Resumen

La crisis de la política y de la representatividad de la dirigencia política es una constante de las últimas dos décadas y, en el caso argentino tiene, antecedentes desde la debacle del alfonsinismo y su apuesta a un modelo institucional, allá por 1987. Con todo, en el último tiempo se ha acentuado profundamente, a partir de la caída del gobierno de la Alianza y el agudizamiento general de la crisis económica y social.

“Que se vayan todos”, el lema que va cobrando fuerza en las calles argentinas, es ejemplar en lo que hace a la disolución del vínculo entre representantes y representados, situación que pone en discusión -de una manera nueva e intensa- la misma viabilidad de la democracia.

Sin embargo, esta sensación de malestar que atraviesa a la sociedad no es nueva, y encuentra formas diversas de expresarse. Los medios de comunicación son relacionados con la problemática, ya sea de manera positiva (permitiendo la visualización de los actos de corrupción y controlando al poder político), ya sea negativa (desideologizando las propuestas políticas y centrando la mirada en aspectos anecdóticos y en la imagen de los candidatos).

Intentaremos aclarar la discusión sobre la problemática aludida, analizar sus causas, los intentos de solución esgrimidos, sus limitaciones, y el rol de los medios (incluidos los de factura no tradicional, como Internet y otras redes cibernéticas) en esta situación.

1. Versionando la crisis

Bajo el rótulo de crisis de la representación o de la representatividad (que aunque relacionados aluden a situaciones diferentes) y otros rótulos similares se agrupan en realidad una variedad de situaciones que tienen en común la ruptura o debilitación del vínculo tradicional que unía a representantes y representados en la forma de la democracia liberal de masas.

De hecho, el vínculo de representación siempre supuso una distancia o hiato entre representante y representado y una cierta autonomía del primero en la toma de decisiones, como forma de dirimir la dificultad de la participación plena de cada integrante en la misma.

No otra cosa subyace en el mandato constitucional clásico, según el cual “el pueblo no delibera ni gobierna si no es a través de sus representantes”. Así,

el diputado no representa a un elector determinado sino al conjunto de la Nación y, por ello mismo, no está vinculado por un mandato imperativo. Según este criterio, el representante no se halla sujeto por órdenes o instrucciones de los electores, pudiendo decidir, en los asuntos inherentes a su función, con suficiente amplitud. En este sentido, el representante se diferencia del mandatario legal pues éste sólo puede hacer aquello para lo que se le confirió autorización (Loñ, 61).

Es decir que cierto grado de autonomía en la acción del representante no sólo es esperable sino que es constitutiva de la relación de representación. Si bien en un nivel más bien trivial se afirma que la tarea del representante es trasmitir de forma perfecta la voluntad de sus representados, a poco de profundizar el análisis resulta claro que debe tomar decisiones a partir de negociaciones con los representantes de otros sectores. En consecuencia, la decisión tomada nunca surgirá de la agregación de las voluntades de su base, es decir que la representación nunca será plenamente transparente.

En los términos de Ernesto Laclau, si el representante necesita ser representado es porque “su identidad es incompleta y la relación de representación, lejos de ser una identidad cabal, es un suplemento necesario para la constitución de la identidad” (Laclau, 1994). Pero este análisis de la teoría política actual tiene antecedentes de larga data. J.S. Mill ya había advertido a los electores de Westminster que su trabajo consistía en tomar mejores decisiones que las que pudieran tomar por ellos mismos [1], con lo cual se evidencia que la cuestión de la transparencia u opacidad de la representación siempre estuvo en la agenda de las democracias occidentales. La crisis de la representación, por lo tanto, no puede devenir de este hiato, sino de otros factores que lo hayan profundizado o modificado significativamente.

Por otra parte, clásicamente se ha estimado como el rol de los partidos políticos la agregación de intereses, de forma tal de constituir macroidentidades que -ellas sí- podrían estar representadas en forma más directa en los órganos de conducción del Estado. Los partidos se han arrogado esta representatividad, en muchos casos explícitamente, como es el caso de los partidos comunistas en relación a los obreros y los partidos socialistas en lo que hace a los trabajadores en general. También han existido partidos campesinos y pequeñoburgueses, e incluso manifestaciones políticas claramente asociadas a los intereses burgueses o de sectores del capital.

Esta relación tan directa entre macroidentidad (especialmente clase social) y expresión política ha sido, con todo, una experiencia más habitual en la política europea, y no tanto en la latinoamericana. En el caso argentino, especialmente, los grandes partidos políticos (el radicalismo y el justicialismo) han surgido desde matrices movimientistas, es decir que aludían a la representación de los intereses de la Nación, y no de una clase social.

En este sentido, se les puede aplicar más ajustadamente el concepto de identificación política, una categoría elaborada por la teoría política norteamericana de la década del ’50, para explicar la permanencia de las preferencias electorales, de tipo diferente a las europeas (cruzadas, decíamos, en forma preferente por la clase o el grupo). La identificación alude a un proceso psicológico, influenciado mayormente por contextos sociales y familiares. Así, ya Lazarsfeld en sus investigaciones clásicas sobre el proceso de formación de voto había demostrado el peso de las variables de contexto como el lugar de residencia o la creencia religiosa, lo que indica un vínculo no directo, sino mediado por la conformación de grupos y relaciones interpersonales.

Ahora bien, la identificación política entra en crisis a partir de los ’70, y disminuye sensiblemente, como ha analizado Lundolfo Paramio. Esta crisis queda enmarcada en la crisis más general de la representatividad, para la cual se han dado, básicamente, razones de tres tipos:

  1. crisis económica
  2. massmediatización de la política
  3. fragmentación social

1.1. Crisis económica

La crisis energética de los ’70 y la revolución neoconservadora de los ’80 son visualizadas como puntos de inflexión en lo que hace a la credibilidad del sistema político en las democracias occidentales, especialmente en Estados Unidos. Así, para Paramio, el modelo político liberal careció de respuestas adecuadas a esta crisis y al abandono de la economía keynesiana y el Estado de Bienestar. Esta frustración alejó a muchas personas del compromiso con la política (“una desconfianza que combina la resignación (da lo mismo quien gobierne) con la agresividad hacia los políticos (sólo se ocupan de sus propios intereses”), pero en otros casos transformó la modalidad del compromiso. Los nuevos movimientos sociales, o las formas no tradicionales de participación mantienen la convicción en su capacidad de incidir en la toma de decisiones políticas, sólo que lo hacen desde estructuras no vinculadas a las de los partidos tradicionales. Estas nuevas estructuras están asociadas a lo que Paramio denomina life-style politics, que retomaremos más adelante.

Pero esto mismo ha sucedido en las democracias latinoamericanas reconstituidas en los ’80.

