento dota de movimiento a lo observado, a la ciudad que posee, a su vez, el dinamismo del tráfago urbano en el que convergen, entre otros fenómenos, la explosión demográfica, nuevos modos de estratificación social y la intensa modernización de una Buenos Aires en constante mutación.

La tercera de estas hipótesis es que Buenos Aires no aparece en las aguafuertes como una ciudad única y uniforme, sino como una plural y multiforme, cuya presentación se realiza, sobre todo, a través de sinécdoques y antítesis que acentúan la imagen de una metrópolis fragmentada y en conflicto. Las calles y los barrios urbanos son las partes privilegiadas mediante las cuales se muestra no sólo una cartografía física de la ciudad sino también una sociocultural, que recupera como coordenadas las ideas de centro y periferia que suman a su función descriptiva, una axiológica.

II. Desarrollo

Primera hipótesis: Buenos Aires, ciudad problematizada

Las aguafuertes porteñas seleccionadas para este trabajo problematizan la espacialidad pública de la metrópolis, ligándola a un conjunto de conflictos socio-históricos, políticos y económicos de los años veinte, en los que la masa de la población de Buenos Aires, como la de otras ciudades latinoamericanas, se hallaba conformada con la fusión de los grupos inmigrantes, los sectores populares y la pequeña clase media, llevada a cabo a partir de la primera guerra mundial. Esta masa estaba conformada por un conjunto poblacional heterogéneo y marginal que se situaba al lado de una sociedad tradicional y normalizada, frente a la que se mostraba como un conjunto urbanizado en distinto grado y anómico (Romero 336).

Las problemáticas de los inmigrantes, uno de los tres grupos aludidos cuya fisonomía y conducta transforman la ciudad donde se concentran, aparecen reiteradas veces en las aguafuertes porteñas, las que fueron escritas durante el primer período de la inmigración de ultramar que se extiende hasta 1930 y sólo se interrumpe por la primera guerra mundial (Barbosa: 30). En “Las cuatro recovas” aparece esa ciudad porteña y cosmopolita. Allí se describe la recova del Paseo Colón, “la calle donde viven las mujeres de los hombres que, con un baúl enjuto, vinieron a hacer la América desde Croacia o Bulgaria” (13). En esta calle convergen dos espacios: el del presente de los personajes y el de sus nostalgias. El primero corresponde al mundo urbano, a una Buenos Aires expulsiva que les niega toda posibilidad de ascenso social; [4] el segundo corresponde a un mundo rural, lugar lejano que se abandonó pero al que no se puede dejar de evocar. La forastera de esta aguafuerte “se acuerda de la aldea remota, del olor del establo, de las vacas que pacían en las montañas”. Su recuerdo nos conduce al campo, ámbito alejado de las grandes ciudades cuya economía monetaria es dirigida por intereses que distan mucho de los de estos inmigrantes rurales (Williams: 354).

Sin trabajo en la nueva ciudad, los inmigrantes “pobres” de la recova del Paseo Colón [5] – los habrá comerciantes y pequeños burgueses también, como los “gallegos almaceneros” que habitan la Recova de Mataderos o los judíos comerciantes que copan la calle Corrientes de Pueyrredón a Callao- deben convertir y adaptar el valor de sus prácticas sociales y de sus objetos a la sociedad mercantilizada de la ciudad. El inmigrante que “bebe el dinero que sacó de una joya de familia” (13), por ejemplo, trastocará el valor de ese objeto, despojándolo de los significados de pertenencia y tradición que poseían en el campo para asignarle uno monetario, acorde a las nuevas necesidades de consumo que la metrópolis impone. Los “hombres extranjeros que fuman una pipa y juegan a los naipes” como el que apuesta “la auténtica ropa de hilo” que su esposa trajo de Europa (13), confiarán en ganar dinero a través de juego, con lo que muestran, por un lado, cómo éste pierde sus vínculos con el ocio para adquirir relaciones con el negocio, con la posible ganancia material; y, por otro, cómo los sujetos pierden el control sobre sus propias vidas entregadas a una especie de azar del que parecen depender.

De la recova del Paseo Colón se nos dice que es “triste y larga como el vía crucis” (13). Esta predicación sostiene una acentuada axiología negativa, puesta en juego por el adjetivo calificativo y el descriptivo, que es reforzada por la comparación con una imagen popular y trágica del relato bíblico mediante la que se alude a un aletargado sentimiento de tristeza, el que será hiperbolizado al declarar esta recova “la calle más triste del mundo”. En este espacio humanizado, los caserones tienen “muros enfermos”, a lo largo de los cuales se desplazan, animalizados, inmigrantes de la recova, “criaturas albinas que (…) se arrastran como caracoles” (13). Los extranjeros, entonces, se deshumanizan ante un lugar hostil en los que sus bienes y sus modos de comprensión y de participación social pierden los valores que poseían en sus lugares de origen; esta pérdida involucra además la del sentido de pertenencia a un espacio y a una comunidad puesto que, como explica Romero, los inmigrantes que confluían en la ciudad no conformaban inicialmente grupos cohesionados, eran más bien personas aisladas que convergían en una metrópoli donde alcanzaban un primer vinculo por esa única coincidencia. [6]

Buenos Aires era, entonces, el lugar de reunión de miles de seres dispersados que la modificaron tanto cuantitativa como cualitativamente, dotándola de un característico cosmopolitismo en el que Arlt se detendrá frecuentemente y al que ubicará especial y principalmente en la calle Corrientes. En “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”, por ejemplo, se reconoce que ella “tiene una serie de aspectos a lo más opuestos y que no se justifica en una calle”, y se le asigna a su unidad espacial una diversidad cultural que permite diferenciar cuatro tramos que poseen distintas fisonomías sociales y espaciales receptores de particulares y diferentes valoraciones. El primero va “desde Río de Janeiro a Medrano”, “(e)s la calle de las queserías, los depósitos de cafeína y las fábricas de molinos”, “numerosas fábricas de aparatos de viento” a las que le siguen “las fundiciones de bronce” (149).

Junto a la descripción, Arlt intercala modalidades axiológicas y epistémicas referidas a los dos últimos negocios. A ambos les critica su “abundancia alarmante”, preocupación cuantitativa que se revela también al indicar las “diez cuadras” que llegan a ocupar las fábricas de aparatos de viento. Junto a la disvaloración de la cantidad y extensión de estas construcciones aparece la incertidumbre del observador que se extraña por un fenómeno que, para él, “(e)s curiosísimo”, y que lo lleva a preguntarse “¿(q)ué es lo que ha conducido a los industriales a instalarse allí?, pudiendo esgrimir como única respuesta la incertidumbre de un “¡Vaya a saberlo!” (149). Las modalidades insertas en la descripción de este primer tramo de la calle Corrientes dejan ver una presuposición referida a la cartografía urbana, la que ubica diferencialmente en el espacio las construcciones edilicias según el tipo de actividad que en ellas se sostenga, diferenciando espacios comerciales de espacios industriales. Corrientes se presupone una calle cuya actividad típica corresponde al comercio, y particularmente a aquel cuyas ofertas pueden adquirir las clases medias y populares. Esta presuposición pone en juego, entonces, la idea de un espacio que es, a la vez, económico y social.

El segundo tramo de Corrientes va “(d)e Medrano a Pueyrredón”, éste será descrito como el lugar de la carencia, donde “la calle ya pierde personalidad” y “se convierte en una calle vulgar, sin características”. La negatividad de este espacio irá asociada a la marginalidad económica de una zona que se percibe como “el triunfo de la pobretería” (149). En el tercer tramo que va desde “Pueyrredón a Callao ocurre el milagro” que consiste en la transfiguración de la calle que asume un carácter humano, pues aquí “(s)e manifiesta con toda su personalidad” (150). Al igual que en los tramos anteriores en éste se muestra una calle típicamente comercial en la que “triunfa el comercio de paños y tejidos”, cuyos dueños, “turcos o israelitas” (150), representan a los inmigrantes que, a diferencia de los aludidos anteriormente, poseían un capital que pudo prosperar, en gran parte, porque se concentraron alrededor de un grupo que le permitió establecer vínculos de cooperación y solidaridad.

La hegemonía es israelí ya que “el turco domina poco allí”, donde el primer grupo asentó distintos centros culturales, recreativos y gastronómicos, como “el teatro judío”, “(e)l café judío” y “(e)l restaurante judío”, así como centros religiosos y económicos como “(l)a sinagoga” y “(e)l Banco Israelita” (150). Lo dicho muestra que, tal como sostiene Barbosa, la agrupación por nacionalidades del inmigrante que se asentó en Buenos Aires se vio reforzada por la creación de centros cuya cohesión estaba dada por “la lealtad común a la nación de origen” y cuyos móviles eran asistenciales, de protección, recreación o educación (Barbosa: 31), a los que podemos sumar, en base a los lugares enumerados en la aguafuerte, los de lucro y enriquecimiento material de los miembros de la colectividad.

Pero a pesar de que Arlt rescata este tramo, exaltando las bondades de su comercio israelita “abigarrado y fantasioso” -contrapuesto al “de la calle “Talcahuano o Libertad, con su ropavejero y sastre como único comerciante” (150)- el principal y mejor valorado será el que se comienza “en Callao y termina en Esmeralda”, el que se presenta como “el cogollo porteño, el corazón de la urbe” (150). Con una amplia y explícita axiología positiva, este tramo se ligará, repetidas veces, a la idea de “lo verdadero”, idea que adopta, en “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”, distinta morfología lingüística, pero análoga significación, la que implica, en todos los casos y simultáneamente, la contraposición entre “lo auténtico” y “lo falso” y entre “lo esencial” y “lo aparente”.

“La verdadera calle Corrientes comienza para nosotros en Callao” escribe Arlt quien, unas oraciones más adelante, refuerza esta idea mediante la predicación “(l)a verdadera calle” (150), breve sintagma en el que establece una relación ecuativa entre el espacio aludido anteriormente y su sucinta predicación, la que condensa en el adjetivo una serie de presupuestos que debemos problematizar, preguntándonos, por ejemplo, ¿con qué criterios se define el carácter verdadero de esta calle? Corrientes es verdadera para el sentimiento urbano, es “(l)a calle que se quiere, que se quiere de verdad”, es “porteña de todo corazón” (150). Apegada a un modo o a una estructura del sentir, no se la define principalmente, a diferencia de los otros tramos, por sus características económicas, sociales o étnicas, sino por sus supuestos atributos espirituales que representan lo típicamente porteño.

