Como todas las cuestiones que nos parecen obvias, resulta bastante difícil responder a una pregunta tan simple. Los medios son parte de nuestra vida cotidiana, y como otras facetas de la misma, no solemos cuestionar su existencia. Nuestras definiciones son más bien prácticas: sabemos (con límites bastante difusos) que tipo de fenómenos englobamos en el nombre “medios de comunicación”, y podemos identificarlos cuando nos enfrentamos a ellos.

Para empezar, debemos detenernos, aunque sea por un momento, en la palabra “comunicación”. Es un término complejo y, como se suele decir, polisémico. Puede aplicarse a dos personas charlando amigablemente, y también a leer el periódico o mirar televisión. Aún más: se dice que los animales se comunican de variadas formas (por ejemplo, con su danza, las abejas “comunican” a sus compañeras de colonia el lugar donde han encontrado flores) e incluso las máquinas pueden comunicarse entre sí (una computadora cliente y su servidor en Internet, utilizando el protocolo -¿o lenguaje?- TCP/IP, como uno de muchos casos).

Pero la comunicación humana tiene un componente que no es común a estas otras formas: no se trata nunca del mero pasaje de información, sino de la creación de sentido. De una manera un tanto metafórica, podemos decir que a las máquinas y a las abejas les resulta indiferente el sentido del mensaje que trasmiten, pero de ninguna manera sucede los mismo con los seres humanos: hay informaciones triviales y profundas, responden de distinta forma a la pregunta “¿Qué quiere decir?”, pero también -y aún más importante- a la pregunta “¿Qué quiere decir, para mí?”.

Como veremos, las características técnicas de los medios de comunicación son importantes, ya que permiten o dificultan distintos tipos de usos. Sin embargo, detenerse en ellas impide considerar un aspecto aún más sustancial: los medios de comunicación posibilitan la producción, circulación y consumo de materiales significativos para las personas. Como sucede con la comunicación cara a cara, no se trata nunca de un mero intercambio de información, sino de un proceso vinculado a la generación de sentido. Refiere, por lo tanto, a los procesos de interpretación y simbolización sociales, es decir a los procesos sociales de semiosis.

Medios e instituciones sociales

En general, cuando pensamos en los medios lo primero que nos viene a la mente son determinadas tecnologías: micrófonos, cámaras, equipos de transmisión, imprentas, receptores, etc. Sin embargo, como explica R. Williams “al mismo tiempo, las comunicaciones son siempre una forma de relación social, y los sistemas de comunicaciones deben considerarse siempre instituciones sociales” [1].

Siguiendo con la argumentación de Williams, podemos considerar una frase bastante común: “la televisión (o ahora Internet) cambió profundamente nuestra sociedad”. Cuando decimos esto presuponemos que determinado desarrollo técnico impacta en las relaciones sociales y las modifica. Pero aquí nos olvidamos que cualquier desarrollo técnico se genera al interior de un sistema de relaciones sociales, y no como un elemento independiente.

Esto quiere decir, por lo pronto, que una invención determinada tendrá un abanico de posibilidades de desarrollo, y que sólo algunas serán efectivamente recorridas, en consonancia con las instituciones sociales que le darán vida y contenido. Una tecnología aúna un invento técnico con un uso determinado. La televisión, por caso, es en parte un desarrollo técnico complejo (la captura de imágenes y sonido con aparatos especializados, la transmisión mediante ondas radioeléctricas y su recepción en aparatos de tubos catódicos), una suma de invenciones que hacen posible su infraestructura técnica, pero también es la realización de determinado tipo de contenidos y programas, una organización horaria específica y modos de consumo también determinados.

¿Sería posible, con el mismo soporte técnico, otra televisión? Por supuesto, pensemos sin ir más lejos en una característica central de nuestra televisión: su recepción en el ámbito doméstico (a diferencia del cine), familiar y -cada vez más- individual. Esta modalidad de uso contrasta, por ejemplo, con las pantallas de donde Big Brother daba su mensaje a sus dirigidos en 1984. Consignas ideológicas explícitas a una audiencia que las recibía en lugares públicos. Nada más alejado del entretenimiento, condición central de nuestra TV.