Dahrendorf ha explicado cómo la legitimidad de los gobiernos de la transición, en un principio superavitaria gracias al bajo nivel de demandas económicas y de seguridad, rápidamente deja de serlo cuando ellas comienzan a aumentar, impulsadas por las crecientes dificultades y la desorganización de la sociedad. Cuando la legitimidad pasa a ser un bien escaso, surgen los problemas de representación, y si los gobiernos no reaccionan, como sucede en la mayor parte de los países latinoamericanos, el descrédito pronto acaba con ellos. La explicación cabe perfectamente para el caso argentino, donde las instituciones democráticas debieron enfrentar la crisis económica y social más profunda de las últimas décadas cuando aún no se habían consolidado (Novaro, 1995).

Así, la incapacidad de responder a las demandas económico-sociales en un contexto de escasez y de derrumbe de las políticas del Estado de Bienestar (que habían actuado como contención de las mismas) reduciría o incluso eliminaría la legitimidad del sistema político.

1.2 Massmediatización de la política

El impacto de los medios de comunicación (y muy especialmente la televisión) ha sido esgrimido en reiteradas ocasiones como el principal fundamento de la crisis de la representación, dándole a la acción de los medios ciertos ribetes apocalípticos.

En concreto, se postula que los medios, al constituirse como el lugar social en el que se realiza la política y sustituyendo las viejas redes de las estructuras partidarias, de tipo comiteril, vacían a la política de espacios para la construcción de propuestas programáticas y terminan centrando la actividad política en los aspectos más vinculados al espectáculo.

Paramio constata este clima de opinión generalizado:

existe un amplio número de personas, incluyendo a muy reputados intelectuales, convencidas de los efectos decisivamente perniciosos de los medios para la vida democrática y para la existencia de una ciudadanía y una sociedad civil activas y comprometidas en la defensa de los valores colectivos: la televisión, en particular, suele ser el chivo expiatorio de los males de nuestro tiempo.

Putnam culpa a la televisión del debilitamiento del asociacionismo voluntario y la desaparición del espíritu cívico, Sartori cree que la lógica de los medios hace imposible el debate racional en los procesos electorales, y muchos autores sostienen que la trivialización de la información política impuesta por los medios es la responsable de la pérdida de confianza de los ciudadanos en los gobernantes y en la política. La erosión de los vínculos de identificación partidaria, la apatía hacia la esfera de lo público, la disolución del capital social necesario para la vida democrática, serían consecuencia de la fuerza creciente de los medios audiovisuales, o, mejor dicho, de la importancia que han ido desarrollando en nuestra vida cotidiana, como formas de utilización de nuestro tiempo libre y como fuentes de información y de formación de nuestras preferencias (Paramio, 2000)

Es cierto que los medios no son nunca meramente medios, no se limitan a ser instrumentos transparentes. Una virtud fundamental de las investigaciones realizadas sobre las rutinas de producción de los medios es justamente dejar al descubierto la utilización (necesaria, lógica, inerradicable) de criterios de noticiabilidad que nada tienen que ver con la importancia inmanente (si es que existe alguna) de la noticia. En el caso de la televisión, por ejemplo, los criterios materiales pasan -¿cómo podría ser de otra manera?- por la posesión de imágenes significativas. En buen romance: una noticia televisiva es una noticia que tiene buenas imágenes. Caso contrario, no es noticia televisiva. Hay hechos televisivos y hechos que no lo son, según que sean capaces de proveer material visual atractivo o no. Pero nada indica que los hechos trascendentes políticamente conjuguen en forma feliz con atractivo televisivo. En consecuencia, es fácilmente demostrable que la hegemonía de la televisión apuntala basar la política sobre cuestiones intrascendentes, sobre las imágenes personales de los candidatos, sobre deslices emotivos y aspectos anecdóticos.

Regis Debray (Debray, 1995) hizo notar que los legislativos son muy poco televisivos. Esos amplios recintos llenos de butacas ocupadas por los legisladores, tan impersonales, tan contrarias a la posibilidad de exhibición en un primer plano, en el plano en que la televisión exhibe la realidad. [2] Qué decir entonces de la Justicia, de esas pilas de expedientes, de oficios innumerables, de escritorios grises. Se entiende que estos sean los días en que los Ejecutivos ocupan todo lo ancho del espacio político, ahora mediatizado.

Al respecto reflexiona Giovanni Sartori:

Lo peor de todo es que el principio establecido de que la televisión siempre tiene que “mostrar” convierte en un imperativo el hecho de tener siempre imágenes de todo lo que se habla, lo cual se traduce en una inflación de imágenes vulgares, es decir, de acontecimientos tan insignificantes como ridículamente exagerados (Sartori, 1998: pp. 82).

No pareciera que la discusión política tenga (al menos por ahora) un marco propicio en la televisión. Ni siquiera en los programas de debate, en donde la constricción del tiempo y la necesaria espectacularización de la discusión, la subvierten de hecho. Con todo, cargar las tintas -en lo que hace al proceso de crisis de la representatividad- meramente sobre los medios de comunicación (como hace Sartori) resulta trivial, ya que deja sin analizar las transformaciones estructurales en curso.

1.3. Fragmentación social

Más allá de lo mencionado en los párrafos anteriores, resulta más trascendente detener la mirada en las transformaciones que atraviesan todo el tejido social, y que pueden analizarse desde perspectivas disímiles.

Más importante quizá es el cambio en el entorno extrafamiliar. En la escuela, el trabajo, el barrio o los ambientes de ocio se ha producido una cierta diversificación social (no son ambientes socialmente tan homogéneos como en el período de entreguerras, sobre todo en las sociedades desarrolladas) y sobre todo una diversificación cultural, provocada en parte por la diversificación social pero especialmente por el impacto de los medios de comunicación. Hoy un joven puede tener varios grupos de pares según el ámbito en que se mueve en cada momento (escuela o trabajo y ocio, por ejemplo), aunque estos grupos no sean disjuntos, y dentro de ellos se puede dar una mayor diferenciación social y cultural. El hijo de obreros laboristas no pasa hoy todo su tiempo entre hijos de obreros ni entre hijos de laboristas (Paramio, 1998)

La modernidad tardía nos enfrenta por lo tanto a un proceso de creciente complejización de lo social y lo político, donde las estructuras políticas tradicionales pierden su capacidad de articulación de las demandas y expectativas de los distintos actores de la sociedad.

Estas nuevas identidades, más parciales y fragmentarias, más autoconcientes respecto a sus límites y menos pretenciosas de totalizaciones, denominadas a veces “nuevos movimientos sociales” ponen en crisis a la política tradicional. Al decir de Alicia Entel:

El campo de acción de los nuevos movimientos es un espacio de política no institucional, cuya existencia no está prevista en la doctrina ni en la práctica de la democracia liberal y del estado de bienestar (Entel, 1996: pp. 47).

Entre los contenidos reivindicativos de estos nuevos movimientos destacan el interés por el territorio, la vecindad, el cuerpo y las identidades de género, las identidades culturales, étnicas y lingüísticas.