Esta porteñidad, que Arlt resume en la expresión “ese espíritu nuestro” (150), impregna esta calle en donde la vida social que se desarrolla coincide con una subjetividad ciudadana que se reivindica y en la que sobresalen como rasgos la alegría y la despreocupación, rasgos que permiten diferenciar esta calle no sólo de otras, sino de todo el resto de la ciudad “seria y grave”, a la cual este reducto idealizado parece decirle “(s)e me importa un pepino de la seriedad. Aquí la vida es otra” (151). Esta espiritualidad corresponde a una calle y a una ciudad representada que encuentran su autenticidad en valores planteados como esenciales. Este esencialismo se empeña en dibujar una Buenos Aires fija, inmutable, que bien puede responder a la necesidad de mantener cierta certeza y seguridad sobre los espacios físicos y sociales de una ciudad “real” en la que éstos mutan profunda y aceleradamente. El disparador de la aguafuerte que observamos es un previsto cambio en la ciudad “física”, el ensanche de la calle Corrientes, metamorfosis material que sólo puede alterar su apariencia porque “aunque le poden las casas hasta los cimientos y le echen creolina hasta la napa de agua, la calle seguirá siendo la misma” (150).

La multiplicidad cultural y social como rasgo identitario porteño espacializado en esta calle céntrica reaparece en “Corrientes, por la noche”, aguafuerte en la que se la describe como el lugar de encuentro y cruce de “una humanidad única, cosmopolita y extraña” (32), cuya heterogeneidad procede tanto de la prolífica y diversa inmigración como de los nuevos trabajos que aparecían y se desarrollaban en la Buenos Aires de la época. Estas nuevas fuentes de trabajo aparecían, según J. L. Romero, a veces espontáneamente y otras como el producto del ingenio de los buscavidas conocedores de la vida urbana, la ciudad que crecía ofrecía nuevas posibilidades, por ejemplo “(s)e podía ser portero en una oficina pública, mozo de café o de restaurant, acomodador en teatros o cines, cochero o chofer, mensajero o lustrabotas o vendedor de billetes de lotería o innumerables cosas más” (Romero: 270), muchas de las que Arlt nombra y describe en “Corrientes, por la noche”, junto con algunas de las que nombra el historiador. “Vigilantes, canillitas “fiocas”, actrices, porteros de teatro, mensajeros, revendedores, secretarios de compañías, cómicos, poetas, ladrones, hombres de negocios innombrables, autores, vagabundas, críticos teatrales, damas del medio mundo” (32), conforman, entre otros, la población plural de una ciudad “representada” que, tras su enumeración caótica, deja ver las fisuras de una sociedad “real” caracterizada por la dispersión por clases, fenómeno que, como sostiene Romero, “no era un fenómeno nuevo, sin duda, pero nunca había tenido caracteres tan netos y evidentes” (Romero: 354) como los que adquiere, en las ciudades latinoamericanas, en las primeras décadas del siglo XX.

La clase media, sus posibilidades y expectativas, se expandieron en estas décadas por la necesidad creciente de, entre otras cosas, más burocracia, más servicios, más funcionarios, más militares y más policías. [7] Sus miembros aparecen en varias aguafuertes; en “Corrientes, por la noche” sobresalen principalmente los empleados de la esfera del espectáculo y los pequeños propietarios cuya presencia está eludida pero simultáneamente implicada en las alusiones a una serie de propiedades comerciales, por ejemplo “(l)as peluquerías de mujeres”, las “(c)asas de departamentos”, “los bodegones donde se comen “macarroni”, las “(l)ibrerías” y los “estudios fotográficos” (33/4), entre otros negocios que se emplazan en esta calle. Esta espacialidad se presenta, así como las actividades y profesiones que en esta calle se ejercen, a través de una enumeración caótica que da cuenta de su multiplicidad y pluralidad; esta disposición de los componentes espaciales en yuxtaposiciones nos permite observar mezclas que son arbitrarias sólo superficialmente, ya que todos los lugares enunciados tienen, al menos, dos cosas en común.

Primero, todos son espacios sociales y de consumo en los que se establecen variados vínculos sociales, entre los que sobresalen las relaciones comerciales y monetarias. En el interior de estos lugares se reproducen las posibilidades de entrecruzamiento social que el espacio público de la calle propicia, por ejemplo, cuando en ella diversos sujetos urbanos “se da(n) la mano” (32), o cuando, en sus negocios, “todos confraternizan en la estilización que modula una luz súper eléctrica” (33). Ahora bien, si Arlt celebra esta espacio y sus posibilidades relativas de integración, así como de trastocamiento de jerarquías sociales, es porque él opera como un reducto opuesto a la creciente desintegración urbana; Corrientes es una “calle única”, una “calle absurda” (34) que no traduce las normas sociales previsibles de la ciudad “real” que no ofrece este cuadro igualitario como imagen común y generalizada y, sí, por el contrario, profundiza espacialmente las diferencias entre las distintas clases. El tratamiento de esta calle céntrica bien puede interpretarse como la repetición de un interés manifiesto en gran parte del repertorio actancial de las narraciones y aguafuertes arltianas, el interés por un universo estructuralmente periférico y por excepcionalidades sociales (Rivera: 29).

Segundo, todos son espacios de tránsito y no de permanencia; no son viviendas o construcciones previstas para el habitar. Lugar de paseo, trabajo o placer, y frecuentemente de todo esto junto, el paisaje urbano de la calle descrita en “Corrientes, por la noche” tiene en lo nocturno su especificidad y su límite. Describir la imagen de esta calle en la noche lleva a Arlt a reparar, con frecuencia, en la iluminación callejera, cuyo tratamiento deja ver algunas significaciones ligadas a la modernización urbana que, profunda y velozmente, afecta a Buenos Aires.

En “Corrientes, por la noche”, la calle “enciende a las siete de la tarde todos sus letreros luminosos y, enguirnaldada de rectángulos verdes, rojos y azules, lanza a las murallas blancas sus reflejos de azul de metileno, sus amarillos de ácido pícrico, como el glorioso desafío de un pirotécnico” (32) y “al amanecer se azulea y oscurece porque la vida solo es posible al resplandor artificial de los azules de metileno, de los verdes de sulfato de cobre, de los amarillos de ácido pícrico que le inyectan una locura de pirotecnia y celos” (35). La pirotecnia que Arlt percibe en esta calle céntrica es la que le permite alumbrar los sujetos, los objetos y los espacios que se valoran positivamente, y la que le permite dejar en la oscuridad a los que no. Todo lo que es iluminado muestra que, efectivamente, como sostienen Liernur y Silvestri: “en la noche la metrópolis existe sólo en lo que se prefiere de ella. Sus lugares adquieren con la iluminación jerarquías que por unas horas cancelan la igualación del día; la pobreza, la fealdad, el defecto, la irregularidad desaparecen, y triunfa la ilusión en la atmósfera fantástica de la luz (Liernur y Silvestri: 34).

La intensa luminosidad cromática de Corrientes ayuda a plantear el espacio como un escenario espectacular y teatralizado donde es posible la carnavalización actancial en la que se pone en juego, no sólo la “excepcionalidad” del entrecruzamiento social, sino una “excepcional” axiología positiva referida a los propietarios y sus comercios, axiología que, tal como sostiene Guerrero, no es común en el discurso arltiano desde el que se rechaza la mezquindad que prima en el comportamiento y en las creencias de la pequeña burguesía, cuyo ambiente cotidiano se despliega en una vida monótona y cobarde (Guerrero: 48). Esta imagen negativa de lo burgués es la que aparece en “Pasaje Güemes”, el “pasaje mercantilero” (5) que no se asume como un locus propio, puesto que “(s)e respira allí una atmósfera neoyorquina”. El pasaje se presenta como una “Babel de Yanquilandia transplantada a la tierra criolla” (6). En él se distinguen, entonces, dos espacialidades: la empírica, correspondiente a Buenos Aires como lugar de emplazamiento físico; y la simbólica, correspondiente también a una urbe, Nueva York, ciudad extranjera que se asocia a un conjunto de valores negativos derivados del marcado mercantilismo con que se asocia a esta metrópoli en particular y al país del norte en particular.

El pasaje Güemes, a diferencia de la calle Corrientes, es el lugar en el que Arlt sitúa la otredad de una clase y de un espacio que rechaza. La burguesía es la responsable de instalar absurdas ofertas comerciales, por ejemplo, las “cigarreras que cuestan doscientos cincuenta pesos” (6), cuyo precio, según Arlt, ni Henri Ford pagaría; por el predominio de esta lógica materialista, el pasaje se transforma en un espacio económico que enseña y ofrece, desde las vitrinas que quieren “llamar la atención de lo pobres y los ricos” (6), productos de un lujo y una superficialidad cuya alta estima sólo puede explicarse porque el pasaje también se instala como un espacio social selectivo, que halla a los consumidores reales de sus ofertas en un selecto y acomodado grupo que, a su vez, muestra que el pasaje es un espacio ideológico donde se observan “corbatas y escritorios que cuestan una fortuna, lapiceras de oro macizo, con las cuales sólo se pueden escribir tonterías” (8), elementos todos que lo condenan a ser el lugar de la frivolidad y la ostentación material. En “El Pasaje Güemes”, Arlt declara cierto interés en las miradas oblicuas que, desde abajo de la calle, las muchachas les dirigen a los empleados de los edificios, pero salvo esta circunstancia, le parece que “el resto es de un aburrimiento cosmopolita” (8), declaración con la que muestra que el cosmopolitismo no será por sí mismo y de modo autónomo un rasgo positivo de la metrópoli, sino una característica cuya valoración depende de la que se haga de un espacio urbano que es, simultáneamente, físico, socio-económico e ideológico.

