En ocasiones tengo la impresión de que no hay un solo asunto que no tenga que ver con la comunicación: la eficacia de la empresa, la supervivencia de la pareja, el éxito de los políticos, las colmenas de abejas y recientemente los vehículos a cargo de los Rusos. Sin embargo, un terreno que siempre me pareció refractario a su dominio es el del Arte. Por que sí bien es tradicional considerar la labor del artista como una forma de expresión, y en consecuencia comunicable, su eficacia depende de aquello que no es fácilmente transmisible.

Desde esta perspectiva estos dos campos quedan enfrentados, pero de un modo digamos… ambivalente. Para el arte, la expansión comunicativa resulta tentadora, tanto por las posibilidades de difusión como por las intervenciones específicas. A veces es tal la proliferación de mensajes y de canales, que es posible observar la generación de actos de arte espontáneos, anónimos y silvestres, tanto como para poner más en cuestión la ya dudosa categoría de autor.

En el otro extremo, la proliferación que antes mencionaba, obliga a los profesionales de la comunicación a recurrir a mecanismos creativos para poder diferenciar sus mensajes, creando producciones indistinguibles de una obra de arte, pero a riesgo de indeterminar el sujeto al que van dirigidas, lo cual contraviene los fines comerciales que los financian.

Sin embargo el artista no es un especialista en mensajes obtusos, ni tampoco un híbrido incapaz de ser distinguido de un periodista de investigación, tal como ocurre con algunos ejemplos del arte llamado conceptual. ¿Cuál es entonces la relación entre el arte y la comunicación?

La comunicación ha llegado a constituir un verdadero médium en el que nos movemos los humanos, especialmente aquellos que habitamos ciudades y dentro de ellas, quienes permanecen en el ámbito de los efectores: periódicos, televisores, radios, publicidad urbana, ordenamiento de la circulación y el hábitat ciudadano. Lo que caracteriza este territorio, como ya dije, es la profusión de mensajes. En todas direcciones y en tal cantidad que sorprende que alguien pueda orientarse en ellos y que sepa lo que se espera de él. Al menos mientras nos movemos en esa zona a la que esta red sanciona como lo cotidiano, lo habitual, incluso lo normal y sus desviaciones. En ella es imposible dar un paso sin pisar alguna señal, indicación, sugerencia, incitación, ruego o solicitud, cuando no una orden u amenaza.

También podría considerarse a esta masa como una memoria, de hecho en ella nos orientamos por recuerdos que determinan que modo de comportamiento vamos a adoptar: “donde fueres haz como vieres” era un consejo de mi padre, que incluía la visión y alguna vaga idea de que la imitación era la clave del éxito. Pero no hace falta, esa memoria colectiva guarda celosamente cada instrucción, y tiene además un atractivo adicional: cuando las cumplimos obtenemos el bién más preciado: el reconocimiento. El mismo que nos permite no sentirnos locos cuando deambulamos por ahí. En el fondo es como un negocio. Yo cumplo Ud. me reconoce. Lo asombroso es que habiendo tantas instrucciones para cumplir – incluidas las incitaciones comerciales – el negocio se mantenga.

El prestigio de la comunicación es indudable. Casi sin darnos cuenta le hemos encargado que nos diga cada mañana en qué consiste el día que viviremos, y lo mismo para los noctámbulos. Seguro encontrarán algún programa de FM en el que una voz melodiosa les dé suficiente información sobre la noche y sus actitudes al respecto. Y no estoy hablando de ninguna descripción escolar, solo basta hacer sonar unos cubos de hielo en un vaso. ¿ Es eso un mensaje?

Siempre hemos creído que la idea de mensaje está determinada por la voluntad de comunicar. Desde esta perspectiva un mensaje es el texto que alguien produce para decirle algo a otro (y no se me escapa que “decirle” implica una referencia al habla y que la noción de mensaje es mas amplia) El esquema goza de un consenso generalizado. Y coincide con lo que puede observarse habitualmente: la publicidad con la voluntad de influir sobre los consumidores. Las instituciones dando a conocer sus tareas, lo que ofrecen y lo que piden. Los medios – llamados de comunicación – que vehiculizan las noticias, opiniones y mensajes publicitarios e institucionales. Y todo este aparato no deja lugar a dudas de que alguien quiere decir algo, y también que quiere que lo escuchen. A veces no es tan sencillo sostenerlo especialmente cuando ser reciben esos mensajes que mezclan música estentórea, varias voces simultáneas, noticias catastróficas, discusiones, confesiones intimas escandalosas y llamados a la solidaridad: ¡¿Qué quiere eso?!