En similar registro, Anthony Giddens consigna la aparición de lo que denomina “política de la vida”, definiéndola expresamente en relación a los procesos de globalización propios de la modernidad tardía:

La política de la vida se refiere a cuestiones políticas que derivan de procesos de realización del yo en circunstancias postradicionales, donde las influencias universalizadoras se introducen profundamente en el proyecto reflejo del yo y, a su vez, estos procesos de realización del yo influyen en estrategias globales (Giddens, 1995: pp. 271).

Las cuestiones relacionadas con el cuerpo, las identidades de género, la sexualidad y la reproducción, los estilos de vida, así como las cuestiones ecológicas y la mundialización, son algunas de las áreas tematizadas por la política de la vida.

Entre nosotros, el abandono de los locales partidarios operado después del regreso de la democracia muestra a las claras la incapacidad de los partidos para vehiculizar demandas cada vez mas diversificadas. La sociedad es cada vez más heterogénea, con intereses más particularizados. En términos de Lawrence Boudon:

Como producto del proceso de modernización, las sociedades son cada vez más complejas, y han aparecido nuevas fuerzas sociales que reclaman su derecho a participar en el sistema político. Y estas fuerzas sociales a veces no encuentran entre los partidos existentes un canal adecuado para representarlos. Además, las sociedades son cada vez más atomizadas, en el sentido de que sus intereses son locales, más no nacionales, creando lo que Rial llama “analfabetismo político” (Boudon, 1998: pp. 10).

Este proceso de fragmentación de las demandas sociales, aunado al debilitamiento del Estado, ha sido verificado por muchos analistas. Juan Rial afirma que

En tiempos de globalización de la economía, la comunicación y el consumo, al menos su deseo, hay una creciente “feudalización” en la ejecución de la política. No estamos frente a Estados fuertes, especialmente en los países en desarrollo. Tampoco frente a sociedades estructuradas en corporaciones poderosas, como los sindicatos o los grupos intermedios. Pueden quedar las corporaciones, pero carecen de la capacidad de articulación de antaño, a los sumo la conservan puntualmente, cuando se trata de un caso específico que permite despertar el interés común. Es el tiempo de los grupos de interés diversos, integrados muchas veces en organizaciones no gubernamentales competitivas, que a veces sustituyen al propio Estado (Rial, 1998: pp. 34).

En este contexto, la representatividad se vuelve un imposible. Los políticos se convierten en un estrato intermedio profesionalizado. Su rol ya no es el de representante de un sector, sino el de mediador entre la multiplicidad de intereses en conflicto. Y un mediador no puede tomar partido de antemano. La desideologización del rol político es una consecuencia obvia de este proceso. Los candidatos ya no pueden competir desde representatividades diferenciadas y lo hacen entonces desde estrategias de imagen. El recurso a lo personal resulta ineludible. Para autores como Alain Touraine, la comunicación política es consecuencia del vacío de la política.

Los políticos se preocupan cada vez más por su imagen y por la comunicación de sus mensajes, en la medida misma en que ya no se definen como los representantes del pueblo, o de una parte de éste, o de un conjunto de categorías sociales (Touraine, 1992: pp. 47).

En este nuevo orden, el político adquiere el rol de mediador, se profesionaliza. Ya no es representante de un interés particular, sino que aparece desligado de cualquier interés y se dedica a la labor de intermediación entre los intereses contrapuestos de los grupos, poniéndolos en consonancia con las exigencias del Estado. Ante el rol de gestionador de conflictos, los mensajes políticos necesariamente se debilitan. En contrapartida, los movimientos sociales que expresan intereses particulares, aún en su fragmentación (o precisamente por ella), son cada vez más independientes del sistema político, hasta configurar la denominada pospolítica. La relación entre estos movimientos sociales y los partidos políticos es sin duda conflictiva, y constituye un desafío, especialmente para aquellas fuerzas que buscan convertirse en representativas de los intereses de los sectores no hegemónicos.

2. Buscando recrear el vínculo

2.1. La representación especular

Como hemos enumerado muy sucintamente, las razones que se esgrimen para aludir a la crisis de la representación son de diversa índole, pero su misma existencia no se pone en duda. En consecuencia, son varias las vías postuladas para la superación de este hiato problemático.

Para empezar, la fragmentación aludida más arriba hace que surjan demandas nuevas de representación, que ya no pueden ser contenidas por las macroidentidades, que han perdido su capacidad de articulación. Los órganos de gobierno son cuestionados por su falta de representatividad demográfica (la introducción en nuestro país del cupo femenino para los cargos legislativos forma parte de esta lógica), lo que supone que una persona sólo puede ser eficazmente representada por alguien que comparta su misma identidad de grupo.

Will Kymlicka llama a este supuesto la idea de la “representación especular”, según el cual los órganos de gobierno (especialmente los legislativos) deben respetar en su composición la existencia de las mismas identidades que componen al electorado, en lo que hace a las características de género, etnia, clase, lengua, etc. Es decir que debe asegurarse el acceso de integrantes del cuerpo para cada uno de los grupos (el cupo femenino, por ejemplo, asegura el acceso de las mujeres a los cargos legislativos). Esta postura se contrapone a la más corriente en la teoría democrática liberal, que supone que la representación se da cuando se asegura la participación del grupo en la elección del representante, más allá de que responda o no a las características del grupo. [3]

Las características personales se defienden por dos tipos de razones: a) la experiencia como requisito para asumir las necesidades e intereses de otro, es decir que un varón blanco, al carecer de la experiencia de ser mujer o negro, se verá imposibilitado de comprender sus necesidades o intereses, y por lo tanto de representarlos; b) aunque puedan comprenderse los intereses del otro, existiría un conflicto de intereses, por el cual la representación sería imposible, o al menos improbable.

Kymlicka rechaza la idea de la representación especular, entre otras cosas porque llevada a su consecuencia lógica, la mejor representación estaría dada por la ausencia de sistemas electivos. La determinación de una muestra aleatoria representativa daría como resultado una asamblea legislativa mejor que la elección de los representantes, y de hecho hay quienes han postulado que los legislativos se seleccionen por sorteo. Pero además, argumenta Kymlicka, si los varones no pueden comprender (y por lo tanto representar) a las mujeres, la inversa también es válida; lo que nos lleva a que alguien sólo puede representar a los integrantes de su propio grupo. Esto es falaz, porque la definición de la identidad nunca es fija: todo grupo se divide a su vez en subgrupos, y estas divisiones no son de tipo arbóreo, sino posiciones de sujeto entremezcladas. Así, una mujer blanca de clase media y heterosexual no podría representar a las mujeres de otros grupos étnicos, clases sociales u opciones sexuales.

Llevado a estos extremos el principio de la representación especular parece acabar con la posibilidad misma de la representación. Si ningún tipo de reflexión o de comprensión, por más profunda y sincera que sea , puede saltar las barreras de la experiencia, entonces, ¿cómo podría alguien representar a otras personas?.

