A fin de año se cumple el segundo aniversario de las muertes, cacerolazos y movilizaciones que determinaron la caída del gobierno radical de Fernando de la Rúa. Casi dos años parece un período suficientemente extenso para analizar qué ocurrió en la Argentina a partir de aquellas acciones colectivas y, a la vez, demasiado exiguo para afirmar si los cambios que se observan en la política y en la sociedad son temporales o permanentes; meramente declamativos o ciertamente materiales.

La euforia que sobrevino después de diciembre de 2001, envalentonó a la ciudadanía que pedía a los políticos “que se fueran todos” y a la Corte Suprema, su renuncia o su juicio político. La huida del ex presidente parecía darles la razón. “El pueblo unido, jamás será vencido”. En las asambleas barriales se discutía el futuro del país. Los ciudadanos ejercían la democracia real y directa. Nadie los representaba y en las reuniones reinaba la horizontalidad. “Cuidado -decía el diario La Nación-, el pueblo debe gobernar sólo a través de sus representantes”, temiendo, tal vez, un renacer vernáculo de los lejanos soviets. Más movilizaciones y más cacerolazos, terminaron con la presidencia provisional de Ramón Puertas. Su sucesor, Rodríguez Sáa corrió igual suerte, empujado, a su vez, por entuertos internos del Partido Justicialista. El poder en manos de la gente no tenía límites. El paradigma neoliberal que durante la década del noventa acunó la crisis argentina, tenía los días contados, al igual que los “políticos corruptos” que lo defendieron. Había nacido otra política.

Hoy, esa euforia mutó, en muchos casos, en decepción. Los políticos no se fueron todos, sino que se quedaron como siempre. La Corte Suprema no renunció y uno solo de sus miembros parece encaminado a juicio político. La posible designación de Raúl Zaffaroni como ministro -deseable, por cierto-, no alcanza. Ocho a uno sigue siendo una goleada en contra. La etiqueta de “izquierdista” enrostrada a la administración del presidente Kirchner, más que caracterizar un gobierno, es demostrativa del ingente corrimiento a la derecha de la sociedad argentina. Por lo menos de la sociedad visible, la que figura en los medios. Las asambleas barriales menguaron, los cacerolazos desaparecieron y los cortes de calles son anatematizados con más virulencia que en años anteriores.

Si los políticos son los mismos, sus formas de hacer política tampoco variaron mucho. Un candidato presidencial, Carlos Menem, gana en primera vuelta y se retira de la segunda para deslegitimar a su rival, Néstor Kirchner, que es de su propio partido. Carlos Ruckauf, ex gobernador de Buenos Aires y ex presidente, con muy mala imagen pública, figuró poco menos que escondido en una boleta de diputados, vaya a saber uno por qué arreglo partidario. Todo esto en el Justicialismo y a nivel nacional. En tanto, la Unión Cívica Radical… ¿quién?…

En el plano local, la interna entre José Luis Lizurume y Carlos Maestro, dirimió su ganador voto a voto, pero continúa sus raíles en la justicia electoral. Maestro avisó que recurriría a la justicia nacional, recurso que va a demorar un poco más. Allí todavía están resolviendo la disputa entre Moreau y Terragno. Y estos ejemplos son posteriores a los cacerolazos, cuando supuestamente la política y los políticos eran otros.

A la gente, en su vida cotidiana, no le fue mejor. Repasemos: en octubre de 2001, vísperas de las movilizaciones, la desocupación era del 19%, la pobreza del 35,4% y la indigencia del 12,2%. En mayo de 2003, la desocupación bajó (del 19) al 16,4%, la pobreza aumentó (del 35,4) al 51,7% y la indigencia (del 12,2) al 25,2% (todo los datos son del Indec). Contra estos valores se podrá argumentar que la desocupación bajó y la pobreza disminuyó respecto al 54,3% de octubre de 2002. En tanto, la indigencia continuó su armonioso aumento desde octubre de 1991, cuando era del 3%.

Ahora bien, a estas mediciones habría que sumarles la subocupación (13,4%) y tener presente la metodología con que se mide la desocupación (v.gr. si alguien realizó una changa la semana anterior a la encuesta, aunque sea para obtener cinco pesos por limpiar un patio, ya no es considerado un desocupado). Por otra parte, aumentó la distribución de planes Jefas y Jefes de Hogar entre los desocupados, que, con este subsidio, dejaron de serlo. Si se contabilizan todas las variables, la desocupación trepa al 35%.

¿Qué más había ocurrido en la Argentina para que la pauperización no se detuviera en el 2001, cuando parecía que todo iba a cambiar? Pues bien, el fin de la Convertibilidad, una devaluación apresurada y una pesificación asimétrica.