Si no queremos caer en ejemplos de ficción, pensemos en la evolución de la lectura. Hoy es el ejemplo paradigmático de consumo cultural individual, pero en el pasado eran muy comunes las lecturas públicas (tal vez uno de los últimos vestigios es la lectura de las Escrituras durante el rito católico [2]): en la iglesia, pero también en los cafés y locales gremiales. En la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII, la lectura de los periódicos de crítica política era una actividad pública (y masculina) que se realizaba en las casa de café: unas 3.000 sólo en Londres, en aquella época, cada una con un núcleo de clientes regulares [3]. La transformación de la lectura en una actividad privada e individual supondrá la extensión de la las habilidades de la lectoescritura, una técnica obviamente disponible desde hacía mucho tiempo, aunque especialmente desde la invención de la imprenta de tipos móviles en el siglo XV, pero que recién en el siglo XIX tendrá una difusión amplia, en consonancia con un complejo de nuevas relaciones sociales.

Lo que eventualmente ganó el derecho a la lectura fue una combinación de tres consideraciones distintas: en primer lugar, y quizás especialmente en los países protestantes, el deseo de una instrucción y una mejora morales mediante la capacidad para leer la Biblia; en segundo lugar, la creciente necesidad, en la nueva economía industrial, de leer información e instrucciones impresas, y, por último, la necesidad política de acceder a los hechos y los argumentos en una democracia política en desarrollo [4].

A estas razones podríamos agregar, para el caso argentino, la necesidad de dotar de una identidad nacional común a las masas de inmigrantes (o mejor, a sus hijos), por vía de la asimilación de una cultura nacional homogénea: el proyecto sarmientino de la escuela pública y laica.

La reducción de los medios de comunicación a soportes técnicos, y el oscurecimiento consiguiente de su dependencia e implicación con sistemas de instituciones sociales, está vinculado a la confusión entre dos términos distintos: técnica (o invento técnico) y tecnología. Si técnica refiere a una habilidad o a la aplicación de una habilidad, e invento técnico denota, por consiguiente, el desarrollo de esa habilidad y la invención de ingenios que lo permitan, tecnología es algo bastante diferente. Tecnología alude al marco de conocimientos necesario para el desarrollo y aplicación de esas habilidades. Un bisturí es un invento técnico y la técnica quirúrgica es el desarrollo de una habilidad especializada, pero la cirugía es una tecnología, y supone un amplio marco de conocimientos médicos acerca de la salud y las maneras de reestablecerla mediante la intervención directa en el cuerpo del enfermo.

En este sentido, los medios de comunicación son tecnologías: de ninguna manera podemos reducir a la televisión, los periódicos, Internet o cualquier otro medio de comunicación a meros soportes técnicos: son incomprensibles si no aludimos a los marcos de conocimiento que posibilitan su desarrollo y uso, y que les dan características diferenciales, no necesariamente determinadas por sus potencialidades técnicas.

La aparición de la prensa de masas

El primer medio de comunicación al que podemos apropiadamente calificar como “de masas” es el periódico, y su aparición y desarrollo ejemplifican acabadamente las consideraciones realizadas en el apartado anterior, por lo que vale la pena detenerse en esta genealogía.

La invención de la imprenta de tipos móviles por parte de Gütemberg, en el siglo XV, abrió un amplio abanico de nuevas posibilidades. En principio, sin embargo, se limitó a la impresión de obras clásicas, especialmente la Biblia. El poder político y religioso estableció pronto rígidas normas de censura y control sobre las obras doctrinarias, pero también sobre la circulación de información política y económica.

Con todo, durante casi dos siglos fue afianzándose la publicación de hojas informativas en las distintas ciudades europeas, las que recién sobre comienzos del siglo XVII adquirieron periodicidad. Las monarquías de la época tomaron cuenta de la importancia que podía tener esta forma de difusión, y buscaron monopolizarla. Aparece así la prensa oficial, bajo la forma de las gazetas, primeros antecedentes de los diarios actuales.