La burguesía superficial y calculadora del pasaje Güemes adquiere, como ya vimos, el rostro de la alegría y la despreocupación en la calle Corrientes, donde además de una extensa clase media, se presentan personajes pertenecientes a las clases populares y a grupos de marginales, siendo el primero de estos grupos amplio y diverso, al incluir, en “Corrientes no cambiará con el ensanche”, por ejemplo, “desde el lustrabotas que os ofrece un “quinto” hasta la manicura que en la puerta de una barbería conversa con un cómico” (151), así como “diarieros”, “primeras actrices” y un “cabo (que) hace la venia” (34), entre otros muchos personajes de pertenencia popular que se incorporan en “Corrientes, por la noche”. La representación discursiva de los trabajadores urbanos sostenida en las aguafuertes arltianas de la década del 20 se distancia, en parte, de los atributos que caracterizaban al proletariado de la época. Mientras Arlt retrata obreros generalmente indiferentes a conflictos de clase o laborales, los obreros argentinos, que llegan durante la segunda década del siglo XX, aproximadamente, al medio millón, poseen un alto nivel de conciencia de clase y de combatividad, como lo demuestran las huelgas y disturbios de 1919 y en 1921 en Buenos Aires y la Patagonia (Gnutzmann: 343).

Las aguafuertes arltianas de los ‘20 no tienden a reparan en el carácter contestatario y combativo de los obreros, y sus problemas se deslindan generalmente de antagonismos sociales o de clase. De este modo, por ejemplo, cuando aparece la imagen del trabajador “explotado”, no se la liga con la figura del “explotador”, ni se cuestiona explícitamente la distribución de la riqueza. La responsabilidad de los grupos acomodados en el empobrecimiento de las clases bajas es frecuentemente eludida, y así, la injusticia y precariedad laboral sufre una des-antropomorfización y una espacialización, por ejemplo, cuando “(l)as agencias de colocaciones entreabren su bocaza explotadora” (12) en el Paseo de Julio, una de “Las cuatro recovas” presentadas como “los cuatro puntos cardinales de la miseria urbana” y señaladas como “el museo de la pobreza” (12), espacios todos que se presentan desde una perspectiva en gran parte fatalista, ya que no contempla las posibilidades de transformación por parte de los sectores populares. Esta mirada pesimista minimiza la voluntad y la capacidad de cambiar las reglas del juego social que tienen los obreros y percibe en el proletariado resignación e inmovilidad, características que tiñen la idiosincrasia de los trabajadores que circulan en las aguafuertes arltianas y que se patentizan en “El conventillo de nuestra literatura”.

En la aguafuerte antedicha, Arlt critica a los escritores argentinos -especialmente a Lugones- que, a diferencia de los escritores del grupo de Boedo e incluso de él mismo, no reparan en “la mugre que hace triste la vida de esta ciudad” (54), la que toma cuerpo en los conventillos “donde, en cuartujos horribles, sobre cuevas de ratas, viven decenas y decenas de familias” (55) que tienen entre sus miembros a trabajadores, cuya incomprensible resignación lleva al cronista a preguntarse

¿Cómo es que esta gente puede resistir la vida en estas condiciones? ¿Cómo estas mujeres jóvenes, estos proletarios que no parecen brutos, se resignan a vivir años y años en dieciséis metros cuadrados de piso podrido, con techos donde pululan las pulgas y las arañas, a la sombra de una muralla alquitranada que es cien veces más detestable que la de una fábrica, soportando la convivencia obligada con toda clase de individuos? (55)

La extensa pregunta no sólo pone a rodar una interrogación, sino que nos ofrece la descripción de un espacio social y un conjunto de presuposiciones referidas a quienes lo habitan. Arlt no se pregunta por qué existen los conventillos como espacios de precariedad, incomodidad y peligrosidad, aunque reconoce como factor causal la irresponsabilidad y “la incuria de nuestros políticos coimeros” (55); él se pregunta por el cómo, por el modo en que se vive o sobrevive en “esas viviendas sórdidas donde florece la flor de la miseria (56). En la descripción del conventillo se disvalora su espacialidad física y social, mediante sintagmas afectados por adjetivos calificativos que se refieren a sus partes y son negativos, por ejemplo el “piso podrido” y la “muralla alquitranada”, cuyo carácter “detestable” es magnificado al ser “cien veces más detestable que la de una fábrica” (55). Si la descripción de la espacialidad del conventillo se basa en la observación directa de Arlt como cronista, la descripción de sus habitantes se basará principalmente en una serie de creencias y presupuestos sobre las clases populares que se manifiestan discursivamente en tres unidades léxicas, verbales y verboidales, con las que se designan sus acciones y conductas: la gente que vive en los conventillos “puede resistir”, ellos “se resignan”, “soportando” la hostilidad del espacio. A través de estos términos, que hemos entrecomillado, Arlt deposita en los personajes, entre los que se incluye explícitamente a los trabajadores, un estoicismo inmovilizante que es común en la ciudad representada en el aguafuertismo arltiano de los veinte, pero no tanto en la Buenos Aires “real” de la época, donde los trabajadores empezaban a adquirir una conciencia que les permitía, poco a poco, integrarse y abandonar el viejo sistema patriarcal, para dejar de tener con sus empleadores la relación ambigua del señor con su criado y para identificar -y demandar- derechos sociales que no se agotaban en lo laboral. [8]

La desigualdad de una sociedad fuertemente estratificada, tema que se aborda en “El conventillo de nuestra literatura”, se tiende a minimizar, como ya vimos, en “Corrientes, por la noche”, aguafuerte que elude, además, el desempleo, un problema socioeconómico que ya se agudizaba en los ‘20 y que aparecerá con mucha frecuencia en las aguafuertes arltianas, por ejemplo en “Corrientes no cambiará con el ensanche”, donde el problema de falta de trabajo se visibiliza en el hombre que “trota calles buscándose la vida” (149) y que, con su deambular, muestra la dificultad para acceder a la estabilidad laboral; también se ve, por ejemplo, en la tragedia que ciertas damas “pasan a la hora del plato de lentejas” (151). Estos personajes no responden a la figura de vagos, no tienen la voluntad ni la despreocupación de la vagancia, a ellos los invade la misma tristeza de los habitantes de “Las cuatro recovas”, la tristeza “de los bolsillos sin dinero”, la “de los inmigrantes sin esperanza”, la “de los vencidos sin refugio” (12), de los que buscan una inserción social que no encuentran. Desplazados de la capa popular de la sociedad, ellos no recalan en el mundo del delito; representan a un elevado número de habitantes que no pueden conseguir trabajo en una ciudad que, al igual que todo el país, comienza a sentir notablemente, la crisis económica, crisis que se intensificó con la cesantía masiva que se produjo a los cinco meses del comienzo del segundo gobierno de Yrigoyen, en octubre de 1928 (Gnutzmann: 344).

El crecimiento cuantitativo y cualitativo de la ciudad modificó la fisonomía de las clases media y popular, pero también de los sectores marginales, los que crecieron y cambiaron de modalidad. Estos marginales aparecen en varias aguafuertes escritas a fines de los años 20, por ejemplo en la Recova del Once, una de “Las cuatro recovas” donde “una vieja con un niño en el brazo, otro de una mano y un tercero tirándole de la cola del vestido, pedigueñea” (15), y donde “(l)os vagos que piden limosna parece que allá abajo les van a poner el cuchillo al pecho” (14/5), ejemplificando estos últimos cómo, en la metrópoli, disminuye la cantidad de mendigos resignados y acaso filosóficos y crece la de los agresivos, en una ciudad donde también crece la mala vida que, como entiende Romero, “tomaba un aire más áspero y cruel, como se iba haciendo áspera y cruel la nueva miseria urbana” (Romero: 272).

La Buenos Aires del 20 era una ciudad masificada que, por este carácter, favorecía la despersonalización de las relaciones sociales así como el malestar por el creciente anonimato, malestar que, en las aguafuertes porteñas, se asocia a los sentimientos disfóricos de soledad y abandono. Sentimientos que se describen y sobre los que se reflexiona en “El desierto en la ciudad”. En esta aguafuerte podemos diferenciar dos partes: una predominantemente descriptiva y la otra predominantemente reflexiva. En la primera, Arlt describe a un hombre de unos treinta años al que ve sentado en el banco de una plaza. Observa su conducta y de ella infiere hipótesis referidas tanto a las causas de su manifiesta tristeza como al posible futuro en el que cavilaba. En la segunda parte Arlt reflexiona sobre la ciudad, a la que compara con un desierto que acrecienta el individualismo y la indiferencia.

“El desierto en la ciudad” se refiere a un espacio urbano que es “como un desierto donde no cabe esperar piedad ni socorro de nadie” (16). La comparación de la metrópoli con un desierto, que ya se establece desde el título de la aguafuerte, pone a rodar la paradoja de un lugar que está lleno y a la vez vacío. Lleno de personas pero vacío de relaciones solidarias entre estas personas. Buenos Aires es “(u)n desierto de interminables calles rectas, de innumerables casas de puertas abiertas o cerradas” (16), pero ni las muchas calles, ni las también muchas puertas, pueden obrar como canales de comunicación verdadera porque su apertura es sólo superficial, pura apariencia. No puede importar entonces que las puertas estén abiertas “si es como si estuvieran cerradas con siete cerrojos” (17).

Esta ciudad-desierto porteña propicia la aparición del “hombre Robinson Crusoe”, “hombre abandonado por todos sus semejantes”, “incomprendido” y “desdichado” (17). Las características que lo definen apuntan en dos direcciones: al ámbito de las relaciones interpersonales y al de lo emotivo y sentimental. Ambos ámbitos se hallan problematizados; en el primer caso por la existencia de vínculos negativos que se manifiestan en la alusión constante al abandono social; en el segundo caso por la naturaleza principalmente subjetiva del problema de la masificación urbana. El “abandono” de los otros al hombre solitario que “tiene que exclusivamente apoyarse en sí mismo” (17) daña la sociabilidad de este individuo, quien se desplaza, expulsado, desde la cultura a la naturaleza. Así, el hombre que Arlt describe, inicialmente, estaba en la plaza “como quien ha sido abandonado en una isla desierta, donde todo gesto no encontrará sino la reprobación de las nubes o la admiración de los pájaros. Nada más”; y el hombre Robinson Crusoe “quiera o no, tiene que (…) convertirse en una especie de oso solitario, de fiera domada que esconde sus lágrimas” (17).

Arlt no presenta el problema de la masificación centrándose en ella como hecho objetivo, sino como experiencia subjetiva de soledad que afecta de manera crítica las emociones y sentimientos de los sujetos. Así, la soledad corresponde a una vivencia personal, por ejemplo, la del hombre de la plaza que “tan solo se sentía” (15), la del hombre Robinson Crusoe que “se siente solo, aislado, perdido” (17) y la de “un hombre que se siente en la mala” (18) [9] y exaspera su delirio en las plazas públicas. El sentimiento de incomprensión que afecta a estos personajes, así como los de indiferencia, individualismo e incomunicación, muestran que, tal como plantea Williams, las nociones de identidad y comunidad, como materia de percepción y de valoración, empiezan a complejizarse a medida que aumenta la escala y la complejidad de la organización social característica (Williams: 215).