¿Importa saberlo? Importa, porque ese es el vector en el que se suele situar la relación entre el arte y la comunicación. Lo demuestra aquella pregunta repetida hasta el hartazgo, y que fastidia a todo artista que haya mostrado su obra alguna vez: ¿Qué quiere decir? Durante años lidié con ella, a veces intentando contestarla, otras haciendo silencio y otras de modo descortés, sin duda. En realidad dudaba de la legitimidad de la pregunta, protestando porque la gente era cómoda y no toleraba ni por un momento la incertidumbre que propone la obra. Otras veces pensaba que la pregunta era completamente legítima en tanto que todo lo que recibe la gente está inscripto en el registro en el que las cosas quieren decir algo.

Y para seguir con las obviedades hay que decir que si las cosas quieren decir algo es porque hay lenguaje. Y desde que hay lenguaje, las cosas quieren decir algo. Es ocioso determinar si fue primero el huevo o la gallina, porque andar buscando los orígenes es también un berretín de los parlantes. Para nuestros fines alcanza con decir que el lenguaje esta ahí desde un tiempo lo suficientemente largo como para que todo el mundo esté atento a la intención de decir. Los aficionados a la psicología evolutiva suelen contar uno de esos cuentos ordenados del principio al fin que tanto éxito tienen. El mito dice que, en tanto el lenguaje nos preexiste y es hablado por aquellos de los cuales dependemos, prestamos suma atención a cada una de sus manifestaciones, ya que en ellas puede sernos dicho lo que nos depara el futuro. Y es que esa dependencia nos impulsa a imaginar el futuro sostenido en un universo de razones y por supuesto, uno que se las sepa todas a quien poder delegarle nuestra precoz omnipotencia. Solo así el futuro deja de ser aterrador. Se entiende entonces que estemos atentos a todo lo que provenga de él. Aunque se trate de esos extraños sonidos, cargados de sugerencias que más tarde reconoceremos como palabras y serán entonces… mensajes.

Cuando uno escucha uno de esos programas en donde la voz es reconocida, por ejemplo: Volviendo a Casa con tal, puede percibirse una conversación que supuestamente nos incluye, donde cada tanto se nos menciona y las cosas que se dicen parecen estarnos dirigidas. Sin embargo este esfuerzo está apoyado en un supuesto: se habla para todos. ¿Es cierto que somos tenidos en cuenta? ¿Cómo nos reconocemos? Allí interviene un procedimiento caro al gobierno de las gentes: la identificación. Mediante su concurso cada cual encuentra su lugar. Incluso se desespera por hacerlo, y con razón, ya que aunque gobierno implica restricciones y renuncias, fuera de su ámbito no se está mejor. Locura, exclusión y marginalidad son alguna de las formas que nombran este ámbito, que de todos modos ya implica una identidad posible. El peor de los infiernos es el que no tiene nombre.

Entonces, hay una barahúnda chillona que nos rodea por todas partes y que bajo el supuesto de que nos tiene en cuenta, tomamos de ella las insignias con las cuales nos identificamos y también las señales que convierten esa hiperpoblada jungla de imágenes, voces e historias en un recorrido inteligible.

En ella se sostiene el prestigio de la creencia en el mensaje y fundamentalmente en sus dos extremos – el que dice y el que escucha – con ellos nos identificamos para que todo marche como corresponde. Las fallas, fracasos y malentendidos son considerados como ruido. Y la sencilla premisa de que uno habla y otro escucha oculta que ese formidable aparato habla solo, vocifera porque si, sin otro propósito que confirmar al emisor y al receptor para sostenerse a sí mismo, dejando en el centro de sus volutas aquello de lo que Lacan afirmaba que nadie quiere saber nada: el goce. Al hablar se goza y al comprender, también.

¿Qué lugar tiene allí el arte? Se puede contestar que el arte se encuentra allí como en su propia casa desde el tiempo en que la contemplación dejó de ser el modo de contacto con una obra de arte y se le comenzó a preguntar ¿qué quiere decir?