El contenido de estas publicaciones puede resultar curioso a nuestros ojos. Como enumera Vásquez Montalbán, para el caso paradigmático de La Gaceta de Francia (aparecida en 1631):

1º Se practica todo el ocultismo posible sobre lo que ocurre en el propio país; 2º Se trasmiten las razones de estado en todo lo que afecta a la política internacional; 3º se crean unos históricos criterios de valoración de los hechos, sobre todo en lo que afecta a la vida de la comunidad nacional; y 4º Se mistifica todo lo que da “la imagen del poder”, desde el estado de buena esperanza de la reina hasta el anecdotario galante de los cortesanos [5].

Inglaterra es el país que más aceleradamente se moderniza durante el siglo XVII, modernización que abarcará todas las facetas de la sociedad. Es aquí donde hace su aparición una nueva fase en la historia de la prensa: los periódicos doctrinarios no oficiales, dedicados mayormente a la política doméstica y que defienden acaloradamente posiciones de sector o partido. Periódicos como el The Spectator, de Steele Addison, The Weekly Review, de Dafoe o The Examiner, de Swift serán consumidos profusamente por una burguesía en asenso, ávidamente interesada en participar más decisivamente en la vida política del reino.

Son periódicos de opinión, o ideológicos. De tiradas pequeñas, carentes casi totalmente de anuncios publicitarios, se sostienen como voceros sectoriales o por suscripción. Dan voz a grupos y sectores de la burguesía, pero también de la naciente clase obrera, algo que luego se intentará controlar desde el poder con una política de fuertes restricciones impositivas que volverán prácticamente inviable a la prensa obrera.

Durante la Revolución Francesa florecen este tipo de periódicos: Le Père Duchêne, de Herbert, Le Vieux Cordiller, de Desmoulins, y también Tribune de Peuple, de Babeuf, tal vez el primer periódico socialista de la historia. También es con la Revolución que cristalizan las libertades de opinión y de prensa, cuya aparición pionera data de la primera enmienda a la Constitución de Estados Unidos, en 1771. Tal como reza la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: “La libertad de comunicar sus pensamientos y sus opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre; todo ciudadano puede por lo tanto hablar, escribir, imprimir libremente, y sólo deberá responder de los abusos cometidos en el ejercicio de esta libertad en los casos previstos por la ley”. Sin embargo, estas libertades serán pronto limitadas por la dictadura jacobina y finalmente eliminadas de hecho por Napoleón.

El siglo XIX estará atravesado -en Europa- por la lucha en contra de las legislaciones restrictivas a la libertad de prensa, normas que se diseñan en cada país no para dificultar la prensa burguesa, sino la proletaria. Como afirmó ejemplarmente Lord Ellemborough, justificando la británica Ley del Timbre (1819): “esta ley no se promulgó contra la prensa respetable, sino contra una prensa pobre” [6]. Sin embargo, en respuesta a los procesos de urbanización y de industrialización, y haciendo uso de nuevos desarrollos técnicos como las imprentas a vapor, un nuevo tipo de prensa estaba listo para aparecer en escena. De cualquier manera, no se trata simplemente de un mero desarrollo técnico:

No hay que creer que [estas] aportaciones son hijas de la necesidad comunicacional como tal, sino de la necesidad comunicacional comercial e industrial. Si en la historia primera de las hojas volantes renacentistas están los grandes señores del comercio europeo, en la historia primera de la comunicación de masas está el elan de la expansión capitalista [7].

Estados Unidos será el país indicado para la aparición de la prensa de a centavo, ya que en este país no existían legislaciones impositivas restrictivas. Así, ya en la década de 1830 aparecen los primeros exponentes: el Sun, de Day y el Morning Herald, de Gordon Benett. Especialmente el primero de éstos redefinirá el concepto de noticia, dejando de lado los acontecimientos políticos y la opinión, para centrarse en relatos de delitos, catástrofes, desastres y falsos descubrimientos científicos. El punto de partida del Sun era diametralmente opuesto al de la prensa de tipo ideológica que había existido hasta el momento: se dirigía a las masas recientemente alfabetizadas, poniendo a su alcance un periódico barato y con un tratamiento noticioso atrayente; además, la financiación no se buscaba en la venta de los ejemplares, sino -por primera vez- en la publicidad.