Los problemas del espacio urbano y social que las aguafuertes retoman no se limitan a ser reproducidos miméticamente por un discurso que prioriza la información denotativa, llana y referencial, por el contrario son configurados, relacionados y re-elaborados desde un lenguaje poliédrico, dinámico y subjetivo. Su multiplicidad explica la tendencia a la enumeración que tiende a ser caótica por la diversidad de elementos constitutivos del espacio enunciados. Su movilidad proviene de que los lugares no son, en la metrópoli, sólo escenarios estáticos; por el contrario, realizan actancias para lo que son animizados, animalizados y humanizados. Su carácter subjetivo se manifiesta en las constantes y explícitas modalidades axiológicas que revelan los valores y disvalores que el emisor le adjudica a un espacio que es, como ya dijimos, físico, pero fundamentalmente social.

Segunda hipótesis: Buenos Aires, ciudad dinámica

Nuestra segunda hipótesis es, como ya dijimos, que en las aguafuertes porteñas escritas en los años 20 hay un modo dinámico de mirar la ciudad que responde tanto a la perspectiva móvil del observador como a la naturaleza también móvil de lo observado, la ciudad, cuya percepción se ha asociado tradicionalmente, según señala Williams, con un caminante, con un hombre que pasea a pie, como si estuviera solo, por sus calles (Williams: 291). Esta figura reaparece en Roberto Arlt, el que se instala, simultáneamente, como narrador y como personaje de la mayoría de las aguafuertes porteñas, textos que formaban parte de un periodismo que, tal como explica Saítta, colaboraba en la reestructuración y renovación de la construcción discursiva de la metrópoli, y que ampliaba las fronteras que marcaban el paso y la transformación de “la gran aldea” a la ciudad (Saítta, 1998: 189). [10]

Arlt descubre la ciudad a través del viaje. él es el caminante cuyo deambular desencadena la narración y es un paso previo de ella. Esta perspectiva ante el mundo representado discursivamente significa un cambio respecto de la mirada de los viejos periodistas que redactaban sus notas encerrados en una redacción. [>11] Compartimos con Saítta la idea de que el cronista de las Aguafuertes porteñas es un ejemplo del repórter moderno que, además de transitar por el espacio que registra, recupera y se apropia de distintas narraciones que en él circulan: anécdotas, rumores, confidencias entretejidas con discursos sociales “provenientes del periodismo, los nuevos saberes tecnológicos, la literatura o la política” (Saítta, 1993: 65).

El caminar por la ciudad le brinda a Arlt las imágenes urbanas que sus aguafuertes textualizan y también el conocimiento con que legitima su validez. Como crónicas de lo cotidiano, las aguafuertes testimonian la experiencia nómade que se convierte en materia prima para una subjetividad que busca la revelación (Rodríguez Persico: 5) y encuentra placer deambulando por la ciudad, vagando por ella. Este deambular urbano es abordado en “El placer de vagabundear” y es retomado en “Elogio de la vagancia”, dos aguafuertes que lo definen, describen y valoran. En “El placer de vagabundear” se diferencian dos tipos de vagos, el “de botines destartalados, pelambre mugrienta y enjundia con más grasa que un carro de matarife”, y el “vagabundo bien vestido, soñador y escéptico”, entre los que “hay más distancia que entre la Luna y la Tierra” (92). El primero es disvalorado a través de predicaciones negativas que resaltan la suciedad de su cuerpo y vestimenta, su falta de higiene que encubre otras faltas, la de ciertos valores exaltados como positivos que sí posee el segundo tipo de vago, el que tiene “excepcionales condiciones de soñador”, está “por completo despojado de prejuicios” y es “un poquitín escéptico” (92). Las predicaciones referidas a esta última figura se refieren, fundamentalmente, a un modo o perspectiva de ver el mundo más que a la posición social que en él tiene.

Los personajes arltianos, y el propio Arlt-narrador, no se caracterizan por la quietud. A ellos se asocian, recurrentemente, las acciones de caminar, vagar, errar y viajar. El cronista de las aguafuertes recorre, como vimos, entre otros espacios, distintas calles y pasajes a los que describe y sobre los que reflexiona; así, por ejemplo, describe su tránsito por el Paseo de Julio, la Recova del Paseo Colón, la Recova de Mataderos y la de Once, en “Las cuatro recovas”; su entrada y visita al Pasaje Güemes en la aguafuerte homónima; su recorrido por la calle Corrientes en “Corrientes, por la noche” y en “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”. Los lugares aludidos en estos textos se construyen desde una perspectiva vivencial, por lo que -aunque no aparezcan en todos, explícitamente, palabras o expresiones referidas al desplazamiento espacial del narrador- es posible reconocer la experiencia del caminante que conoce directamente un espacio a través de experiencias sensoriales como las imágenes con las que éstas se expresan, por ejemplo las imágenes olfativas y las auditivas. Las primeras aparecen con los “olores de brea” (12) que Arlt siente en la Recova de Plaza Once, con “(l)os olores de pizza (que) cruzan con relentes de pimentón”(12) la Recova del Paseo de Julio, y también cuando afirma que en el Pasaje Güemes “se respira (…) una atmósfera neoyorquina” (6). Las imágenes auditivas se corresponden con los sonidos que el cronista escucha en la modernizada metrópoli donde puede oír desde “el zumbido de (…) ascensores” (6), en el Pasaje Güemes, hasta el crujido “de la cadena de la grúa eléctrica” (33), en “Corrientes, por la noche”, calle en la que además escucha “las orquestas malandrines (que) hacen ruidos endiablados en los fuelles” (151). [12] Pero no todo lo que Arlt escucha en sus recorridos pertenece a un espacio urbano modernizado, también oye la persistencia de lo rural en la ciudad, por ejemplo, cuando oye cómo en La recova de Mataderos “desde lejos llega el mugido de las reses” (14).

La mirada de Arlt, entonces, no se deposita sobre un espacio fijo, ni obedece a una perspectiva fija desde donde se ve el mundo, por el contrario sus desplazamientos espaciales, sus movimientos, son constantes, lo que bien podría funcionar como una típica marca del sujeto urbano des-centrado, del homo errans arltiano que, como sostiene García, está des-orientado al no estar anclado a un lugar (García: 107/8) en la vorágine de la ciudad que promueve el activismo y el productivismo con los que se enfrentan el tipo de vago que las aguafuertes rescatan, y con el que el propio Arlt se identifica. Este vago es siempre un observador atento, ya que como se nos dice en “Elogio de la vagancia”, “en todo vago, aun el más atorrante, hay una naturaleza contemplativa” (29). La ciudad y su vida cotidiana se transforman para él en un espectáculo, en un mundo para ser, además de recorrido, mirado. [13] Así, el vago devendrá en el balconeador, el observador que hallamos entre (l)os gritones de las bañaderas de excursión” que, sin ganas de trabajar, “se quedan mirando; adormilados como lagartos al sol”, y “(c)ada vez que pasa una sirvienta, respingan en el asiento. Luego, como las fieras somnolientas, se vuelven a tirar y contemplan el paisaje bostezando, abriendo las fauces desmesuradamente” (29). La animalización que sufren los personajes los instala en el mundo de la naturaleza y los distancia del mundo de la cultura, cuyas leyes son puestas en tela de juicios por el vago contemplativo que, como el lustrador de calzado, ante su trabajo miserable llega a preguntarse si ¿no es preferible robar? (30), y luego no sólo pone en suspenso el valor social del trabajo sino del sistema productivo todo, al confesar que, en realidad, lo que le gustaría hacer es “Nada” (30).

El conocimiento de la observación directa, de la experiencia de vagabundear, es la base de la epistemología del artista que Arlt propone y que valora por sobre la religiosa y la científica. En “El placer de vagabundear”, ante la multiplicidad de historias que se cruzan en la vorágine de la ciudad, el profeta “se indigna”, el sociólogo “construye indigestas teorías” y sólo el vagabundo “se regocija” con un placer que crece al encontrar en la gran urbe un mundo secreto y nuevo (93). Lo secreto se oculta en los espacios privados, hay “dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos”; pero también en los espacios públicos, cuando los asaltantes “meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería” (93). También resguardan secretos los cuerpos humanos, particularmente los rostros, que son la fachada que el cronista cree poder leer cuando, con énfasis, expresa:

¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico (93).

Los secretos de la ciudad no son, entonces, infranqueables para el cronista que puede inferir significados de signos y señas para otros imperceptibles. Arlt ve una diversidad de tipos humanos, y expresa que “sobre cada uno se puede construir un mundo”. Al fin todos “(l)os que llevan escrito en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto…el secreto que los mueve a través de la vida como fantoche” (93). Lo nuevo es típico en la metrópoli descrita en las aguafuertes. En “El placer de vagabundear”, por ejemplo, se afirma que las calles de la ciudad están “llenas de novedades (…) para un soñador irónico y un poco despierto”(92), y se plantea cómo dichas novedades afectan tanto a las edificaciones físicas como a las sociales, es decir, a todo aquello que emerge de una renovada cartografía social cuya inestabilidad y cambios constantes exacerban el malestar de los ciudadanos, los que comienzan a comportarse con un desenfreno sorpresivo.

El desenfreno puede manifestarse ya en la riña de una señora que se da “cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias” (92), ya en la actitud de “un hombre que piensa matarse” y “ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional” (93). Ambas imágenes ejemplifican, además, cómo las esferas de lo público y de lo privado comienzan a problematizarse en una ciudad que, en los años veinte, vive intensos procesos de cambios social que la modifican y la renuevan a un ritmo acelerado, procesos que anteriormente consideramos y entre los que sobresalen la explosión demográfica y la modernización de Buenos Aires.