Estas dificultades sugieren que se debería prescindir de la idea de la representación especular como teoría general de la representación. Indudablemente hay límites a la medida en que las personas son capaces de -y están dispuestas a- saltar las barreras de la experiencia”. Pero la solución no estriba en aceptar estas limitaciones, sino en combatirlas para crear una cultura política en la que las personas puedan y estén dispuestas a ponerse en el lugar de los demás, así como a comprender realmente (y, por consiguiente, a representar) sus necesidades e intereses. Esto no es fácil: puede exigir cambios en nuestro sistema educativo, en la descripción que los medios de comunicación hacen de los diversos grupos, y el proceso político, para acercarlo a un sistema de “democracia deliberativa” (Kymlicka, 1996: pp. 195)

Las propuestas basadas en formas de representación especular ya evidencian de por sí la ruptura de las macroidentidades articulatorias, matriz sobre la que se basaban los partidos políticos tradicionales. El hiato resultante se ha tratado de salvar también por formas de democracia semidirecta o plebiscitaria, y hoy prácticamente todas las constituciones occidentales incluyen mecanismos como los plebiscitos, consultas y revocatoria de mandatos por iniciativa popular.

Pero mucho más interesante para nuestro objetivo de rastrear la manera en que los medios de comunicación se vinculan a esta problemática son las iniciativas de revitalización de la democracia directa por vía de la utilización de moderna tecnología de comunicación, es decir las formas de democracia electrónica.

2.2. La democracia electrónica

La expansión de redes de comunicación, especialmente en el caso de Internet, han motorizado la idea de que es posible superar la crisis de representación por vía de la simple eliminación de la relación, al menos para las decisiones importantes. Por ejemplo, en 1994, al cumplir 150 años, The Economist editorializaba que en el futuro la democracia directa se incrementaría en detrimento de la democracia representativa, y los temas clave (y se mencionaban temas como el aborto, el uso de la ciencia médica y el equilibrio ecológico) serían resueltos con la participación directa de los ciudadanos. De hecho, los defensores de la democracia electrónica asumen que la forma de democracia deseable es la directa y que la democracia representativa sólo constituye una solución de conveniencia cuando ella no es posible. John Naisbitt hacía explícito este sustrato en 1982: “El hecho es que hemos sobrevivido a la utilidad histórica de la democracia representativa y que todos sentimos intuitivamente que está anticuada”, decía (cit. por Gil Galindo, 1998). Vale decir que la democracia representativa se situaría históricamente desde la aparición de las democracias de masas hasta que la tecnología permite dejarla de lado y retomar el que se supone verdadero espíritu de la democracia. Por eso se asume como modelo el ágora ateniense, imposible de reproducir por la ampliación del tamaño de la base de decisión, dificultad que ahora puede salvarse con los recursos tecnológicos

Básicamente, luego del ágora ateniense la democracia directa habría sido imposible hasta el momento (exceptuando casos aislados como los ayuntamientos de Nueva Inglaterra o la Comuna de París), por razones de cuatro tipo: el tiempo, el tamaño, el conocimiento y el acceso. Pero ahora

la democracia electrónica parece ofrecer una solución a todos estos problemas, abriendo la posibilidad de una participación total. Un mundo interconectado resolvería las dificultades de tiempo porque la comunicación y la participación serían instantáneas: los ciudadanos podrían participar con solo pulsar un botón. Del mismo modo, los problemas de tamaño se resolverían porque el espacio físico es irrelevante: ya no es necesario reunir a la gente en un mismo sitio. Pasa lo mismo con los problemas sobre la distribución del conocimiento, que es fácilmente accesible a través de las redes, lo cual elimina el cuarto problema, el del acceso (Gil Galindo, 1998)

La idea no es nueva. En su best-seller futurista de 1980, Alvin Toffler (Toffler, 1980), al dar cuenta de la fragmentación social característica de las sociedades tardomodernas (lo que él llama la sociedad configurativa, formada por miles de minorías, la sociedad de la tercera ola) advierte sobre las dificultades para formar mayorías estables. Por lo tanto, al mismo tiempo que brega por el aliento a las expresiones minoritarias, propone la realización de importantes modificaciones institucionales, llegando incluso a que las decisiones sean tomadas por cuerpos mixtos, en donde el 50% de los votos sean aportados por representantes “a la vieja usanza”, mientras que el 50% restante sería depositado por una muestra de ciudadanos elegida al azar que, desde sus hogares en cualquier punto del país, depositarían electrónicamente su voto.

Pero donde Toffler se entusiasma más es justamente con la posibilidad de recuperar mecanismos de democracia directa (combinados, es cierto, con la representación tradicional). Para hacer posible este proyecto son imprescindibles las nuevas tecnologías.

Pues las antiguas limitaciones en el campo de las comunicaciones no se interponen ya en el camino de una ampliada democracia directa. Espectaculares avances realizados en la tecnología de las comunicaciones abren, por primera vez, un extraordinario despliegue de posibilidades para la participación ciudadana en la toma de decisiones políticas. [La participación y el voto a través de foros electrónicos] es sólo la primera y más primitiva indicación del potencial del mañana para la democracia directa. Utilizando computadores avanzados, satélites, teléfonos, televisión por cable y otros medios, una ciudadanía instruida puede, por primera vez en la Historia, empezar a tomar muchas de sus propias decisiones políticas (Toffler, 1980: pp. 413).

Este optimismo (que puede criticarse como un utopismo de corte tecnológico) es común en gran parte de la literatura sobre el tema. Para Loñ, por ejemplo:

La sociedad tecnotrónica o era espacial, en cuyo portal nos encontramos instalados, al estimular la diversidad y poner a disposición de la humanidad una compleja y variada gama de recursos técnicos, acentuará la práctica de la intervención directa y activa del ciudadano. La consulta más frecuente a la ciudadanía acerca de diversos temas es posible ya y lo será más en el porvenir, por el despliegue de medios electrónicos. Computadoras y pantallas de televisión permitirán que el ciudadano participe, sin alejarse de su hogar, en una asamblea, emita su opinión y su voto. Celeridad y sinceridad de los pronunciamientos harán que en el futuro las decisiones reflejen con la mayor fidelidad los deseos del pueblo, cuyos representantes verán así facilitada su labor. Estos no resolverán exclusivamente en base a sus creencias y convicciones, sino teniendo en cuenta los auténticos anhelos y opiniones de la ciudadanía (Loñ, 1998: pp. 72).

Sin embargo, los trabajos más recientes, escritos a posteriori de la acelerada expansión de Internet, resultan más mesurados en sus evaluaciones. Para empezar, nunca debe dejarse de lado que cada nueva tecnología es susceptible de generar el efecto de knowledge-gap [4], es decir el distanciamiento entre quienes la usan profusamente y quienes no tienen acceso o no la usan, distanciamiento que en general refuerza las diferencias preexistentes, en lugar de suturarlas.