En la medida en que se amplió el número de lectores, la publicidad comercial asumió un papel; cada vez más importante en la organización financiera de la industria; los periódicos se convirtieron en un medio imprescindible para la venta de otros bienes y servicios; y su capacidad para conseguir ingresos procedentes de la publicidad quedó directamente vinculado al número y perfil de los lectores [8].

Hacia 1880 este producto ya estaba maduro, en las versiones de Hearst (Journal) y Pulitzer (World), cuya competencia por mayores audiencias dio nacimiento al “periodismo amarillo”. Hacia fines de esta década los periódicos de ambas cadenas sumaban 1.500.000 ejemplares. Estamos ante el verdadero nacimiento de los medios de comunicación de masas.

Este nuevo medio necesita un contenido diferente. Para el caso norteamericano, que fue el de desarrollo más temprano, como ya dijimos, afirman De Fleur y Ball-Rockeach:

La Guerra Civil aportó cierta madurez al periódico, al subrayar que su función consistía en reunir, sintetizar e informar las noticias. Otra concepción más antigua del periódico, que lo entendía primordialmente como órgano de la opinión política partidaria, se había debilitado considerablemente [...] Esto no supone que los periódicos se desinteresaran de la política o dejaran de ser partidistas en ella: todo lo contrario. Los directores y propietarios individuales a menudo utilizaban sus periódicos para apoyar causas de uno u otro signo y para realizar “cruzadas” contra sus adversarios políticos. Pero, al mismo tiempo, se dedicaban a la información directa de noticias [9].

Este giro desde una prensa entendida como una tribuna de opinión a una prensa de masas que vive de la publicidad (cuyo negocio resulta ser, como se ha afirmado muchas veces, “vender audiencias a los anunciantes”) se traduce en la necesidad de un contenido más general y menos sectorial, que busca agradar e interesar a la mayor cantidad de público. Los géneros periodísticos actuales son el fruto de esta transformación.

De otro modo, no es posible entender el surgimiento de la objetividad como meta del periodismo. Si bien en las últimas décadas se ha puesto en duda a la objetividad, sigue considerándose como principal cometido de un periódico el informar y publicar noticias. De hecho, la rotulación de algunos espacios como columnas editoriales o de opinión no hace más que reforzar la idea de que el cuerpo general del diario es la narración de hechos, relato que las técnicas profesionales tratan de distanciar de la subjetividad del periodista.

Podemos ver entonces que los periódicos actuales no son un derivado directo del desarrollo técnico (aunque lo presuponen) ni de algún tipo de necesidad comunicacional. Como podríamos analizar también para otros medios de comunicación, los periódicos surgen en el entrecruzamiento de tradiciones culturales y profesionales, desarrollos técnicos, formas de organización e instituciones sociales vigentes. Los diarios actuales son frutos del capitalismo tanto en su faz superficial, como en su faz profunda. No solamente se trata de grandes empresas capitalistas que se rigen por la ley de la maximización de la ganancia, sino que incluso los géneros periodísticos con los que se construye su contenido y la misma filosofía que los sustenta (la libertad de prensa) resultan inentendibles sin tomar en cuenta su vinculación al desarrollo del capitalismo.

Medios y desespacialización de la experiencia

Al considerar los medios de comunicación, entonces, debemos siempre tener en cuenta su relación simbiótica con las instituciones sociales en las que habitan. Ahora bien, si avanzamos hacia la definición de la especificidad de los medios de masas, es necesario considerar una situación que recién se posibilita con el desarrollo de la modernidad: el desenclaje de espacio y tiempo.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, espacio y tiempo estuvieron anudados: la simultaneidad de una experiencia cualquiera suponía la proximidad física, y se regulaba por las interacciones cara a cara. La variedad de técnicas para la preservación de la experiencia (desde las reglas mnemotécnicas de los ancianos memoriosos, en las sociedades sin escritura, hasta la imprenta, pasando por la misma invención de la escritura y de los procedimientos pictóricos y escultóricos) ya supuso, desde la antigüedad, la desvinculación en relación al tiempo, pero recorrer grandes distancias implicaba necesariamente lapsos largos.