Buenos Aires fue la ciudad latinoamericana más poblada a fines de los 20, lo que la llevó de ser la “gran aldea” a ser una metrópoli [14], y le confirió un característico cosmopolitismo que hizo común imaginarla como una Babel moderna en la que, a medida que aumentaba la población, se hacían más difíciles las relaciones sociales. J. L. Romero explica que:

(e)n rigor, el crecimiento demográfico – especialmente el provocado por las migraciones extranjeras – habían cambiado la fisonomía de las sociedades en el transcurso de medio siglo, y en los años que siguieron a la primera guerra mundial era visible que no existía un nuevo cartabón para entender las transformaciones que se habían operado. Las ciudades fueron, sobre todo, la pantalla en la que los cambios sociales se advirtieron mejor y, en consecuencia donde quedo mas al desnudo la crisis del sistema interpretativo de la nueva realidad. Se entrevió que no se la entendía y no pudiendo captarse el nuevo y diferenciado conjunto como tal, se hizo hincapié en cada uno de sus grupos. Entonces se descubrió que la ciudad no era un conjunto integrado sino una yuxtaposición de grupos de distinta mentalidad (Romero: 317).

Esta desintegración del paisaje urbano se registra en las aguafuertes porteñas que reparan en el carácter heteróclito y multiforme de los espacios físicos y sociales que remiten a una diversidad que multiplica las diferencias y dificulta percibir la unidad de la ciudad, todo lo que afecta la constitución de la identidad porteña, cuyos sentidos se inscriben en un territorio que se presenta inseguro y movedizo. El problema de las identificaciones sociales en la Buenos Aires del veinte deriva en la problematización de los espacios puesto que, como sostiene Rodríguez Pérsico, preguntarse por las primeras nos lleva a preguntarnos por “la distribución, la pertenencia y el derecho a ejercer el poder sobre determinados espacios” (Rodríguez Pérsico: 6).

Ahora bien, ¿cómo resuelve Arlt, en su escritura, la dificultad que la sociedad de la ciudad “real” tiene para integrar espacios e identidades? Arlt responde a la complejización de la metrópoli mediante la expresión estilizante de prototipos urbanos (Barbosa: 23), mediante la simplificación clasificatoria que le permite reconocer, describir y analizar diversos tipos sociales que sitúa en espacios también tipificados. Así, las calles serán una “vidriera de tipos”, por allí pasará la multitud que el cronista-observador de las aguafuertes intenta clasificar, mostrando, por un lado, la búsqueda de un fundamento “objetivo” que permitiría registrar perfiles y predecir conductas y, por otro, el intento de “fijar” diversos perfiles de los habitantes de la ciudad en expansión. [15]

En el pasaje Güemes, descrito en aguafuerte homónima, hallamos a “las muchachas de los quioscos”, grupo criticado por su pobreza intelectual y espiritual. Arlt ignora “si hacen o no el amor”, pero cree “que no se divierten mucho” y que “(t)odo lo que esa gente tenga que decir lo puede expresar en una hora y tres minutos” (7). La disvaloración de estas empleadas está sujeta a un espacio que es también disvalorado: el Pasaje Güemes, espacio en que se acentúa lo que de mercantil y materialista tiene la nueva sociedad. Pero apenas se sale de este espacio, idéntica labor o trabajo pierde la axiología asignada y se re-valora. En “Corrientes, por la noche”, por ejemplo, también aparecen, como en el Pasaje Güemes, diversos comercios y empleados, pero esta vez estos últimos no reciben un particular tratamiento que los revele como objeto de crítica o rechazo.

Lo dicho hasta aquí nos muestra, primero, que la función social del trabajo es un criterio que permite diferenciar y definir tipos, segundo, que en la valoración de los tipos sociales participa también la valoración de la espacialidad diferencial en que estos se emplazan, y, tercero y último, que la mirada escrutadora del narrador paseante es la que cataloga y representa el entorno novedoso, multitudinario y heterogéneo. El segundo punto puede ejemplificarse aun más claramente si, por ejemplo, nos detenemos en el inmigrante como “tipo” y observamos las diferencias que, al interior del grupo, se plantean según el lugar físico y social ocupado. De este modo, se distinguen los prósperos “israelitas” ubicados en la calle Corrientes, en el tramo que va desde Pueyrredón a Callao, [16] de los inmigrantes pobres de las “Cuatro recovas”. Los primeros se ubican en el centro de la ciudad mientras los segundos están condenados a supervivir en la periferia urbana y a constituirse, tal como propone Barbosa, en “tipos desviados”, no porque se aparten de un modelo puro sino porque su falta de inserción social los desplaza hacia abajo, al margen, al suburbio. Espacio de ese todo contrahecho del que ellos no son más que partes (Barbosa: 27).

El dinamismo de la sociedad que el cronista – observador y caminante- halla en la ciudad es fruto, además de su masificación, de su modernización, la que le ofrece a Arlt nuevos materiales para construir su literatura. Los elementos que Arlt descubre en la ciudad e incorpora en su escritura son:

Discursos ajenos al campo de los escritores, fragmentos de ciudad que ellos conocían menos, saberes sin prestigio: cómo organizar un prostíbulo o fundir metales, cómo encontrar oro o ganar dinero fuera de la oscura rutina del trabajo, cómo combinar el saber técnico con la fabulación (Sarlo: 43)

Al reparar y al trabajar estas novedades urbanas, Arlt realiza, al menos, dos cambios, primero, comienza a construir un perfil de la ciudad en el que antes pocos se detenían: el del suburbio [17], y, segundo, construye ese perfil, pero también el de la ciudad en general, desde una nueva mirada que se fija en las cosas invisibilizadas por la mirada de los escritores que eran sus contemporáneos. [18] En las aguafuertes, Arlt descubre en la metrópoli la belleza de lo público y la belleza del vicio, dos temas que, como observa Sarlo, “ya habían perseguido a los escritores europeos, también sensibilizados por la revolución tecnológica de las construcciones, desde mediados del siglo XIX” (46/7).

La calle Corrientes sintetiza la “experiencia de la ciudad” modernizada, [19] la que el cronista, dispuesto a negociar con la mezcla, percibe como un espacio de alta tensión, de desorden paroxístico que se retrata desde una estética barroca (Sarlo: 48). De día, la calle mezcla lo viejo con lo nuevo, al exhibir, “(e)ntre edificios viejos que la estrechan, (…) las fachadas de los edificios de departamentos nuevos” (151), de noche, la calle se transforma en un espectáculo, visualmente enmarcado por una intensa luz eléctrica que cumple, al menos, dos funciones. Primero ilumina el espacio público como un escenario, con “todos sus letreros luminosos” (32), a la vez que lo embellece o estiliza con su cromatismo, “con sus reflejos de azul de metileno, sus amarillos de ácido pícrico” (32), artificios que le dan un carácter teatral al espacio representado, en el que también los sujetos podrán embellecerse a raíz de la luz eléctrica, cuyo uso, generalizado a inicios de los 20 [20], permite, en “Corrientes, por la noche”, que “todos confraterniz(e)n en la estilización que modula una luz supereléctrica” (33).

La segunda función de la intensa y rica luminosidad eléctrica de la calle Corrientes, espacio del centro donde se instalan distintos emprendimientos del comercio y el espectáculo, ayuda a representar el espacio público urbano como un espacio modernizado donde se materializa la idea de que la modernidad y su forma metropolitana son impensables sin una iluminación intensa que establezca un continuum vital que acelere y transforme el ritmo natural de la vida antigua a través de la luz artificial que, llegando a todos los rincones, hace de la ciudad un espectáculo permanente (Liernur y Silvestri: 33).

Los cambios cuantitativos y cualitativos de la ciudad, su masificación y modernización, por ejemplo, le imprimen un dinamismo al espacio urbano que sólo puede acrecentar la perspectiva también dinámica del cronista arltiano que conjugará en su figura, como vimos, las imágenes de observador y caminante que se pondrán en juego en un discurso basado primordialmente en la experiencia de la ciudad.

Tercera hipótesis: Buenos Aires, ciudad plural y multiforme

La ciudad que aparece en las Aguafuertes se construye a través de sinécdoques que contemplan sus partes; sus barrios, sus calles y sus plazas, entre otras. Estos pedazos de espacio social y público no son planteados sólo como un decorado que ambienta las acciones de los sujetos manteniéndose ajeno a ellas; por el contrario, ellos mismos son personificados, y con esta operación se le imprime al paisaje urbano, por un lado, un carácter activo por el cual llega a adquirir un cuasi estatuto de persona, y, por otro, un carácter múltiple y cambiante, como los individuos que pueblan esa metrópoli también múltiple y cambiante, que Arlt se encarga de organizar y simplificar a través de tipificaciones espaciales (García: 110/11).

Las calles son personificadas. En “Las cuatro Recovas”, por ejemplo, la del Paseo de Julio se presenta como “la recova canalla” y la del Paseo Colón como la “calle más triste del mundo” (13). La calle Florida, en aguafuerte homónima, se percibe como “la calle más despersonalizada que tiene Buenos Aires”, tan “ñoña como la inofensiva Agua Florida”. La calle Corrientes tiene, como se señala en “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”, un “espíritu”, una “personalidad” y una “idiosincrasia” (149) que permiten describirla, en “Corrientes, por la noche”, como una calle “vaga” que “rezuma cordialidad por todos sus poros” y es “amablemente acogedora, como una mujer trivial, y mas linda por eso” (32).

La espacialidad social es humanizada, ya sea por personificaciones como las citadas anteriormente o por otros recursos discursivos que la ligan directa o indirectamente a un mundo antropomorfizado. Así, cuando el cronista observa, en “Molinos de viento en Flores”, “un molino de viento desmochado”, con “(a)lgunas paletas torcidas (que) colgaban del engranaje negro, allá arriba, como la cabeza de un decapitado” (12), no sólo ofrece una imagen poética y visual del paisaje observado, sino una comparación que, por un lado, humaniza lo percibido, y, por otro lado, alude a la desarticulación de un espacio, a su muerte. Esta interpretación es reforzada si notamos que inmediatamente después de esta comparación Arlt evoca el pasado del barrio de Flores con un pensamiento tan seguro de la belleza pasada como de su inexorable desaparición.