Más allá de que estos proyectos presuponen (si es que no quieren caer en el elitismo más burdo) la extensión de las posibilidades de acceso de la tecnología, tanto en términos de hardware como en cuanto a conocimientos y familiaridad, a la totalidad de los sectores sociales, aún así el uso de la misma distará de ser uniforme.

Pero además -y posiblemente más importante- los procesos republicanos de decisión no resultan meramente funcionales, sino que encierran representaciones imaginarias imprescindibles para la pervivencia institucional. Así, el acto de concurrir a las urnas a votar no puede explicarse desde una lógica de costo-beneficio individual, ya que la utilidad del acto es cercana a cero, si consideramos el efecto de un voto en el total. Y sin embargo, los electores -en proporciones altas- concurren a las urnas a emitir sus sufragios. El beneficio obtenido, por tanto, debe buscarse en las gratificaciones obtenidas en el mismo acto de votar, una satisfacción expresiva al reafirmar (casi ritualmente) la adhesión a los principios democráticos y a las opciones políticas de preferencia.

El pragmatismo simplista de los partidarios de la democracia electrónica directa deja de lado (peligrosamente) aspectos centrales de la vida social en una comunidad democrática. Para que las instituciones democráticas sean operativas es preciso que se mantenga exitosamente la identificación con el sistema (Paramio, 1998), pero también sucede que las experiencias desarrolladas indican que, luego de un momento inicial de gran participación, ésta queda reducida a una minoría [5]. En consecuencia, la base de legitimización se reduce drásticamente.

Más que entender las posibilidades de las nuevas tecnologías como un punto cero de instituciones totalmente nuevas, es preferible pensarlas en su interacción con las modalidades existentes. Esa es la conclusión de Michael Mertes, para quien

Lo que debemos comprender es que las crecientes posibilidades interactivas de comunicación electrónica no representan un sustituto, sino un complemento para los procesos democráticos de decisión y para los mecanismos formadores de opinión y voluntad (Mertes, 1999: pp. 343)

3. El otro camino: esfera pública, medios y democracia deliberativa

3.1. Esfera pública: de los cafés al espacio electrónico

De acuerdo a la definición canónica desarrollada por Habermas en La transformación estructural de la esfera pública, [6] la distinción entre público y privado surge en la Grecia clásica, primer momento en la historia de Occidente en que aparece un espacio definido como público, como ámbito de debate de aquellas problemáticas que interesan al conjunto de la comunidad. Es el ágora ateniense, en donde política y esfera pública coinciden totalmente. Las temáticas de discusión pública, debe notarse, no incluyen a la economía, que es remitida al ámbito privado o doméstico, como un aspecto de la administración de bienes y recursos que es competencia del jefe del hogar.

Con la decadencia de la democracia ateniense y la posterior subyugación, primero por Alejandro, luego por el Imperio Romano, esta experiencia pierde continuidad. La Edad Media se caracteriza por la ausencia de un espacio para lo público, es más, por la inexistencia de lo público como concepto. La política y los asuntos del conjunto de la comunidad se definen como extensiones de la vida privada de reyes y nobles.

Recién con el desarrollo del capitalismo mercantil en el siglo XVI, y con la consolidación de la burguesía como clase social, es que surge nuevamente un ámbito de discusión que pueda denominarse una esfera o espacio público:

Entre el dominio de la autoridad pública o el Estado, de un lado, y el dominio privado de la sociedad civil y de la familia, del otro, surgió una nueva esfera de “lo público”: una esfera pública burguesa integrada por individuos privados que se reunían para debatir entre sí sobre la regulación de la administración civil y la administración del Estado (Thompson, 1996: pp. 84).

La esfera pública burguesa se asienta en una red de cafés y salones en donde la clase social emergente se reunía a discutir, tanto acerca de política y economía, como ciencia y filosofía. [7] Y es que en este espacio público burgués la discusión racional de los asuntos públicos será la marca distintiva, discusión apuntalada y alimentada por los periódicos ideológicos que incluían comentarios políticos y sátiras. Para Habermas, la forma en que se fue dando la discusión en esta esfera fue condicionando paulatinamente la misma constitución de los Estados burgueses, que se consolidarían a partir de la Revolución Francesa.

Sin embargo, esta esfera pública -en sus características específicas- no perduró más allá del siglo XVIII. La creciente intervención del Estado -que buscará llegar con su poder a cada átomo del tejido social, al mismo tiempo que regular la vida social en su conjunto [8]- y la mercantilización de los periódicos -que ya no buscarán ser instrumentos para el debate de ideas, sino que se convertirán en empresas y, en consecuencia, tratarán de ampliar su mercado de consumidores desideologizando su contenido- se combinarán para dar por concluida la experiencia del espacio público burgués.

Sólo quedará, en la concepción de Habermas, la publicidad [9] como principio crítico, como lugar en el que las opiniones personales de individuos privados puede desarrollarse en un espacio público “a través de un proceso de debate racional-crítico abierto a todos y libre de dominación” (Thompson, 1996: pp. 86).

Algunos autores han sugerido, a diferencia de Habermas, la existencia de un espacio público de otro tipo que no puede subsumirse en una esfera burguesa vaciada de contenido, sino que posee una identidad propia, característica de la segunda mitad del siglo XX. Para Jean-Marc Ferry, por ejemplo,

El “espacio público”, que con mucho desborda el campo de interacción definido por la comunicación política, es -en sentido lato- el marco “mediático” gracias al cual el dispositivo institucional y tecnológico propio de las sociedades postindustriales es capaz de presentar a un “público” los múltiples aspectos de la vida social (Ferry, 1992: pp. 19).

El nuevo espacio público sería así una esfera definida por la mediatización, lo que trae algunas consecuencias. Para empezar, la audiencia de un medio es -cada vez más- difícil de limitar a priori. Esto quiere decir que, una vez que determinado tema cobra cariz público a partir de su colocación en la prensa, radio, televisión o medios cibernéticos, el espacio público que se define en relación a él está constituido por la totalidad de los receptores o audiencia. Los límites geográficos o nacionales sirven cada vez menos para definir la constitución de los espacios públicos. Sin embargo, en forma simétrica a lo anterior, no toda la comunicación política pasa a formar parte del espacio público, ya que una parte importante de la misma no trasciende ni es mediatizada. Existiría, a juicio de Ferry, una comunicación política “de masas” y una “de minorías”.

Es evidente que la concepción de espacio público habermasiana, centrada en el diálogo racional de los actores, en igualdad de condiciones de reciprocidad, no se ajusta a este nuevo espacio público mediático. Como afirma Thompson:

Con el desarrollo de los medios de comunicación, el fenómeno de la publicidad se ha desvinculado del hecho de la participación en un espacio común. Se ha des-espacializado y ha devenido no-dialógica, a la vez que se ha vinculado crecientemente a la clase específica de visibilidad producida por los medios de comunicación (especialmente la televisión) y factible a través de ellos (Thompson, 1996: 95).