Esta pregunta no se la hubieran formulado a Rembrandt ni a Velásquez, a ellos se los contemplaba.

Pero a partir del impresionismo se rompió con el destino mimético del arte, que sostenía la contemplación, introduciendo la pregunta por el querer decir. Siguió un proceso espasmódico, que de vanguardia en vanguardia fue desarmando el programa visual que dominaba el arte desde el Renacimiento. El golpe definitivo lo asestó Duchamp al romper con lo que él llamaba “un arte retiniano” y también con el prestigio del oficio. Duchamp trató afanosamente de encontrar una obra que no quedara atrapada en las redes del sentido, pero, según se lamentaba en un reportaje que ya se ha hecho célebre: “todo acaba teniendo uno”. Lo que no reparó Duchamp es que justamente fue su operación la que colocó al arte en la perspectiva del sentido, porque hasta ese momento el arte estaba muy lejos de allí, en el campo en el que se lo encontraba siempre: la belleza. ¿Para qué fue necesario escapar del sentido si nadie le pedía al arte que diera cuenta de él? Comienza entonces un cambio que hará eclosión en la década del sesenta y que ha llevado a A.Danto a afirmar que se cumple la tesis hegeliana de que el destino final del arte es fundirse con la filosofía. En esa tesis el fenómeno artístico encuentra diferentes formalizaciones que tienen como eje, no la contemplación sino la reflexión; a veces sobre la propia posición en el sistema representacional, tal como nos hizo conocer el primer conceptualismo. Otras veces buscando el “más allá” de ese sistema, como el renacimiento del Dada en Europa y Estados Unidos en la década del sesenta. Y finalmente fundiendo el objeto de arte con el sistema general de los objetos según el programa del minimalismo. Todas estas posiciones dieron como resultado un movimiento que llevó progresivamente al arte fuera de los límites en los que se lo encontraba desde el Renacimiento.

Habría que volver a remarcar que algunas teorías de la comunicación afirman que es imposible no comunicar y que todo lo hace. Una silla, los pasos de un anciano en una avenida superpoblada y como no, la mirada de la rubia del cigarrillo. Habría que volver a remarcar que el justificativo de ese aparato es que todo tiene un sentido y puede ser “leído” como gustan decir los interpretólogos. Pues bien, el arte allí está para no permitir que las cosas rueden tan facilmente, para que cada tanto se oiga un chirrido que no pueda ser catalogado rapidamente como ruido, porque así como el ruido es de la misma materia que la música y responde a las mismas reglas, la obra, o el acto de arte se colocan en el lugar del mensaje, pero, para falsearlo, para que cuando el así llamado receptor abra la boca, reciba la estopa caliente que anunció Braque ante Le Demoiselles d’Avignon. Claro que puede escupirla, pero el proceso es irreversible y al final – si la obra ha sido eficaz – se habrá producido una modificación, que aunque pequeña va en el sentido contrario de las identificaciones sostenidas en las redes de mensajes; una modificación que hace aparecer en el horizonte una verdad solo para él, que lo obliga a tomar una posición. Esa posición se llama sujeto. A veces ese sujeto queda del lado del artista y en otros del lado del espectador. En realidad la eficacia de la obra se mediría en un orden inverso a la posibilidad de localización de ese sujeto.

La posición del artista, entonces, es aquella que produciendo un objeto, un mensaje o realizando un acto de arte y en presencia de un espectador, deja un lugar indeterminado para el advenimiento de un sujeto. Y habría que intentar otra porque esta deja vacante el lugar que le corresponde al goce. Ya que es su irrupción la que obliga a producir el plus de sentido en el que encontramos al sujeto. Por ello Duchamp afirmaba que en los museos solo había fósiles de obras de arte, el goce que las habitaba ya esta completamente dominado y pueden ofrecerse a una apacible contemplación sin tiempo.

Este era el programa del Renacimiento, la supremacía de lo visual, el goce de mirar y ser mirado pero, como ordenan en los museos: se ruega no tocar las obras.

Alegrémonos, la Televisión, encargada de administrar este programa, juega con fuego, y cada tanto se quema. Se aloja allí una cantera inagotable de mensajes, en tal cantidad, que cabe esperar que en el futuro, las obras de arte surjan en ella como hongos.

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