La idea de la enfermedad se liga al espacio y logra animizarlo hasta la humanización. En la Recova del Paseo Colón, una de “Las cuatro recovas”, encontramos caserones con “muros leprosos” (13), lepra que también afectará el espacio de los conventillos -descritos en “El conventillo de nuestra literatura”- “donde la mugre ha llenado de lepra las paredes” (55). En ambas apariciones la mención a la enfermedad sirve para graficar visualmente la humedad y el descascaramiento de las paredes, así como para vincular dicha apariencia a la suciedad y a la pobreza. Pero la falta de salud no se restringe al espacio que ocupan las clases marginales o bajas, por el contrario, termina afectando a toda la ciudad, en cuyo corazón “estaba ese cáncer que se llama conventillo” (56), espacio que, irreductible a lo físico, remite al lugar social de la marginación, de la exclusión que el escritor debe denunciar porque, tal como dice Arlt: “¿Cómo no hablar de estas cosas? ¡Caramba! Si son las que saltan ante la sensibilidad de todo hombre que tenga un poco de corazón” (56).

Los espacios sobre los que Arlt trabaja pertenecen a una periferia que se va a ir ampliando a lo largo de su producción. Según Rodríguez Pérsico, el autor de las Aguafuertes “realiza una operación desacralizadora que consiste en la centralización de los márgenes, en convertir lo que es socialmente fronterizo en elemento simbólico fundamental (Rodríguez Pérsico: 9). Los espacios privilegiados por el discurso arltiano están en los márgenes sociales, aunque se ubiquen en el centro físico de la ciudad, y son espacios, generalmente, expulsivos. Arlt le sugiere al lector, en la aguafuerte “En las calles de la noche”, que “(r)ecorra (…) los barrios de Palermo, las calles perdidas de los alrededores de Parque Patricios, Balvanera, alrededores de Once” y le adelanta que lo que encontrará son “(p)uertas cerradas por todas partes” (42). Lo que estas puertas clausuradas muestran es la dificultad que tienen los caminantes nocturnos y solitarios de Buenos Aires para encontrar un espacio que los reciba y les ofrezca refugio y consuelo.

Estos hombres de la multitud no limitan su búsqueda a un espacio físico que les sea funcional en un sentido práctico, por ejemplo, para dormir. Art ejemplifica cómo la relación con un espacio no se restringe a la comodidad que éste pueda ofrecer, contando, en esta misma aguafuerte, el caso de un amigo, al cual “(l)a miseria lo llevo una noche a uno de esos hoteluchos”, tan baratos como pobres, del que huyó, luego de imaginar “la caravana de desdichados que por allí había pasado”. Si bien la comodidad de este espacio, “donde se desprendían lonjas de empapelado descubriendo una capa más antigua de papel floreado” (44), es mínima, la elección de “dormir en una plaza” no se funda en criterios prácticos por los que se reconozca un mayor confort en este espacio público, más bien, se basa en parámetros emocionales desde los que “(e)ra preferible el techo de la noche a aquella cerrazón maldita” (44). La imagen de lo cerrado reaparece varias veces en “En las calles de la noche”. En la habitación del hotelucho recién señalada, en las puertas de la calle de los distintos barrios porteños, y también en la imagen de los templos, espacio espiritual que se demanda, pero que se niega a los hombres que encuentran “(e)sas enormes puertas cerradas y, afuera, la desolación” (43).

En “El desierto en la ciudad”, escrito unos meses antes que la aguafuerte recién comentada, Arlt ya se había detenido a describir el “afuera” urbano emplazado en una espacialidad común, extendida y negativa. Común por la previsible uniformidad del lugar abordado: las plazas, “oasis de la civilización” que, en Buenos Aires, son “feas” y “las que más predisponen al suicidio” (17). Extendida porque, al generalizar la disvaloración de estos espacios, la representación negativa de uno de ellos puede extenderse a la totalidad, con lo que se diseña un paisaje urbano y público que despliega y reproduce su hostilidad, al punto de grabarse en la memoria de un hombre como “el más abominable lugar de sufrimiento que hay sobre la tierra” (18).

Así como las calles céntricas de la ciudad tienden a anular las posibilidades de encuentro, comunicación y solidaridad, los barrios también empiezan a participar de los problemas suscitados por la masificación, la despersonalización y el creciente materialismo urbano. En “Molinos de viento en Flores”, el barrio de Flores se percibe como un espacio social cuyos valores morales positivos, la cordialidad y la hospitalidad, por ejemplo, se han perdido. En esta aguafuerte en la que se evoca un Flores de antaño Arlt lamenta no sólo el cambio edilicio, sino fundamentalmente el moral. Antes

(l)a gente vivía otra vida más interesante que la actual. Quiero decir con ello que eran menos egoístas, menos cínicos, menos implacables. Justo o equivocado se tenía de la vida y sus de sus desdoblamientos un criterio más ilusorio, más romántico. Se creía en el amor (14 ).

La mutación negativa de la idiosincrasia del barrio será ligada, entre otras cosas, a una nueva distribución del espacio que reemplazó las construcciones amplias del Flores de “las enormes quintas solariegas”, del barrio que era “espacioso”, por “chalecitos que ocupan el espacio de un pañuelo” (12), por “casas de departamentos o casitas ideales para novios”, por “edificios de tres pisos”(13). Esta insistencia discursiva en la redistribución espacial pone de manifiesta un cambio que se estaba viviendo en la ciudad “real”, el intenso crecimiento poblacional cambiaba la fisonomía de los barrios y las formas de vecindad, a lo que había que agregar el encarecimiento de la tierra urbana, encarecimiento que Arlt señala en dos oportunidades; en la primera expresa que, en un pasado cercano, “(l)a tierra (…) no valía nada”, en la segunda, explica que los vecinos no están “como para romanticismo. Allí, la vara de tierra cuesta cien pesos. Antes costaba cinco y se vivía más feliz” (14) [21]. La cita anterior muestra como Arlt establece una hipótesis que vincula la pérdida de felicidad con un creciente materialismo que comienza a caracterizar a Buenos Aires.

Las relaciones directas, la tranquilidad y la inocencia que se empiezan a perder en los barrios de la ciudad todavía se hallan en los lugares descritos en “Pueblos de los alrededores”, los que se definen por oposición a la metrópoli; ellos son “pueblos para soñar, pueblos de serenidad” (38), y es esta última característica la que reitera una isotopía en la que convergen el silencio, el orden, la tranquilidad, la poca densidad poblacional y la limpieza. Todas éstas son cualidades de las que carece el espacio urbano. El silencio se asocia tanto a la ausencia de los ruidos urbanos de una apabullante modernidad industrializada, como a la presencia de un vínculo que la ciudad con dicha modernidad rompió: el que nos une al ritmo de la naturaleza. Esta idea es trabajada por Arlt en esta aguafuerte en la que repite literalmente la expresión, que es de este modo acentuada, “hay tantos árboles en estos pueblos que de cada hoja cae un silencio”; y en la que enumera de modo indiferenciado los componentes naturales y las construcciones del hombre para recrear, con tintes pictóricos casi modernistas, un lugar ameno de

calles en las que el paso del transeúnte resuena nítido y claro, frentes de ladrillos, rojos y sombríos, faroles en los muros, fachadas de color rosa, de color azul (…), jardincitos, horizontes, horizontes por todos los costados, encrespados de nubes, con cresterías de eucaliptos, con losanges de oro, lagos de nácar, montañas de algodón (52/3)

El orden y la mesura de los pueblos también se valoran por comparación con la ciudad. Mientras que en el pueblo la ubicación de las construcciones es planificada: “La Iglesia aquí, enfrente la comisaría, más allá la Municipalidad, la plaza, tres cuadras más lejos el paso a nivel de la línea de ferrocarril”; en la ciudad se estilan “arquitecturas improvisadas”, con viviendas que son “cuevas de cuatro por cuatro” con “balconcitos para pigmeos”. Y nuevamente, así como la antítesis silencio del pueblo/ruido de la ciudad se asocia al grado de urbanización como un fenómeno moderno, la antítesis planificación espacial del pueblo/ improvisación arquitectónica de la ciudad se asocia al grado de “progreso” como objetivo de la modernidad. Así lo explica Arlt:

nosotros, hombres de ciudad, estamos acostumbrados a un espacio de dieciséis metros cuadrados. A la oscuridad de los departamentos. Y a todo lo francamente abominable que el progreso, la tacañería de los propietarios, y los digestos municipales han amontonado sobre nuestras cabezas. En cambio estos pueblos… (53)

Pero no será en los pueblos donde Arlt encontrará el espacio propio, sino en las calles, y particularmente en una de ellas, Corrientes, cuya valoración participa de una contraposición con otra que será su antitesis: Florida, calle expulsiva y despersonalizada que evitan “los desdichados”, eluden “los miserables que albergan un proyecto” y esquivan “los soñadores que llevan un mundo adentro”. En ella no entran “todos aquellos que necesitan de la calle para desparramar su angustia o para recogerla en un ovillo nervioso” (22).

La despersonalización de esta calle será acentuada al compararla con otras y concluir que ella es “la más despersonalizada”, “(l)a más conocida e insignificante”. Arlt explica esta característica extensamente y señala, entre otros argumentos, que “hay de todo como en farmacia. Y ese poco es pretencioso con tendencias al lujo” y “la enorme vulgaridad de sus tiendas con liquidaciones”. Es a la vez el espacio de la ampulosidad y de la carencia. Abundan en ella los comercios y el comercio, vidrieras, escaparates, teatros, bares automáticos, pero carece de espíritu:

le falta “ese no se qué” que, tanto en las mujeres como en las calles, pone su encanto finísimo y particular; esa atmósfera extraña, singular y perceptible que, de pronto, nos encanta sin que podemos definir de qué ángulo o de qué gesto se escapó esa poderosa atracción que nos seduce (“La calle Florida”: 34).