3.2. Democracia deliberativa: virtudes de la discusión

Si bien los trabajos de teoría política que se enmarcan en el campo de la democracia deliberativa son numerosos, sus ventajas no resultan acabadamente demostradas en comparación con otros métodos democráticos (especialmente el voto o la agregación), sus formas de institucionalización son por lo menos incipientes y la misma noción de democracia deliberativa no está del todo clara.

La idea de democracia deliberativa, como explicita Elster, supone la toma de decisiones a través de la discusión de ciudadanos libres e iguales. Desde esta perspectiva general, la deliberación es prácticamente consustancial a la idea misma de democracia. Los sistemas legislativos, el caso más evidente, prevén la instancia deliberativa como parte del mismo proceso de aprobación de una norma y limitan a casos especiales la eliminación o limitación de la discusión. Queda supuesto que la norma se enriquece en el proceso de su discusión hasta llegar a la más cercana a la óptima.

Sin embargo, todos sabemos que los procesos legislativos actuales distan de este funcionamiento ideal: en una democracia de partidos [10], los bloques legislativos llegan a la discusión con posiciones ya tomadas, y la deliberación no agrega gran cosa a la norma, que es fruto más bien de la negociación seguida por el voto, y no de la deliberación seguida por el voto.

De cualquier manera, la sensación de estafa que se produce cuando una ley es aprobada con demasiada premura y sin un debate que se corresponda con la importancia de la norma en cuestión [11] (y aún cuando los procedimientos formales: quórum, número de legisladores que votan afirmativamente, la misma acreditación de los legisladores; resulten inobjetables), sugiere que Habermas está en lo cierto cuando hace depender la legitimidad de una norma del hecho de ser consecuencia de una debate racional, y no de la imposición del número.

De acuerdo a James Fearon (2001), la discusión es un buen camino para la toma de decisiones por importantes razones. Para empezar, permite revelar información privada, es decir, posibilita que todos los participantes conozcan tanto mis preferencias (que podrían ser igualmente conocidas mediante un sistema de agregación no secreto) como la intensidad de las mismas (para lo cual sería mucho más difícil encontrar un sustituto). Es por ello que la discusión es tradicionalmente una instancia previa a la decisión mediante el voto, tal como sucede en una asamblea estudiantil o sindical. Más fundamentalmente, la discusión puede ser una buena manera de superar las limitaciones del razonamiento individual, aportando nuevas perspectivas e ideas a cada participante, las que pueden hacer cambiar el parecer sobre la opción preferible.

Sin embargo, las ventajas que parecen más interesantes se refieren al hecho de que el debate propicia la búsqueda de razones generales para justificar las propias opciones. Si bien nada impide que un participante aduzca razones estrictamente egoístas (del tipo “esta opción es la que más me conviene a mí o a mi grupo”), sin embargo en la práctica esto no se da, debido a las sanciones sociales que implicaría. Así, justificar públicamente una opción implica disponer de argumentos que la vuelvan preferible para la generalidad de los participantes, y no sólo para uno de ellos. A esta característica Elster la denomina la “fuerza civilizadora de la hipocresía”. De hecho, el carácter público de las deliberaciones lleva a esta situación; cuando las deliberaciones son en secreto (como ha sido el caso en algunas convenciones constituyentes) el cuerpo pasa habitualmente a una negociación más franca, en donde resultan más evidentes los intereses y en donde no se trata de persuadir al contrario, sino de intercambiar posiciones en base a los beneficios de cada uno.

En parte por la necesidad de argumentar desde el bienestar general, y en parte por la predisposición positiva que genera el hecho de -al menos- haber tenido la oportunidad de expresar el propio parecer, las decisiones tomadas por vía de la discusión gozan de mayor legitimidad para el conjunto, y tienen mayores posibilidades de ser acatadas.

La deliberación así entendida aparece ligada a la noción de representación. Cuando J. S. Mill -como recordábamos más arriba- se oponía a los mandatos imperativos, era porque defendía un sistema de gobierno a través de la discusión.

Es posible que las limitaciones que encuentra la discusión franca en el sistema político tardomoderno -donde el campo propiamente político se ha vuelto más estrecho [12] y donde la rapidez en la toma de decisiones se contrapone a los tiempos de la deliberación pública, todo lo cual lleva a un papel crecientemente formal de las legislaturas, acompañando u oponiéndose a las iniciativas del Ejecutivo de manera casi ritual- contribuya a la ya discutida crisis de la representatividad. Con todo, insistamos en que esta última obedece más bien a factores estructurales de la sociedad tardomoderna.

Así, quienes proponen marcos de democracia deliberativa como manera de revitalización de la democracia, no se centran meramente en los ámbitos institucionales ya existentes, sino en las posibilidades de deliberación más amplia de los ciudadanos. Es por ello que puede afirmarse que “la idea de democracia deliberativa adopta una postura normativa contraria a la del elitismo” (Gargarella, 1995). Se trata, en definitiva, de dar un paso más allá del mandato típico de las constituciones modernas, recogido en el Art. 22º de la Constitución Nacional Argentina: “el pueblo no delibera ni gobierna si no por medio de sus representantes” [13].

Pero antes de pasar a este punto, mencionemos también que hay quienes asimilan la democracia deliberativa -o mejor el aspecto deliberativo de la democracia- a los flujos de opinión pública. Así, en su trabajo sobre las patologías de la deliberación, Susan Stokes afirma que “la comunicación política -la deliberación- puede inducir a la gente a adoptar creencias causales que son engañosas y que favorecen los intereses del emisor del mensaje” (Stokes, 2001: pp. 162).

Desde esta perspectiva la deliberación se asimila a la opinión pública, tal como ésta se formula en las democracias liberales, y por lo tanto es susceptible de ser manipulada por los factores de poder de la sociedad [14]. Resulta claro que una asimilación de este tipo es contraria a un proyecto de incremento de la racionalidad en la toma de decisiones, ya que la opinión pública es una categoría que oscila entre la imprecisión [15] y la presión a la conformidad social [16].

Así, ampliar la concepción de política deliberativa al más amplio espectro social, de una manera que no caiga en el simplismo de la asimilación con la opinión pública ya existente, se vuelve un aspecto clave del proyecto. A diferencia de los partidarios de la democracia electrónica ya comentados, que abogan por la eliminación de la relación de representación, Habermas se muestra muy conciente de la necesidad de mantener ambos niveles de deliberación política. En un modelo de democracia que aspira a producir resultados racionales a partir de adoptar en toda su extensión un modo deliberativo, tal como es su propuesta, el sistema político no puede desvincularse de la más amplia esfera público-política.