El desarrollo de las telecomunicaciones desde la segunda mitad del siglo XIX inauguró una situación absolutamente nueva en la historia humana: la simultaneidad a distancia. La repetida frase que afirma que habitamos un mundo más pequeño encierra una gran verdad, en la medida en que nuestra percepción de las distancias se relaciona íntimamente al tiempo necesario para recorrerlas, ya sea trasladándonos físicamente (para lo cual debemos agregar a la revolución en las telecomunicaciones la simultánea revolución en los medios de transporte), ya sea -algo que interesa más específicamente a nuestro tema- mediante la circulación de información.

La experiencia de interactuar en tiempo real con otro que está distante (como hacemos cuando hablamos por teléfono o chateamos) es consustancial a la tardomodernidad. No abundaremos al respecto, pero de eso se trata justamente la definición de globalización: la capacidad que han adquirido áreas estratégicas de las sociedades modernas -sobre todo los mercados financieros- para funcionar en tiempo real a escala planetaria.

La experiencia de la simultaneidad a distancia es tan común para nuestros contemporáneos que no solemos tomar en consideración que sólo se ha vuelto posible hace escasas generaciones. En 1793 se instala, en Francia, el primer sistema de telegrafía aérea, una red de puestos de repetición de señales mecánicas. Es un primer avance, pero recién con el desarrollo de la telegrafía eléctrica, en 1837 aparece el primer, rudimentario, medio de desanclar espacio y tiempo, aunque limitado casi totalmente a fines militares y comerciales. Habrá que esperar a la invención del teléfono, en el último cuarto del siglo XIX, para disponer de una técnica de uso doméstico. El éxito del teléfono en Estados Unidos ilustra su impacto: empieza a comercializarse en 1876 y cinco años después la red norteamericana ya cuenta con 123.000 aparatos. La invención de la “telegrafía sin hilos” por Marconi, en 1901, es el preámbulo para el desarrollo de los actuales medios electrónicos [10].

Por otra parte, el concepto de medios de comunicación alude también a la superación de otra limitación. Las formas de comunicación que no utilizan mediaciones tecnológicas se encuentran muy limitadas en la cantidad posible de participantes en el acto comunicativo. Aunque en la Antigüedad se utilizaron anfiteatros naturales o artificiales para posibilitar audiencias mayores, las limitaciones en el número son evidentes. Puede decirse lo mismo de las técnicas de reproducción manuales de textos e imágenes, trabajosas y de lenta obtención. Recién con la imprenta, y mucho más con los medios electrónicos, estas limitaciones son superadas: desde el punto de vista técnico, un mensaje puede tener como audiencia potencial a toda la población humana, y son comunes los que efectivamente alcanzan a cientos de millones de personas.

Sin embargo, resulta claro que cuando la participación es numerosa se producen importantes asimetrías en la capacidad de incidir en el acto comunicativo. En una conversación cara a cara los participantes intervienen activamente, y la contribución de cada uno incide directamente en las de los demás y, a la postre, en el desarrollo general de la interacción. No sucede lo mismo en un mensaje masivo, donde los emisores o productores definen el contenido de la comunicación, en ausencia de formas directas de retroalimentación. Esto no quiere decir que las audiencias sean absolutamente pasivas: con mi agrado o disgusto reinterpreto el mensaje y le doy un sentido, puedo seguir fielmente a un periodista, o cambiar de canal apenas aparece, mirar o no TV, leer o no un diario o una revista. Los índices de audiencia son (aunque limitadas) una forma de respuesta a la propuesta del medio: sin embargo resulta evidente la asimetría entre los emisores (que participan directamente) y la audiencia (que necesita formas mediadas para intervenir, desde los índices de audiencia y sondeos, hasta las cartas al lector).