La valoración de Florida es, como dijimos, opuesta a la que recibe la calle Corrientes, la “que más que calle parece una cosa viva”. Si la anterior produce indiferencia, ésta despierta el sentido de pertenencia, ella es “calle nuestra, la sola calle que tiene alma en esta ciudad, la única que es acogedora, amablemente acogedora” (Corrientes, por la noche”: 43). El recurso que más utiliza para describirla es la enumeración caótica, la yuxtaposición de elementos disímiles que conviven en una extraña comunión. El cronista enumera la profusa población de la calle así como los objetos y lugares que la con-forman y acentúan la mezcla hasta formar la idea de un cambalache en el que conviven en una librería “volúmenes hinchados de pornografía junto a la millonésima edición de Martín Fierro”. La calle de la multiplicidad es también la calle carnavalizada que permite que se truequen las jerarquías, que se inviertan los papeles, por ejemplo, en las “(p)eluquerías de mujeres donde entran y salen hombres”; y es que en esta calle todo “pierde su valor. Todo se transforma”, las reglas sociales pueden ser violadas por “(d)iarieros que se tutean con mujeres admirablemente vestidas”, por “señores con diamante en la pechera que le estrechan la mano al negro de un “dancing”, todo lo que muestra que, tal como sostiene José Luis Romero, en el Buenos Aires del veinte, Corrientes es uno de los terrenos donde la cultura del centro y las culturas marginales se entrecruzan y compenetran sin conflictos. [22]

III. Conclusión

La ciudad “imaginada” en las “Aguafuertes Porteñas” escritas por Roberto Arlt a fines de los años ¢20 establece explícitas correlaciones con la ciudad “real” cuando pone en discurso algunas características coyunturales de la Buenos Aires de este período que, por un lado, se advierten como problemáticas, y, por otro lado, se problematizan. Los rasgos que la ciudad de Buenos Aires exhibía en la segunda década del siglo XX y que las aguafuertes trabajadas documentan son: la heterogeneidad de la masa poblacional conformada principalmente por los inmigrantes, las clases populares y la clase media; las escisiones socio-económicas intergrupales e intragrupales; el ensanchamiento de los márgenes sociales; el cosmopolitismo; los procesos de modernización; y la masificación social.

La heterogeneidad de la población pone en juego problemas también heterogéneos y particulares a cada grupo, a los que Arlt distingue y analiza, estableciendo entre ellos diferencias y similitudes que se manifiestan en el plano espacial. En el grupo de inmigrantes difieren los pobres de los prósperos. Los primeros son originarios de un mundo rural alejado de la economía monetaria y encuentran en el mundo urbano un lugar que les obliga a trocar sus valores y prácticas y les niega la oportunidad de la pertenencia y del ascenso social. Los segundos, por ejemplo los israelitas de la calle Corrientes, son comerciantes que pueden acomodarse y adaptarse socialmente porque poseen algún capital y sobre todo un grupo que los cohesiona. Estos sub-grupos visibilizan sus diferencias en la dispar ubicación que tienen en el espacio social de la metrópoli: mientras los inmigrantes prósperos se ubican en el centro de la ciudad, los otros son expulsados a sus márgenes.

La clase media, al igual que el grupo de inmigrantes, es susceptible de distinciones. Cuando sus miembros se ubican en la calle Corrientes sus diferencias convergen en una espacialidad compartida, la de un espacio público que es social e integracionista, y que opera como un lugar de tránsito que en lo nocturno se embellece gracias a la iluminación callejera, signo de la modernización y tecnificación de Buenos Aires, que le permite a Arlt focalizar lo que de ella prefiere: la calle como un escenario teatralizado donde es posible la carnavalización actancial, la mezcla. Los comerciantes y pequeños propietarios que se localizan en Corrientes reciben una valoración positiva “excepcional”, como “excepcional” es el entrecruzamiento social que la calle propicia. Frecuentemente la burguesía será denostada por Arlt, como se patentiza en la aguafuerte “Pasaje Güemes”, donde la imagen de lo burgués se asocia a lo norteamericano y a un conjunto de rasgos negativos que se le adjudican, entre los que sobresalen el mercantilismo exacerbado y un frívolo y superficial consumismo.

Todos los inmigrantes no son iguales en las aguafuertes, tampoco lo son los comerciantes, pero tienden a igualarse, a uniformizarse, los trabajadores urbanos y las clases populares que se distancian en el discurso arltiano, en parte, de los atributos que caracterizaban al proletariado de la época. Arlt retrata a obreros indiferentes, pasivos, despojados de la combatividad que manifestaron durante la segunda década del siglo XX. Fatalismo, estoicismo, inmovilidad, serán las características que se le adjudican a las clases bajas, las que se patentizan, por ejemplo, en “El conventillo de nuestra literatura”.

Los inmigrantes, junto con la multiplicidad de nuevos trabajos y actividades que aparecen en la modernizada ciudad, dotan a Buenos Aires de un característico cosmopolitismo que Arlt condensa en la calle Corrientes, espacio que se exalta a través de una profusa axiología positiva fundada en una subjetividad ciudadana que se reivindica, y que tiene como rasgos principales la alegría y la despreocupación. La definición de esta calle se carga de una imaginada espiritualidad que condensaría lo típicamente porteño, autenticidad planteada desde una perspectiva esencialista que, como ya dijimos, se empeña en dibujar una Buenos Aires fija, respondiendo probablemente a la necesidad de mantener cierta certeza sobre los espacios de una ciudad “real” en la que éstos mutan profunda y aceleradamente.

La despersonalización de las relaciones sociales en la Buenos Aires del 20 es planteada desde una perspectiva vivencial que rescata la experiencia de pérdida que viven los ciudadanos de una metrópoli cuyo crecimiento hace más complejas las relaciones interpersonales y genera un creciente anonimato, todo lo que despierta nuevos sentimientos de soledad y de abandono sobre los que Arlt reflexiona en “El desierto en la ciudad”, donde compara la ciudad con un desierto, lugar que está lleno de personas y a la vez vacío de comunicación, lugar que acrecienta el individualismo y la indiferencia. En esta ciudad-desierto porteña aparece el “hombre Robinson Crusoe”, un incomprendido, un fruto de la indiferencia urbana, cuya sociabilidad se halla dañada, por lo que debe desplazarse, expulsado, desde la cultura, a la naturaleza.

Todos los espacios de las aguafuertes se vinculan con la experiencia de los personajes y se construyen principalmente desde ésta. Son espacios a los que pertenecen los sujetos o los grupos, son los lugares en los que se desplazan, se comunican, se relacionan, se ensimisman; son ámbitos que los acogen o que los expulsan. El paisaje urbano que diseñan estos espacios de la experiencia retoma, como probamos, constantes referencias a la Buenos Aires de los años 20, en sus aspectos físicos, sociales, económicos y políticos, con lo que se manifiesta el carácter testimonial e informativo del discurso arltiano que documenta el rostro de una ciudad real, múltiple y cambiante como los perfiles identitarios que en ella circulan y se establecen.

Pero el espacio urbano referido en los textos no pre-existe totalmente a las aguafuertes, más bien, adquiere plena existencia a través de la escritura que fija y difunde su imagen, su representación. Las aguafuertes porteñas serán un magnífico medio para instalar y para transmitir una serie de imaginarios referidos a Buenos Aires que consumirán miles de lectores de El Mundo, provenientes de los sectores medios urbanos, que le permitirán a Arlt consolidar un público que lo respalda y le permite legitimar su lugar de enunciación (Saítta, 1993: 59), así como la validez de sus enunciados, referidos a una ciudad surgida, en parte, de la observación, y, en parte, de la invención. Dicha invención se configura a través de un lenguaje que es, como ya notamos, poliédrico, dinámico y subjetivo. Es poliédrico porque lo observado no tiene un único lado, sino varios, y la necesidad de darlos a conocer a todos se traduce en frecuentes enumeraciones que tienden a ser caóticas por la diversidad de elementos y perspectivas relativos al espacio que se nombran. Es dinámico porque sus lugares son móviles, realizan actancias, son animizados, animalizados y humanizados, vinculándose con personajes que interactúan en ellos y “con” ellos. Es subjetivo porque su construcción no es ajena a las constantes y explícitas modalidades axiológicas que revelan los valores y disvalores adjudicados por el emisor a un espacio que es físico, pero fundamentalmente social.

En las aguafuertes porteñas escritas en los años 20 encontramos un modo dinámico de mirar la ciudad debido tanto a la perspectiva móvil del observador como a la naturaleza también móvil de lo observado. La ciudad arltiana es descrita y narrada por un hombre que camina. Arlt es el cronista viajero cuyo deambular, por un lado, desencadena la narración, y, por otro lado, representa un cambio respecto de la inmovilidad del periodista tradicional que redactaba sus notas desde el encierro en una redacción. El cronista de las aguafuertes porteñas es ejemplo del repórter moderno que, además de circular por el espacio que registra, se apropia de distintas narraciones que en él circulan, a las que entreteje con su propio discurso, legitimado desde la experiencia personal. El deambular urbano es definido, descrito y valorado en las aguafuertes que diferencian, además, dos tipos de vagos, uno asociado a una vagancia infructífera, pura falta de valor y abulia, y el otro ligado a una vagancia fructífera, cargada de valores promovidos, por ejemplo el escepticismo y la imaginación.

El constante movimiento que caracteriza a los personajes de las aguafuertes relevadas, y al propio Arl, pone en juego una serie de imágenes sensoriales que surgen del contacto de los sujetos con el paisaje urbano recorrido, sentido y contemplado. El hombre arltiano no encuentra en la metrópoli un centro fijo de pertenencia, por eso no puede más que desplazarse en la vorágine urbana que mueve y lo con-mueve.

Al activismo que la ciudad real promueve, las aguafuertes que aquí analizamos le contraponen el espíritu contemplativo y reflexivo del vago con el que Arlt se identifica, personaje que transforma la ciudad y su vida cotidiana en un espectáculo para ser, además de recorrido, mirado. El vago balconeador será un observador, en ocasiones, animalizado, pudiendo explicarse dicha animalización porque en el ambiente de la naturaleza encuentra una libertad que le niegan las reglas de un ambiente social altamente productivista y alienante. El vago contemplativo tiende a ubicarse, al igual que el hombre anónimo que se abandona en las plazas públicas, en el mundo de la naturaleza, ambos desplazamientos señalan la dificultad que encuentran los sujetos para adaptarse a un espacio urbano que instala nuevas y complejas reglas de juego social.

El conocimiento de la observación directa, fruto del vagabundear, es la base de la epistemología del artista que Arlt propone. El vagabundo goza al encontrar en el espacio urbano un universo secreto y nuevo. Lo secreto se oculta en los espacios privados, en los espacios públicos, en los rostros que operan como fachada que el cronista cree poder leer y clasificar en una diversidad de tipos humanos. Lo nuevo afecta la fisonomía física y social de la ciudad, cambiando la relativamente estable cartografía social de la “gran aldea” por la inestable de la “metrópoli”, metamorfosis que alimenta el malestar ciudadano que se revela en el desenfreno sorpresivo con que se muestran, con frecuencia, los personajes de las aguafuertes porteñas.