El poder disponible de modo administrativo modifica su propia estructura interna mientras se mantenga retroalimentado mediante una formación democrática de la opinión y de la voluntad común, que no sólo controle a posteriori el ejercicio del poder político, sino que, en cierto modo, también lo programe. A pesar de todo ello, únicamente el sistema político puede “actuar” [...] La opinión pública transformada en poder comunicativo mediante procedimientos democráticos no puede “mandar” ella misma, sino sólo dirigir el uso del poder administrativo hacia determinados canales (Habermas, 1999: pp. 244)

3.3. Sistemas de comunicación y democracia deliberativa

  1. En los últimos años se han realizado una serie de experiencias (especialmente en los países centrales) en donde se han intentado utilizar una gama diversa de tecnologías de comunicación en pos de una oxigenación del sistema democrático.
  2. La mayoría de estas experiencias se desarrollan en el ámbito local, que aparece como el nivel privilegiado para las innovaciones políticas. Es cierto que los objetivos que persiguen no siempre se centran en el desarrollo de la discusión racional, sino también en el acceso a la información pública. Stefano Rodotà identifica como los principales objetivos que persiguen los municipios que llevan adelante experiencias relacionadas con nuevas tecnologías a los siguientes:
  3. participación más directa de los ciudadanos en los procesos de consulta y decisión;
  4. recuperación del interés de los ciudadanos en situaciones de participación política en declinación;
  5. transparencia de la acción administrativa;
  6. acceso directo a informaciones y servicios;
  7. gestión directa de parte de los ciudadanos de actividades o servicios;
  8. reducción de la discrecionalidad administrativa con incremento de la igualdad en el tratamiento de los ciudadanos (Rodotà, 2000: pp. 57)

Notemos que, excepto las dos primeras, las demás no tienen relación con la concepción de política deliberativa. De hecho, son los objetivos que subyacen en la mayoría de las experiencias en nuestro país, en donde se ha apuntado centralmente a la transparencia de la gestión [17], al acceso a informaciones y -en menor medida- a la gestión de trámites [18].

¿Qué aspecto adoptaría un sistema que sí propicie la democracia deliberativa? Para empezar, distará de las consultas guiadas, de las cuales el televoto es el mejor ejemplo. En estos casos, al impedirse la visibilidad de opciones diferentes a las planteadas (y que no surgen de una discusión, sino de una imposición de los programadores o periodistas), la interactividad queda limitada a un procedimiento de ratificación. [19]

Un sistema que adopte como marco la democracia deliberativa debería en cambio propiciar que las decisiones finales adoptadas surjan del mismo proceso deliberativo, como opciones superadoras de las alternativas previamente existentes. Las tecnologías de red (básicamente Internet) parecen más apropiadas que las viejas tecnologías centralizadas de tipo broadcasting para esta tarea. Un esquema basado en la Red que se ha sugerido (Almirón, 2001) podría seguir los siguientes pasos:

  1. Creación de un panel de ciudadanos, que constituya una muestra representativa de la población en cuestión
  2. Formación de un panel, con el envío de información y documentación acerca del tema objeto de decisión, respetando el abanico de opiniones existentes
  3. Realización de discusiones electrónicas entre los integrantes del panel
  4. Votación o toma de decisión electrónica

Sin embargo, el “purismo cibernético” que postula este esquema no resulta imprescindible. Si se trata de un ámbito local, las discusiones pueden realizarse cara a cara, o complementar ambos tipos de discusión. De igual manera, el resultado debería traducirse en la confección de despachos, es decir de opciones documentadas razonablemente, para las cuales no se requiere unanimidad, aunque sí la verificación del grado de apoyo.

De esta manera, nos encontramos en el ámbito de las experiencias vinculadas al electronic town meeting, tal el nombre que adquieren en el mundo anglosajón, y que remite directamente al modelo ideal fundador de la democracia estadounidense: los ayuntamientos de Nueva Inglaterra. Es importante destacar que aquí se parte de la irreductibilidad de estas metodologías democráticas al exclusivo momento resolutivo. Al contrario, el acento está puesto en todo el desarrollo del proceso deliberativo.

A las características ya enumeradas se pueden sumar dos, de gran importancia:

  1. las deliberaciones del panel pueden ser trasmitidas por televisión (o por Internet), con lo cual los demás ciudadanos tienen acceso al desarrollo del debate; y
  2. la ciudadanía en general puede disponer de una gama de opciones para expresar su parecer (aunque claro está, de manera necesariamente más limitada que los integrantes del panel): correo electrónico, líneas telefónicas, incluso televoto (que aquí cobra un sentido bastante diferente).

Si bien las experiencias de este tipo son aún escasas (Rodotà, 2000) los méritos que poseen son evidentes, ya que extienden el uso de las tecnologías de comunicación a todo lo largo del proceso de deliberación. Queda sin definir la forma institucional que adoptarían, y la manera en que puede preservarse de manipulación la selección de temas a debatir. Hasta ahora se trata de experiencias surgidas de ámbitos no institucionales, desde organizaciones no gubernamentales y desde el mundo académico. Sin embargo, si se respetan los requisitos de representatividad del panel y de limitación de los organizadores a los aspectos procedimentales, el resultado es de una contundencia difícilmente ignorable por parte de los decidores (legisladores o ejecutivo).

Es claro que estas experiencias distan del uso habitual de los medios de comunicación en relación al sistema político. Rodotà lo afirma con convicción:

Queda ahora en claro que, desde esta perspectiva, se enfrentan dos estrategias. La que se basa “sobre el tríptico infernal televisión/encuestas/elecciones”, que conlleva al control autoritario de la opinión pública, la reducción de la democracia al momento final y la ilusión de la soberanía; y la otra, esencialmente continua y discursiva (Rodotà, 2000: pp. 168)

En síntesis: la imposibilidad de reedición de la experiencia de esfera pública tan cara a Habermas [20] en los tiempos que corren no debería -de por sí- arroparse de connotaciones nostálgicas y pesimistas. Existen caminos alternativos, en donde se recupera como central el flujo de información y de puntos de vista, y la institucionalización de mecanismos que permiten la incorporación de estos flujos en el proceso colectivo de toma de decisiones.

Una democracia deliberativa no supone la exclusividad de bases dialógicas, aunque claro está que no las descarta. No requiere la co-presencia de los participantes para la formación del juicio, aunque exige imaginación para la creación de mecanismos eficientes de recopilación de las distintas posiciones. Los medios de comunicación de masas tienen un rol fundamental en este tipo de sistema, ya que son de hecho el lugar en donde se hacen públicos los distintos puntos de vista y confrontan, además de ser los reservorios de las opiniones.

En las actuales condiciones de las sociedades modernas, una democracia deliberativa sería, por tanto, en una medida significativa, una democracia mediática, en el sentido de que los procesos de deliberación dependerían de instituciones mediáticas tanto como medio de información como de expresión (Thompson, 1998: pp. 330).