De hecho, es útil la clasificación que ha propuesto al respecto J.B. Thompson, quien distingue: a) la interacción cara a cara, b) la interacción mediática y c) la casi-interacción mediática. La primera es parte de la dotación habitual de la especie y no requiere de técnicas especiales (más allá de las competencias lingüísticas y corporales) [11], en tanto que los otros dos tipos de interacción, en cambio, sólo se han vuelto posibles con el desarrollo tecnológico. La interacción mediática alude a las formas técnicas que permiten poner en contacto a individuos distantes espacial o temporalmente (enviar y recibir una carta, hablar por teléfono o conversar mediante el chat), mientras que la casi-interacción mediática refiere específicamente a las relaciones establecidas por vía de los medios de comunicación masivos.

Como dice Thompson acerca de la casi-interacción mediática:

Se trata de una situación estructurada en la que algunos individuos están implicados en la producción de formas simbólicas para otros que no están físicamente presentes, mientras que otros están fundamentalmente implicados en recibir formas simbólicas producidas por otros a los cuales no pueden responder, pero con quienes pueden establecer lazos de amistad, afecto o lealtad [12].

Resumiendo, los medios de comunicación masivos:

  1. son tecnologías dedicadas a los procesos sociales de producción de sentido.
  2. son instituciones sociales y se vinculan al resto de las instituciones de una sociedad. La manera específica que adquiere un medio depende de las potencialidades mismas de la técnica en cuestión, pero aún más de definiciones sociales externas a ella.
  3. permiten desanclar espacio y tiempo: el acto comunicativo se produce entre personas distantes espacial y temporalmente.
  4. posibilitan la intervención de numerosas personas (potencialmente toda la humanidad) en una misma interacción.
  5. entre todas las formas de comunicación que utilizan los hombres y mujeres, los medios remiten a aquellas donde existe una asimetría fundamental entre productores y receptores: la capacidad de injerencia de los primeros en el contenido de la interacción es mayor y más directa (casi-interacción mediática).

Notas

[1] Williams, Raymond. “Tecnologías de la comunicación e instituciones sociales” en Historia de la comunicación. Vol. 2: De la imprenta a nuestros días, Bosch. Barcelona, 1992, pág. 183. [volver]

[2] Este caso no es casual: recuérdese que una de las banderas de la Reforma fue precisamente la reivindicación del derecho de cada creyente a la lectura de la Biblia. La Iglesia Romana prefería restringir el acceso a la lectura e interpretación de los textos sagrados a los ministros, con lo cual favorecía la concentración del poder en el clero. Nuevamente, el uso de una técnica (en este caso la lectoescritura) está claramente condicionada por las instituciones sociales que la cobijan. [volver]

[3] cf. Thompson, John B. “La teoría de la esfera pública”, en Voces y Culturas Nº 10, Barcelona, 1996. [volver]

[4] Williams, R., op. cit., pág. 193. [volver]

[5] Vásquez Montalbán, Manuel. Historia y comunicación social, Bruguera. Barcelona, 1980, pág. 103. [volver]

[6] citado en Williams, R., op. cit., pág. 191. [volver]

[7] Vásquez Montalbán, M., op. cit., pág. 166. [volver]

[8] Thompson, John B. Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de comunicación, Paidós. Barcelona, 1998, pág. 109. [volver]

[9] De Fleur, Melvin L. y Ball-Rokeach, Sandra J. Teorías de la comunicación de masas, Paidós. Barcelona, 1982. [volver]

[10] cf. Mattelart, Armand. La comunicación mundo. Historia de las ideas y de las estrategias, Fundesco, Madrid, 1993. [volver]

[11] En realidad la interacción cara a cara supone una enorme complejidad y el dominio de competencias de muy diversa índole (lingüísticas, paralingüísticas, kinésicas, proxémicas, sociales y culturales), pero en orden al tema que estamos tratando no podemos abundar al respecto. [volver]

[12] Thompson, J.B., Los media y la modernidad, pág. 119. [volver]

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