Durante la década del ’90, el proceso que dominó la economía nacional bajo el paraguas del Consenso de Washington, fue: alta inversión financiera – baja inversión productiva – desindustrialización – expansión del desempleo – caída de los salarios. Con el gobierno de Eduardo Duhalde, la puja dentro del los grupos de poder económico en Argentina, se resolvió a favor de los exportadores. Mientras que la Convertibilidad tenía en el foco de sus beneficios a los acreedores y los organismos internacionales, en asociación con bancos y empresas privatizadas, la devaluación lo tiene en grupos exportadores -cerealeras y petroleras a la cabeza- y la incipiente industria sustituidora de importaciones.

Eso sí, la variación de beneficiados dentro del grupo de poder, no implicó que cambiara el blanco de los perjudicados. La Convertibilidad finalizó con 14 600 000 de argentinos en situación de pobreza. Luego de la devaluación, hubo 21 000 000.

Cito un trabajo de la Central de Trabajadores de la Argentina -CTA-, llamado “Apuntes sobre la coyuntura. Desempleo y salida exportadora”, de abril de 2003:

[...] se está ante una reactivación que sólo se presenta como tal por los niveles extraordinariamente bajos de actividad económica de los meses de noviembre y diciembre de 2001, muy escasa creación de empleo, salarios estancados en un nivel excepcionalmente deprimido al nivel actual y muy escasa inversión ligada a la sustitución de importaciones. La casi totalidad del peso de la misma recae sobre un sector exportador que crea, en la actualidad reducido empleo, pero que además no puede generar, dado su tamaño y características, tasas elevadas de crecimiento del producto que generen, de alguna manera, un efecto “derrame” significativo en el resto de la economía.

En resumidas cuentas, los que ganan y los que pierden son los mismos de siempre.

Existen, entonces, sobradas y palpables razones para la decepción que se señalara anteriormente. ¿Quiere decir esto que las movilizaciones, cacerolazos y la sangre derramada en diciembre de 2001 no sirvió para nada? No creo que eso sea así de drástico.

En primer lugar, podríamos definir lo ocurrido en ese diciembre, no como sucesos revolucionarios que iban a cambiar las estructuras de la sociedad, sino como la construcción de un “contrapoder”, una política al margen de la estrategia tradicional de toma del Estado. José Pablo Feinmann -escritor y filósofo-, parafraseando al economista escocés John Holloway, dice que “El poder no está en el Estado, el poder es el contrapoder, que es el poder que se construye al margen del Estado, aislado de la idea de tomarlo”.

Dentro de esa construcción de contrapoder, diciembre de 2001 dejó instauradas en la sociedad, novedades poco espectaculares, pero más estratégicas que los cacerolazos. Dan cuenta de ellas los piqueteros, las empresas y fabricas recuperadas por los trabajadores, las asambleas vecinales que aún continúan, los medios de comunicación y artíscticos alternativos… son organizaciones que nuclean a miles de personas y que mantienen niveles de autonomía difíciles de domesticar, ya que en ellos -dice el abogado y economista Daniel Campione- radica su identidad y su orgullo.

(una digresión: las elecciones de este año, sobre todo las últimas, merecen algunas consideraciones. Se dijo que se votó a los políticos de siempre, que había retornado la fe en la política, dado el gran presentismo que se produjo, y que en definitiva se respaldaron las políticas neoliberales que esos políticos llevaron adelante. Con respecto a los políticos, podría concederse que es cierto, fueron los de siempre. Sin embargo, el presentismo no fue tal, sino que, en promedio, en las provincias de Buenos Aires, Chaco, Jujuy y Santa Cruz, el ausentismo fue del 30%. Particularmente, en las elecciones bonaerenses no fueron a votar el 32% de los empadronados y votó en blanco el 12%, lo que arroja un total de 44% de votos negativos. La idea del respaldo a las políticas neoliberales también fue producto de un análisis intencionado o, como mínimo, apresurado. Tomando como ejes las nociones discursivas de distribución del ingreso, replanteo de la deuda externa, revisión de las privatizaciones y el papel del Estado, se puede establecer que Menem y López Murphy respaldaban políticas conservadoras y Carrió, Rodríguez Sáa, Kirchner, Moreau y los candidatos de la izquierda, enunciaban políticas contrarias al neoliberalismo. Los primeros sacaron alrededor del 40% de los votos, y los segundos el 60%).