La explosión del paisaje urbano fragmenta la ciudad que aparece en las aguafuertes porteñas de 1928 y 1929, la que se percibe multiforme y disgregada, geocultura insegura y movediza que afecta la constitución de la identidad porteña que, como los espacios, explota en diferencias, en complejidades que Arlt simplifica y organiza a través de la construcción estilizada y estilizante de tipos urbanos a los que sitúa en espacios también tipificados. La modernización que vive Buenos Aires a fines de los 20 le ofrece a Arlt nuevos materiales para incorporar a su literatura, materiales que, desprestigiados por la cultura letrada, forman parte de la ciudad real que Arlt visibiliza en una escritura que comienza a retratar la cara de un espacio en el que pocos se detenían: el del suburbio.

Pero además de representar los márgenes urbanos, las aguafuertes porteñas escritas a fines de los ¢20 configuran la ciudad desde la calle Corrientes, desde el centro donde se manifiesta claramente la modernización urbana. Allí el cronista encuentra un lugar público cuya tecnificación condensada en la iluminación eléctrica modifica los ciclos naturales de la vida antigua e impone los de una modernidad sin noche, sin oscuridad y sin descanso. La intensa y cromática luz eléctrica de la calle Corrientes convierte al espacio en escenario teatral donde actúan sujetos, también teatralizados.

La ciudad que emerge de las aguafuertes analizadas se construye a través de sinécdoques que contemplan sus partes. Conocemos Buenos Aires a través de sus calles, barrios y plazas, partes todas de un paisaje activo y animado a raíz de la constante antropomorfización del espacio urbano que se reconoce “enfermo” de miseria e inequidad que el escritor, según Arlt, debe denunciar. Los espacios privilegiados en el discurso arltiano se ubican en los márgenes sociales; en lugares hostiles ya por ser expulsivos, ya por ser cerrados. Los hombres no encuentran, finalmente, un lugar de pertenencia en el “adentro” angustiante de las pensiones miserables, pero tampoco lo descubren en el “afuera” público de las plazas que los enfrentan con la soledad y la indiferencia.

Las posibilidades de encuentro y de comunicación entre los ciudadanos tienden a cancelarse en el espacio público en el que se incluyen los barrios que, a fines de la década del 20, ya experimentan algunos problemas derivados de la masificación y el creciente materialismo urbano. En “Molinos de viento en Flores”, el barrio de Flores se percibe como un locus social deteriorado, que ha perdido algunos de sus positivos valores morales a los que ha suplantado por otros sesgados e invalidados discursivamente. La mutación negativa del barrio halla entre sus causas una re-tasación y una re-distribución espacial que encarece la tierra urbana y, por ello, reemplaza las construcciones amplias por las pequeñas edificaciones. Estas dos modificaciones que vive la ciudad real cambian la fisonomía de los barrios y las formas de vecindad, mutaciones todas en las que Arlt se detiene.

Las relaciones directas, la tranquilidad y la inocencia que se empiezan a perder en los barrios de la ciudad todavía se encuentran en los lugares descritos en “Pueblos de los alrededores”, los que definidos por oposición a la metrópoli permiten soñar a los hombres que en ellos encuentran serenidad, silencio, orden, poca densidad poblacional y limpieza, cualidades de las que carece el espacio urbano. Los pueblos y la ciudad se proponen como antítesis; los primeros son fruto de una racional planificación y la segunda de una improvisada y avara disposición de los espacios. En los pueblos hay un imponente silencio, contrario al ruido que inunda la ciudad debido a una mayor concentración poblacional pero también a una mayor modernización urbanística.

No será en los pueblos, como ya dijimos en el desarrollo, donde Arlt encontrará el espacio propio, sino en las calles, y particularmente en una de ellas: Corrientes. La calle Corrientes es un lugar vivificado que despierta el sentido de pertenencia, acrecienta la sensación de bienestar ciudadano y se contrapone a otro espacio que es su antítesis: Florida, calle expulsiva y despersonalizada que se muestra como el espacio público de la ampulosidad y de la carencia. Lugar en donde abundan los comercios y el comercio, pero donde se carece de espíritu, lo que produce en Arlt más que indiferencia, rechazo. Corrientes, al contrario, será el lugar amado por quienes no le temen a las diferencias ni al entrecruzamiento de esas diferencias que Arlt sólo puede presentar a través de enumeraciones caóticas referidas a una pródiga y heteróclita población: luces eléctricas, ruidos, música, edificios, comercios, alcohol, máquinas y hombres.

Todo junto y todo mezclado parece ser el lema de Corrientes, una calle carnavalizada que permite que se truequen las jerarquías, se inviertan los papeles y se suspendan las distinciones socioeconómicas, razones por las que Arlt la exalta no sin idealizarla, valorando sobre todo la posibilidad que ella ofrece para cultivar y entablar relaciones directas entre sujetos diferentes, en una metrópoli en que la masificación acentúa la despersonalización y la marcada escisión social debilita la comunicación y la integración de sujetos y grupos.

Notas

[1] Cfr. Saítta, Sylvia. El escritor en el bosque de ladrillos. Una biografía de Roberto Arlt. Buenos Aires, Sudamericana, 2000, pp. 56/63. [volver]

[2] La numeración, entre paréntesis, que figura al final de cada cita de las “Aguafuertes Porteñas” de Roberto Arlt señala la/s página/s donde ella, dentro de la edición correspondiente, puede encontrarse. [volver]

[3] Rama, ángel. La ciudad letrada, Arca, Montevideo, 1995. [volver]

[4] Según J. L. Romero, fue “la posibilidad y la esperanza del ascenso social lo que promovió la inmigración: del extranjero hacia los diversos países latinoamericanos, y dentro de ellos, de las regiones pobres hacia las ricas, o de los campos hacia las ciudades. La intensa movilidad geográfica correspondía a las expectativas de movilidad social que crecían hasta un grado obsesivo”, en Romero, J. L. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires, Siglo XXI, 2001, p. 270. [volver]

[5] Barbosa observa que “(l)os inmigrantes que llegaron a Argentina en grandes masas pertenecían en su mayoría a los estratos más pobres de los países expulsores. La rama de actividad preponderante era la agricultura y el nivel económico-social era predominantemente de niveles poco favorecidos”, en Barbosa, Susana. “Aguafuertismo arltiano. Configuraciones prototípicas en la sociedad de inmigración”, en AA.VV. Diez lecturas de Arlt, Buenos Aires, Fundación El Libro, 2000, p. 33. [volver]

[6] Ver Romero, J. L. op. cit., p. 331. [volver]

[7] Ver Romero, J. L., op. cit. pp. 273/74. [volver]

[8] Ver Romero, J. L , op. cit., p. 272. [volver]

[9] Las bastardillas de las citas son nuestras. [volver]

[10] Saítta explica que “(e)n este proceso de ampliación textual que acompañan los procesos de modernización que se abren en 1880, la prensa escrita juega un rol importante ya que la avidez de un nuevo público junto con nuevos pactos de lecturas, abren la posibilidad de reconocer otras dimensiones tópicas-centralmente los “bajos fondos” de la ciudad- en crónicas y notas cuyo referente principal son los arrabales, los barrios alejados del centro o el puerto, en las cuales se escruta el Buenos Aires menos visible”, en Saítta, Sylvia. Regueros de tinta. El diario Crítica en la década de 1920, Bs. As., Sudamericana, 1998, p. 189. [volver]

[11] Cfr. Saítta, Sylvia, en “Introducción” a Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, vida cotidiana, op. cit., p. III. [volver]

[12] “El espíritu de la calle Corrientes no cambiara con el ensanche”, en Arlt, R. Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Losada, 2004. [volver]

[13] García reconoce que en el discurso arltiano el vagar “remite a una clase de sujeto que solo mira y camina o, en otros términos, se asiste a la conformación de un personaje, coincidente en muchas ocasiones con la voz narrativa del texto, que se halla reducido a una pura mirada en movimiento al margen de cualquier circuito productivo”, en García, Guillermo. “Arlt y las ciudades”, en AA.VV. Diez lecturas de Arlt, Buenos Aires, Fundación El Libro, 2000, p.108. [volver]

[14] Bs. As. tenía ya 677.000 habitantes en 1895 y tocaba los dos millones en 1930, ver Romero, J. L., op. cit. p. 251. [volver]

[15] Cfr. García, Guillermo. Art. cit., pp 109/110. [volver]

[16] “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”, en Arlt. R. Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Losada, 2004, p.150. [volver]

[17] Ver Barbosa, Susana. “Aguafuertismo arltiano. Configuraciones prototípicas en la sociedad de inmigración”, en AA.VV. Diez lecturas de Arlt, Buenos Aires, Fundación El Libro, 2000, p. 22. Arlt no fue, sin embargo, el fundador literario del suburbio puesto que la invención poética de éste comienza bastante antes, a comienzos de siglo con Carriego. Hacia 1928 el suburbio ya está en las letras de los tangos, en la literatura social de Boedo y también, aunque de otro modo, en la poesía de Borges. [volver]

[18] Ver Sarlo, Beatriz. “Arlt: la técnica en la ciudad”, en La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1997, p.43. [volver]

[19] Ver Williams, Raymond. El campo y la ciudad, Paidós ,Buenos Aires, 2001. Traducción de Bixio, A. y prólogo de Sarlo, B. p. 293. [volver]

[20] Los primeros ensayos de uso de la electricidad para iluminación artificial de la ciudad datan de 1882. El nuevo sistema sucedía al de gas y al de faroles con velas de sebo, pero el empleo de electricidad para la iluminación de la ciudad de Buenos Aires se produjo con relativo retraso. La tendencia favorable a la electricidad registró un decisivo punto de inflexión entre 1907 y 1912, cuando se instalaron las primeras grandes usinas. Fue recién en 1920 cuando se sustituyó definitivamente el gas por la electricidad, ver Liernur, Jorge y Silvestri, Graciela. “El torbellino de la electrificación”, en El umbral de la metrópolis. Transformaciones técnicas y cultura en la modernización de Buenos Aires (1870-1930). Buenos Aires, Sudamericana, 1993, pp. 9/95. [volver]

[21] Ver, Romero, J. L. op. cit., pp. 350/1. [volver]

[22] La idea es planteada por Romero, J.L. en “La ciudad burguesa”, en Romero, J.L. y Romero L. A. (directores). Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, Buenos Aires, 1983. Citado por Sylvia Saítta en su Introducción a la edición de Aguafuertes Porteñas. Buenos Aires, vida cotidiana. Buenos Aires, Alianza, 1993, p. 5. [volver]

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