Agosto 2001

Notas

[1] La referencia a los dichos de J.S. Mill es realizada por Richard Rorty, justamente en una respuesta a las posiciones de Laclau (en Mouffe, 1998). [volver]

[2] Más allá de los méritos propios que han realizado los legisladores argentinos para concentrar las diatribas dirigidas contra la clase política, resulta llamativo que las propuestas de ajuste del “costo político” se circunscriban casi exclusivamente a este Poder, cuando su presupuesto siempre es una parte mínima del de los respectivos Ejecutivos. Así, la ya mencionada propuesta denominada “Sobran políticos” (uno de cuyos mentores es el economista liberal, funcionario en la administración menemista Carlos Rodríguez) postula la reducción a la mitad de los cargos electivos, afirmando, por caso, que “La Exma. Cámara de Diputados funcionaría igual de bien, o de mal, con 129 legisladores, en lugar de 257, de todos modos ninguno representa a los ciudadanos, sino al partido” (el manifiesto de Sobran políticos puede consultarse en http://www.ultraguia.com.ar/UltraSociales/Opinion1.htm) [volver]

[3] De cualquier manera, en un país como Estados Unidos, si bien no existe un sistema que claramente postule la representación especular, la elección de congresistas mediante el sistema de distrito uninominal, combinado con la delimitación de las circunscripciones en base a criterios étnicos, busca implícitamente el acceso de representantes de los diferentes grupos raciales del país al Congreso. Ningún impedimento legal existe para que en una circunscripción de mayoría afro americana se elija a un congresista blanco, pero de hecho esto es sumamente improbable. [volver]

[4] Una explicación del modelo de knowledge-gap puede encontrarse en Wolf (1994). [volver]

[5] Lo que por otra parte es característico de casi cualquier proceso (movimientos estudiantiles o sociales, por caso), con la diferencia de que las “manifestaciones” de Internet carecen de la “visualización” del carácter minoritario de los participantes, por lo cual resulta fácil que se arroguen una representatividad que distan de poseer. [volver]

[6] Traducido al español en forma poco feliz como Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gilli, Barcelona. [volver]

[7] Umberto Eco retrata en su novela La isla del día de antes uno de estos salones, en este caso parisino y a mediados del seiscientos: “Roberto se encontraba a su espacio en esa compañía [...] No se le pedía que se uniformara a la voluntad de un poderoso, sino que ostentara su diversidad. No que simulara, sino que se midiera -aún siguiendo algunas reglas de buen gusto- con personajes mejores que él. No se le pedía que demostrar cortesanería, sino audacia, que exhibiera sus habilidades en la buena y educada conversación, y que supiera decir con levedad pensamientos profundos… No se sentía un siervo, sino un duelista, al que se le reclamaba un denuedo cabalmente mental” (Eco, 1995, pp. 133). [volver]

[8] Para Foucault este momento de quiebre se da con el surgimiento de nuevos dispositivos de poder que pueden agruparse en dos categorías diferentes: la anatomo-política y la bio-política. “De un lado existe esta tecnología que llamaría disciplina. Disciplina es, en el fondo, el mecanismo del poder por el cual alcanzamos a controlar en el cuerpo social hasta los elementos más tenues por los cuales llegamos a tocar los propios átomos sociales, esto es, los individuos. Técnicas de individualización del poder.” (Foucault, 1991). La bio-política es el otro grupo de tecnologías que alumbra este período (la otra familia, diría Foucault) y que se asienta en el lugar opuesto al de la disciplina. No busca la individualización, sino que hace de su blanco al conjunto, es decir a la población. El poder descubre que su mandato se ejerce no simplemente sobre un grupo humano más o menos numeroso, sino sobre seres vivos regidos o atravesados por leyes biológicas y que éste también es un ámbito de ejercicio del poder. Estas tecnologías se concentrarán en la regulación de los aglomerados humanos en forma despersonalizada: el urbanismo, la higiene pública, las políticas encaminadas a modificar las tasas de natalidad o mortalidad, van en esta vía. Podríamos agregar -como ejemplo actual de bio-política- los intentos de reducir las tasas de desempleo y subempleo. [volver]

[9] El término alemán Öffentlichkeit es traducido a veces como publicidad, pero no posee una traducción precisa ni al castellano ni al inglés. La palabra alemana aún hoy incluye la connotación de puesta a consideración pública, a diferencia de nuestra lengua en donde se ciñe en la práctica al anuncio comercial, ya sea de un producto o de una idea. [volver]

[10] Conciente de esto, Rousseau se oponía tanto al sistema representativo (ya que implica abdicar al derecho y deber de involucrarse en la vida pública) como a la formación de partidos o facciones. “Las reglas procesales, acordadas contractualmente por unanimidad, son: la deliberación directa de los ciudadanos, en asambleas públicas que sin mediaciones facciosas se reúnen con periodicidad fija, que sancionan por mayoría y sufragio universal sin exclusiones formales de ningún tipo leyes generales preparadas por expertos, y elige un gobierno (ejecutivos y judicial) revocable en todo momento, al que delega su aplicación” (Colombo, 2001: pp. 17). De hecho, para muchos autores la posición de Rousseau incluía el rechazo a la deliberación, en pos de evitar la manipulación de las voluntades. [volver]

[11] Como ha pasado varias veces en la historia argentina reciente, desde las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida”, hasta la más reciente de “Déficit 0″. [volver]

[12] Intento discutir la estrechez del campo político en otro trabajo (Sandoval, 2000). [volver]

[13] El artículo continúa: “Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición”. La Reforma de 1994 mantuvo la redacción anterior. [volver]

[14] De hecho, Stokes analiza varios casos en que esto sucede así, en el contexto de Estados Unidos. Hacia 1990, por ejemplo, lobbystas vinculados a la industria del automóvil movilizaron la oposición popular a un régimen más duro sobre la emanación de gases tóxicos. Utilizando información interesada y falsa, los lobbystas consiguieron articular una amplia oposición que iba desde los granjeros hasta las organizaciones policiales. Los senadores se mostraron permeables a esta presión y votaron en contra de la iniciativa. [volver]

[15] Tal como afirma en un artículo clásico Pierre Bourdieu: “Este es el efecto fundamental de la encuesta de opinión: se trata de constituir la idea de que existe una opinión pública unánime, y así legitimar una política y reforzar las relaciones de fuerza que la fundan o la hacen posible (Bourdieu, 1996: pp. 139). [volver]

[16] La conocida teoría de la espiral del silencio, de Elisabeth Noelle-Neumann, por ejemplo, postula que las personas tenderán a adoptar opiniones similares a las mayoritarias en los grupos sociales en los que se encuentran o que, si esto no es posible por alguna razón, evitarán dar su opinión sobre el asunto (Noelle-Neumann, 1995) [volver]

[17] Son ejemplares al respecto los portales de Internet del Estado Nacional “Cristal” (http://www.cristal.gov

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