Retomando la idea de contrapoder y organizaciones alternativas, su influencia en el presente, pese al paisaje nacional ya descripto, no merece soslayarse. Lo que tiene de progresista y democrático el gobierno de Kirchner puede ser visto, en parte, como consecuencia de diciembre de 2001. Los dirigentes políticos más lúcidos percibieron que ya no podían continuar en sus lugares ante el denuesto general y la erosión implacable de las instituciones democráticas. Asimismo, salidas represivas no contaban con el contexto favorable de otras épocas.

Kirchner, conciente de su frágil legitimidad electoral, no buscó apoyó en las organizaciones tradicionales como la CGT o el Partido Justicialista, sino en los movimientos sociales. Tan es así, que en declaraciones a la prensa el Presidente advirtió, ante eventuales cuestionamientos de la derecha, que recurriría a las movilizaciones y al apoyo de la ciudadanía. Este recurso se inscribió en un nuevo marco político y no en los acostumbrados juegos clientelísticos. Un cambio de actitud concebido con el sonido de los cacerolas en la memoria.

Ahora bien, los cacerolazos del 2001 también pueden ser vistos como una acción colectiva de la clase media que vio heridos sus bolsillos. Una vez que estos comenzaron a cicatrizar con eventuales devoluciones de depósitos, su accionar terminó. Un fenómeno esporádico, al contrario de lo que ocurre con los piquetes, que fueron anteriores al 2001 y continúan en el 2003.

Si se define a la clase media como una categoría cultural, más que material, en la que las expectativas de sus integrantes son llegar a un modo de vida burgués, lejos de los proletarios o los excluidos, prevalece esta visión egoísta de los cacerolazos. La agresión a sus intereses inmediatos fue el resorte de su movilización. Ergo, los cacerolazos fueron una típica medida de clase media: no implican un gran compromiso, son anónimos, parecen pacíficos, requieren poco esfuerzo y buscan el reformismo sin desafiar al poder. Pero en diciembre de 2001 fueron un poco más que eso. Desafiaron el Estado de Sitio y se produjeron si no coordinadamente, por lo menos simultáneamente y con conocimiento de las acciones de los sectores marginados. Y así el impacto de las movilizaciones fue mayor. La gente no fue a pedir la libertad de ningún político, como aquel 17 de octubre, sino a exigir que se vayan todos. El poder no fue delegado, sino que fue ejercido directamente por los ciudadanos, incluidos y excluidos.

Si no se pudo consolidar la democracia directa fue, quizás, por la volatilidad combativa de algunos sectores de clase media economicista y por las aporías organizativas propias de la horizontalidad a gran escala. “Si lo espontáneo es la libertad, la creatividad absoluta, ¿cómo habría de transformarse en grupo constituido, en organización, sin perder sus atributos originales?”, se pregunta Feinmann a modo de respuesta.

En la agenda del gobierno de Kirchner continúan figurando los acuerdos con el FMI, el pago de la deuda externa, la convivencia con las grandes empresas y un mínimo plácet de Estados Unidos, pero -reitero-, gracias a diciembre de 2001, no son ya su único Norte. El progresismo que exhibe el Presidente no es una iniciativa soberana suya y de su círculo íntimo, sino la derivación de un cálculo político basado en el potencial expuesto por la respuesta social, a lo que se le suman, tal vez, las implicancias de un año electoral. Como dice la historiadora Hilda Sábato “hubo, desde la cúspide del poder, una acción decidida destinada a recuperar el lugar de la política como espacio creativo, desde donde generar expectativas de cambio y articular propuestas para enfrentar la crisis”.

En este clima histórico, se hace necesario transformar el cuestionamiento al neoliberalismo en una fuerza capaz de replantear el rumbo de la Argentina. Para ello, el contrapoder nacido de las movilizaciones puede ser concebido como un poder de presión. Un poder de presión que impulse medidas que terminen con la inicua distribución de la riqueza que se potenció en los últimos treinta años de historia nacional.

La Argentina, en palabras de Alain Touraine, necesita actos simbólicos, manifestaciones de voluntad colectiva y capacidad en el gobierno para imponer medidas favorables al pueblo, ya que una democracia no puede gobernar contra los ciudadanos. En este orden de ideas, la invocación a la movilización popular, el enfrentamiento retórico con el FMI, la política de derechos humanos, las reuniones con Fidel Castro y Hugo Chávez, son actos con disímil carga simbólica, pero que no modifican la matriz distributiva de profunda desigualdad que soporta el ciudadano común. Restarían, en un futuro inmediato, las medidas concretas que permitan un mejoramiento en el estándar de vida de ese 51,7% de argentinos pobres. Corresponde a los movimientos sociales, clase media incluida, velar para que esto suceda.

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